Pero el Prosperteer no respondía.
El jefe del personal de tierra soltó el micrófono y salió del camión, pasando entre sus pasmados hombres. Corrió hacia el coche aparcado y abrió febrilmente una portezuela de atrás.
– ¡Han desaparecido! Les hemos perdido, ¡como la última vez!
El hombre que estaba sentado a solas en el asiento de atrás se limitó a asentir con la cabeza.
– Continúe intentando establecer comunicación con ellos -dijo pausadamente.
Mientras el hombre volvía corriendo a la radio, el almirante James Sandecker descolgó un teléfono de un compartimiento disimulado e hizo una llamada.
– Señor presidente.
– Diga, almirante.
– Han desaparecido.
– Comprendido. He dado instrucciones al almirante Clyde Monfort de la Fuerza Conjunta del Caribe. Ha puesto ya en estado de alerta a barcos y aviones alrededor de las Bahamas. En cuanto colguemos, le ordenaré que inicie una operación de búsqueda y salvamento.
– Por favor, dígale a Montfort que se dé prisa. También me han informado de que el Prosperteer desapareció en un lugar donde se preveía un huracán.
– Vuelva a Washington, almirante, y no se preocupe. Su gente y la señora LeBaron serán encontrados y recogidos dentro de pocas horas.
– Trataré de compartir su optimismo, señor presidente. Muchas gracias.
Si había una doctrina en la que creía Sandecker de todo corazón era: «No te fíes nunca de la palabra de un político.» Hizo otra llamada desde su automóvil.
– Aquí el almirante James Sandecker. Quisiera hablar con el almirante Monfort.
– En seguida, señor.
– Jim, ¿eres tú?
– Hola, Clyde. Me alegro de oír tu voz.
– Caray, hace casi dos años que no nos hemos visto. ¿Qué se te ofrece?
– Dime una cosa, Clyde. ¿Te han dado la voz de alerta para una misión de salvamento en las Bahamas?
– ¿Dónde has oído tal cosa?
– Rumores.
– Para mí es una noticia. La mayor parte de nuestras fuerzas del Caribe están tomando parte de unas maniobras anfibias de desembarco en Jamaica.
– ¿En Jamaica?
– Un pequeño ejercicio para desentumecer los músculos y exhibir nuestra capacidad militar a los soviéticos y a los cubanos. Hace que Castro se sienta desconcertado, temiendo que vamos a invadir su isla el día menos pensado.
– ¿Vamos a hacerlo?
– ¿Para qué? Cuba es la mejor campaña publicitaria de que disponemos para demostrar el tremendo fracaso económico del comunismo. Además, es mejor que sean los soviéticos y no nosotros quienes tiren un millón de dólares diarios en el retrete de Castro.
– ¿No has recibido ninguna orden de no perder de vista a un dirigible que emprendió un vuelo desde los Cayos esta mañana?
Se hizo un ominoso silencio en el otro extremo de la línea.
– Probablemente no debería decirte esto, Jim, pero recibí una orden verbal concerniente al dirigible. Me dijeron que mantuviese nuestros barcos y nuestros aviones lejos de los Bahama Banks y que interfiriese todas las comunicaciones procedentes de aquella zona.
– Esta orden, ¿venía directamente de la Casa Blanca?
– No abuses de tu suerte, Jim.
– Gracias por haberme hablado claro, Clyde.
– Siempre a tu disposición. Tenemos que vernos la próxima vez que yo esté en Washington.
– Lo espero con ilusión.
Sandecker colgó el teléfono, con el semblante enrojecido y echando chispas por los ojos.
– Que Dios les ayude -murmuró, apretando los dientes-. Nos la han pegado a todos.
La cara suave y de pómulos salientes de Jessie estaba tensa por el esfuerzo de luchar contra las ráfagas de viento y lluvia que zarandeaban el dirigible. Se le estaban entumeciendo los brazos y las muñecas de tanto manejar las válvulas y el timón de inclinación. Con el peso añadido de la lluvia, era casi imposible mantener en equilibrio y al nivel adecuado la oscilante aeronave. Empezaba a sentir la fría caricia del miedo.
– Tendremos que dirigirnos a la tierra más próxima -dijo, con voz insegura-. No podré mantenerlo mucho más tiempo en el aire, con esta tormenta.
Pitt la miró.
– La tierra más próxima es Cuba.
– Vale más la cárcel que la muerte.
– Todavía no -replicó Pitt desde su asiento, a la derecha y un poco detrás de ella-. Aguante un poco más. El viento nos empujará hacia Key West.
– Con la radio estropeada, no sabrán dónde buscarnos si tenemos que caer al mar.
– Hubiese debido pensar en esto antes de derramar café en el transmisor y provocar un cortocircuito.
Ella le miró. Dios mío, pensó, es para volverse loca. Él estaba mirando por la ventanilla de estribor, contemplando tranquilamente el mar con unos gemelos. Giordino estaba observando por el lado de babor, mientras Gunn leía los datos de la computadora VIKOR de navegación y marcaba su rumbo en una carta. Con frecuencia, Gunn observaba también las marcas de la aguja del gradiómetro Schonstedt, un instrumento para detectar el hierro por mediación de la intensidad magnética. Parecía como si aquellos tres hombres no tuviesen la menor preocupación en el mundo.
– ¿No han oído lo que he dicho? -preguntó, desesperada, ella.
– Lo hemos oído -respondió Pitt.
– No puedo dominarlo con este viento. Es demasiado pesado. Tenemos que echar lastre o aterrizar.
