– Si bajásemos un poco más, podría conseguir medidas más exactas -dijo Gunn.
– Otra vez, Jessie -gritó Pitt.
– Creo que será imposible -dijo ella, levantando una mano de los mandos y señalando más allá de la ventanilla de delante-. Tenemos un comité de bienvenida.
Su expresión parecía tranquila, casi demasiado tranquila, mientras los hombres observaban con cierta fascinación cómo aparecía un helicóptero entre las nubes, treinta metros por encima del dirigible. Durante unos segundos, pareció suspendido allí inmóvil en el cielo, como un halcón acechando a una paloma. Después aumentó de tamaño al acercarse y volar paralelamente al Prosperteer. Gracias a los gemelos, pudieron ver claramente las caras hoscas de los pilotos y dos pares de manos que empuñaban armas automáticas asomando en la puerta lateral abierta.
– Han traído amigos -dijo brevemente Gunn.
Estaba apuntando sus gemelos a una lancha cañonera cubana que surcaba las olas a unas cuatro millas de distancia, levantando grandes surtidores de espuma.
Giordino no dijo nada. Arrancó las cintas que sujetaban las cajas y empezó a arrojar su contenido al suelo, con toda la rapidez que le permitían sus manos. Gunn se unió a él mientras Pitt empezaba a montar una pantalla de extraño aspecto.
– Nos están mostrando un letrero en inglés -anunció Jessie.
– ¿Qué dice? -preguntó Pitt, sin mirar hacia arriba.
– «Sígannos y no empleen la radio» -leyó ella en voz alta-. ¿Qué tengo que hacer?
– Evidentemente, no podemos usar la radio; por lo tanto, sonría y salúdeles con la mano. Esperemos que no disparen, si ven que es una mujer.
– Yo no confiaría en eso -gruñó Giordino.
– Y manténgase sobre el barco hundido -añadió Pitt.
A Jessie no le gustó lo que estaba pasando dentro de la cabina de mandos. Su cara palideció ostensiblemente. Dijo:
– Será mejor que hagamos lo que ellos quieren.
– Que se vayan al diablo -dijo fríamente Pitt.
Desabrochó el cinturón de seguridad de Jessie y la apartó de los mandos. Giordino levantó un par de botellas de aire y Pitt pasó rápidamente las correas por encima de los hombros de ella. Gunn le tendió una máscara, unas aletas y un chaleco.
– Rápido -ordenó-. Póngase esto.
Ella estaba perpleja.
– ¿Qué están haciendo?
– Creí que lo sabía -dijo Pitt-. Vamos a nadar un poco.
– ¿Qué?
Los negros ojos de gitana estaban ahora muy abiertos, menos de alarma que de asombro.
– No hay tiempo para que el abogado defensor presente el pliego de descargo -dijo tranquilamente Pitt-. Llámelo un plan descabellado para salvar la vida y no insista. Ahora haga lo que le han dicho y tiéndase en el suelo detrás de la pantalla.
Giordino miró dubitativamente la pantalla de una pulgada de grueso.
– Esperemos que sirva para algo. No quisiera estar aquí si una bala le da a una botella de aire.
– No tengas miedo -replicó Pitt, mientras los tres se ponían apresuradamente su equipo de inmersión-. Es de un plástico muy resistente. Garantizado para detener hasta un proyectil de veinte milímetros.
Al no manejar nadie los mandos, el dirigible se desplazó hacia un lado bajo una nueva ráfaga de viento y se inclinó hacia abajo. Todos se echaron instintivamente al suelo y trataron de agarrarse a alguna parte. Las cajas que habían contenido el equipo se desperdigaron por el suelo y se estrellaron contra los asientos de los pilotos.
No hubo vacilación ni ulteriores intentos de comunicación.
El comandante cubano del helicóptero, creyendo que el súbito y errático movimiento del dirigible significaba que trataba de escapar, ordenó a sus hombres que abrieran fuego. Una lluvia de balas alcanzó el lado de estribor del Prosperteer desde no más de treinta metros de distancia. La cabina de mandos quedó inmediatamente hecha trizas. Los viejos cristales amarillentos de las ventanillas saltaron en añicos que se desparramaron sobre el suelo. Los mandos y el panel de instrumentos quedaron convertidos en chatarra retorcida, llenando la destrozada cabina de humo producido por los cortocircuitos.
Pitt yacía de bruces sobre Jessie, cubierto por Gunn y Giordino, escuchando cómo los proyectiles con punta de acero repicaban contra la pantalla a prueba de balas. Entonces los tiradores del helicóptero cambiaron la puntería y dispararon contra los motores. Las capotas de aluminio fueron arrancadas y trituradas por aquel fuego devastador, hasta que se desprendieron y fueron arrastradas por la corriente de aire. Los motores tosieron y callaron, destrozadas las culatas, escupiendo aceite entre nubes de humo negro.
– ¡Los depósitos de carburante! -gritó Jessie entre el ensordecedor estruendo-. ¡Estallarán!
– Esto es lo que menos debe preocuparnos -le gritó Pitt al oído-. Los cubanos no emplean balas incendiarias y los depósitos están hechos de una goma de neopreno que se cierra por sí sola.
Giordino se arrastró hacia el destrozado y revuelto montón de cajas de equipo y encontró lo que le pareció a Jessie una especie de contenedor tubular. Lo empujó delante de él en el fuertemente inclinado suelo.
– ¿Necesitas ayuda? -aulló Pitt.
– Si Rudi puede sujetarme las piernas…
Su voz se extinguió. Gunn no necesitaba que le diesen instrucciones. Apoyó los pies en un mamparo y agarró con fuerza las rodillas de Giordino.
El dirigible estaba ahora totalmente fuera de control, muerto en el aire, con el morro apuntando al mar en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Ya no le quedaba fuerza de sustentación y empezó a descender del cielo mientras los cubanos rociaban de balas la abultada e indefensa envoltura. Las aletas estabilizadoras apuntaban todavía a las nubes, pero el viejo Prosperteer estaba a las puertas de la muerte.
No moriría solo.
Giordino abrió el tubo, sacó un lanzador de mistes M-72 y lo cargó con un cohete de 66 milímetros. Lentamente, moviéndose con gran cautela, apoyó aquella arma que parecía un bazooka en el marco de la ventanilla rota y apuntó.
Los asombrados hombres de la lancha cañonera, a menos de una milla de distancia, vieron cómo parecía desintegrarse el helicóptero en un enorme hongo de fuego. El ruido de la explosión sacudió el aire como un trueno, seguido de una lluvia de retorcidos metales al rojo que silbaron y despidieron vapor al tocar el agua.
El dirigible todavía estaba suspendido allí, girando lentamente sobre su eje. El helio brotaba a chorros de las rajas del casco. Los soportes circulares del interior empezaron a romperse como palos secos. Lanzando su último suspiro, el Prosperteer se dobló sobre sí mismo, rompiéndose como una cascara de huevo, y cayó sobre las hirvientes y espumosas olas.
Toda aquella furiosa devastación ocurrió rápidamente. En menos de veinte segundos, ambos motores fueron arrancados de sus soportes, y los que sostenían la cabina de mandos se rompieron con chasquidos de mal agüero. Como un frágil juguete arrojado a la acera por un niño destructor, los remaches estallaron y la estructura interior chirrió al desintegrarse.
La cabina de mandos siguió hundiéndose y el agua penetró por las rotas ventanillas. Era como si una mano gigantesca apretase al dirigible hacia abajo hasta hacerle desaparecer en lo profundo. Entonces se desprendió la barquilla y cayó como una hoja muerta, arrastrando una confusa maraña de alambres y cables. Los restos de la cubierta de duraluminio siguieron después, aleteando locamente como un murciélago borracho.
Una bandada de peces de cola amarilla escapó debajo de aquella masa que se hundía, un instante antes de chocar contra el fondo y levantar nubes de fina arena.
Entonces todo quedó en sepulcral silencio, roto solamente por el suave gorgoteo del aire de las botellas.
Sobre la agitada superficie, los pasmados tripulantes de la lancha cañonera empezaron a recorrer el lugar del accidente, buscando algún superviviente. Pero sólo encontraron grandes manchas de carburante y de aceite.
El viento del huracán que se acercaba aumentó hasta fuerza 8. Las olas alcanzaron una altura de seis metros, haciendo imposible continuar la búsqueda. El capitán de la lancha no tuvo más remedio que cambiar de rumbo y dirigirse a un puerto seguro de Cuba, dejando atrás un mar turbulento y maligno.
La nube opaca de limo que cubría los destrozados restos del Prosperteer fue arrastrada lentamente por una débil corriente profunda. Pitt se levantó sobre las manos y las rodillas y miró a su alrededor, en lo que había sido la cabina de mandos. Gunn estaba sentado en el suelo, apoyando la espalda en un combado mamparo. Su tobillo izquierdo se había hinchado hasta tomar la forma de un coco, pero aspiró aire de la boquilla y levantó una mano, haciendo una V con los dedos.
Giordino se puso en pie con un esfuerzo y se apretó suavemente el lado derecho del pecho. Un tobillo roto y probablemente unas cuantas costillas fracturadas entre los dos, pensó Pitt. Podría haber sido peor. Se inclinó sobre Jessie y le levantó la cabeza. Sus ojos parecían estar en blanco a través del cristal de la máscara, pero el suave silbido del regulador y el movimiento del pecho indicaban que la respiración era normal, aunque un poco rápida. Pasó los dedos sobre sus brazos y sus piernas y no encontró señales de fractura. Salvo una erupción de manchas negras y azules, que aumentarían en las próximas veinticuatro horas, parecía estar en buen estado. Como para tranquilizarse, Jessie alargó una mano y le apretó con fuerza el brazo.
Pitt, satisfecho, volvió la atención a su propia persona. Todas las articulaciones funcionaban debidamente, lo mismo que los músculos, y no parecía haberse dislocado nada. Sin embargo, no había salido ileso. Un purpúreo chichón estaba creciendo en su frente, y advirtió una extraña sensación de rigidez en el cuello. Combatió esta incomodidad con el consuelo de que nadie parecía estar sangrando. Habían escapado a la muerte por un pelo, y esto era ya bastante para un día. Lo menos que podían esperar era que no les atacasen los tiburones.
Pitt centró la atención en el problema inmediato: salir de la cabina de mandos. La puerta se había atrancado, lo cual no era extraño después de los golpes que había recibido. Se sentó en el suelo, agarró con ambas manos el combado marco y golpeó con los pies. Decir golpeó es una exageración. La presión del agua restaba empuje a sus piernas. Tuvo la impresión de que estaba tratando de hacer saltar el fondo de un enorme tarro de cola. Al sexto intento, cuando los talones y los dedos de los pies ya no podían aguantar más, el cerrojo cedió y la puerta se abrió lentamente hacia afuera.