– El último saco de lastre fue arrojado hace una hora.
– Entonces tiren esa chatarra que subieron a bordo -ordenó ella, señalando una montañita de cajas de aluminio fijadas en el suelo.
– Lo siento. Esta chatarra, como usted la llama, puede sernos muy útil.
– Pero estamos perdiendo altura.
– Haga todo lo que pueda.
Jessie señaló a través del parabrisas.
– Esa isla a estribor es Cayo Santa María. La tierra de más allá es Cuba. Voy a poner rumbo al sur y probar suerte con los cubanos.
Pitt se volvió, con una mirada resuelta en sus ojos verdes.
– Fue usted quien quiso intervenir en esta misión -dijo rudamente-. Quería ser un tripulante más. Ahora aguante.
– Emplee la cabeza, Pitt -saltó ella-. Si esperamos otra media hora, el huracán nos hará pedazos.
– Creo que he encontrado algo -gritó Giordino.,
Pitt se levantó y pasó al lado de babor.
– ¿En qué dirección?
Giordino señaló.
– Acabamos de pasar por encima. A unos doscientos metros a popa.
– Y es grande -dijo Gunn excitado-. La aguja del detector se sale de la escala.
– Gire a babor -ordenó Pitt a Jessie-. Llévenos por donde hemos venido.
Jessie no discutió. Contagiada súbitamente del entusiasmo del descubrimiento, sintió que desaparecía su cansancio. Aceleró y viró a babor, aprovechando el viento para invertir el rumbo. Una ráfaga azotó la cubierta de aluminio, haciendo que el dirigible se estremeciese y oscilase la barquilla. Después amainó la corriente de aire y el vuelo fue más suave a partir del momento en que las ocho aletas de la cola dieron la vuelta y el viento sopló desde la popa.
El interior de la cabina de mandos quedó en silencio como la cripta de una catedral. Gunn desenrolló la cuerda de la unidad sensible del gradiómetro hasta que pendió a ciento cincuenta metros de la panza del dirigible y rozó las crestas de las olas. Entonces volvió su atención al registro y esperó a que la aguja marcase una raya horizontal en el papel. Pronto empezó a oscilar arriba y abajo.
– Nos estamos acercando -anunció Gunn.
Giordino y Pitt, haciendo caso omiso del viento, se asomaron a las ventanillas. El mar estaba agitado y saltaba espuma de las crestas de las olas, dificultando la visión de las transparentes profundidades. Jessie las estaba pasando moradas, luchando con los mandos, tratando de reducir las violentas sacudidas y el balanceo del dirigible, que se comportaba como una ballena tratando de remontar los rápidos del río Colorado.
– ¡Ya lo tengo! -gritó de pronto Pitt-. Yace en dirección de norte a sur, a unos cien metros a estribor.
Giordino pasó al otro lado de la cabina de mandos y miró hacia abajo.
– Sí, también yo lo veo.
– ¿Podéis distinguir si lleva grúas? -preguntó Gunn.
– El perfil es claro, pero no puedo distinguir los detalles. Yo diría que está a unos veinticinco metros de la superficie.
– Más bien a treinta -dijo Pitt.
– ¿Es el Cyclops? -preguntó ansiosamente Jessie.
– Demasiado pronto para saberlo. -Se volvió a Gunn-. Marca la posición que indica el VIKOR.
– Posición marcada -dijo Gunn.
Pitt se dirigió a Jessie.
– Muy bien, piloto, hagamos otra pasada. Y esta vez, como tendremos el viento en contra, trate de acercarse al objetivo.
– ¿Por qué no me pide que convierta plomo en oro? -replicó ella.
Pitt se le acercó y la besó ligeramente en la mejilla.
– Lo está haciendo estupendamente. Aguante un poco más y la sustituiré en los mandos.
– No adopte ese aire protector -dijo malhumoradamente ella, pero sus ojos tenían una expresión cálida y desaparecieron las arrugas provocadas por la tensión alrededor de sus labios-. Dígame solamente dónde tengo que parar el autobús.
Muy voluntariosa, pensó Pitt. Por primera vez, sintió envidia de Raymond LeBaron. Se volvió y apoyó una mano en el hombro de Gunn.
– Emplea el clinómetro y mira si puedes obtener la medida aproximada de sus dimensiones.
Gunn asintió con la cabeza.
– Así lo haré.
– Si es el Cyclops -dijo Giordino con entusiasmo-, habrás hecho un cálculo magnífico.
– Mucha suerte mezclada con un poco de percepción -admitió Pitt-. Esto y el hecho de que Raymond LeBaron y Buck Caesar nos encaminaron hacia la meta. El enigma es por qué se encuentra el Cyclops fuera de la ruta corriente de navegación.
Giordino sacudió la cabeza.
– Probablemente nunca lo sabremos.
– Volvemos sobre el objetivo -informó Jessie.
Gunn midió la distancia con el clinómetro y después miró a través del ocular, midiendo la longitud del oscuro objeto sumergido. Consiguió mantener fijo el instrumento, mientras Jessie luchaba denodadamente contra el viento.
– No hay manera de medir exactamente la manga, porque es imposible verlo: el barco yace de costado -dijo, estudiando las calibraciones.
– ¿Y la eslora? -preguntó Pitt.
– Entre ciento setenta y ciento noventa metros.
– No está mal -dijo Pitt, visiblemente aliviado-. El Cyclops tenía ciento ochenta metros de eslora.