– Y que me mantenga lejos de las zonas secretas -dijo Hagen, echándose a reír.
– Estoy seguro de que conoce las normas de seguridad.
– Cierto -reconoció Hagen-. Sería rico si tuviese diez centavos por cada hora que he pasado haciendo auditorías en diferentes departamentos del Pentágono.
– Si quiere acompañarme… -dijo Mooney, dirigiéndose a la puerta.
– Sólo por curiosidad -dijo Hagen, sin levantarse de la silla-. He oído hablar de Harvey Pattenden. Creo que trabajó con Robert Goodard.
– Sí, el doctor Pattenden inventó varios de nuestros primeros cohetes.
– Pero no conozco a Leonard Hudson.
– Un hombre muy brillante -dijo Mooney-. Fue el precursor: diseñó la mayoría de nuestras naves espaciales años antes de que fuesen construidas y enviadas. Si no hubiese muerto en la flor de su juventud, es imposible saber lo que habría logrado.
– ¿Cómo murió?
– En un accidente de una avioneta. Volaba para asistir a un seminario en Seattle con el doctor Gunnar Eriksen cuando su avión estalló en el aire y cayó al río Columbia.
– ¿Quién era Eriksen?
– Un gran pensador. Tal vez el más brillante astrofísico que haya producido nunca el país.
Un ligero timbre de alarma sonó en la mente de Hagen.
– ¿Tenía alguna especializaron concreta?
– Sí, la morfología sinóptica geolunar para una población industrializada.
– ¿Podría traducírmelo?
– Desde luego -Mooney se echó a reír-. Eriksen estaba obsesionado por la idea de establecer una colonia en la Luna.
Al mismo tiempo, las dos de la mañana hora de Moscú, cuatro hombres estaban agrupados alrededor de una chimenea que calentaba un saloncito en el interior del Kremlin. La habitación estaba débilmente iluminada, y el ambiente, cargado. El humo de los cigarrillos se mezclaba con el de un solo cigarro.
El presidente soviético, Georgi Antonov, contemplaba pensativamente las ondulantes llamas. Después de una cena ligera, se había quitado la chaqueta y la había sustituido por un viejo suéter de pescador. Se había descalzado, conservando los calcetines, y apoyaba los pies en una otomana bordada.
Vladimir Polevoi, jefe del Comité de Seguridad del Estado, y Sergei Kornilov, jefe del programa espacial soviético, vestían trajes oscuros de lana, hechos a medida en Londres, mientras el general Yasenin lucía su uniforme lleno de medallas.
Polevoi dejó el informe y las fotografías sobre una mesa baja y sacudió, perplejo, la cabeza.
– No sé cómo pudieron hacer esto en el más absoluto secreto.
– Un adelanto tan extraordinario parece inconcebible -convino Kornilov-. Yo no lo creeré hasta que vea más pruebas.
– La prueba evidente está en las fotografías -dijo Yasenin-. El informe de Rykov no deja lugar a dudas. Estudien los detalles. Las dos figuras plantadas en la Luna son reales. No es una ilusión proyectada por las sombras o creada por un defecto del sistema de exploración. Existen.
– Los trajes espaciales son distintos de los empleados por los astronautas americanos -replicó Kornilov-. Los cascos son también diferentes.
– No discutiré sobre minucias -dijo Yasenin-. Pero el arma que llevan en las manos es inconfundible. Puedo identificarla sin la menor duda como un lanzador de misiles tierra-aire, de fabricación americana.
– Entonces, ¿dónde está su nave espacial? -insistió Kornilov-. ¿Dónde está su vehículo lunar? No pudieron materializarse sin venir de ninguna parte.
– Comparto sus dudas -dijo Polevoi-. Es absolutamente imposible que los americanos pusiesen hombres y suministros en la Luna sin que se enterase nuestra red de información. Nuestras estaciones de seguimiento habrían detectado cualquier movimiento extraño en el espacio.
– Todavía más extraño -dijo Antonov- es por qué no han anunciado nunca los americanos una hazaña tan extraordinaria. ¿Qué ganan con mantenerla en secreto?
Kornilov asintió ligeramente con la cabeza.
– Mayor razón para poner en tela de juicio el informe de Rykov.
– Olvidan ustedes un hecho importante -dijo Yasenin en tono pausado-. El Selenos 4 desapareció inmediatamente después de grabar las figuras en las fotografías. Yo digo que nuestra sonda espacial fue dañada por el fuego del cohete que penetró en el casco, anuló la presión de la cápsula y mató a nuestros cosmonautas.
Polevoi le miró, sorprendido.
– ¿Qué cosmonautas?
Yasenin y Kornilov intercambiaron miradas perplejas.
– Hay algunas cosas que ni siquiera son conocidas por la KGB -dijo el general.
Polevoi miró fijamente a Kornilov.
– ¿Selenos 4 era una sonda tripulada?
– Lo mismo que Selenos 5 y 6. Cada nave llevaba tres hombres a bordo.
Se volvió a Antonov, que fumaba tranquilamente un cigarro habano.
– ¿Lo sabía usted?
Antonov asintió con la cabeza.
– Sí, me informaron. Pero debe recordar, Vladimir, que no todos los asuntos referentes al espacio son de incumbencia de la seguridad del Estado.
– Ninguno de ustedes dudó ni un instante en acudir a mí cuando su preciosa sonda lunar cayó y desapareció en las Indias Occidentales -dijo, irritado, Polevoi.
– Una circunstancia imprevista -explicó pacientemente Yasenin-. Después de su viaje a la Luna, no pudo establecerse control para el regreso de Selenos 4 a la atmósfera. Los ingenieros de nuestro mando espacial la dieron por perdida como sonda lunar. Después de estar en órbita casi un año y medio, se hizo otro intento para establecer el control. Esta vez los sistemas de guía respondieron, pero la maniobra de regreso tuvo solamente un éxito parcial. Selenos 4 cayó a diez mil millas de su zona de aterrizaje. Era imperativo mantener secretas las muertes de nuestros héroes cosmonautas. Naturalmente, se requirieron los servicios de la KGB.
– ¿Cuántos son en total los cosmonautas perdidos? -preguntó Polevoi.
– Hay que hacer sacrificios para asegurar el destino soviético -murmuró filosóficamente Antonov.
– Y encubrir los fallos de nuestro programa espacial -dijo Polevoi.
– No discutamos -dijo Antonov-. Selenos 4 prestó un gran servicio antes de caer en el mar Caribe.
– Donde todavía no ha sido encontrado -añadió Polevoi.
– Cierto -dijo Yasenin-. Pero obtuvimos los datos de la superficie lunar. Ése era el objetivo principal de la misión.
– ¿Cree usted que los sistemas americanos de vigilancia espacial siguieron su descenso y señalaron el lugar de su caída? Si se propusieron rescatar Selenos 4, deben tenerlo ya oculto en sitio seguro.
– Desde luego que siguieron la trayectoria de descenso -dijo Yasenin-. Pero sus analistas del servicio de información no tenían motivos para creer que Selenos 4 fuese algo más que una sonda espacial científica, programada para caer en aguas cubanas.
– Hay un fallo en su cuidadosa argumentación -dijo Polevoi-. Las fuerzas de rescate de los Estados Unidos realizaron una búsqueda exhaustiva por aire y por mar del desaparecido capitalista Raymond LeBaron en la misma zona general donde sólo pocos días antes había caído Selenos 4. Tengo la fuerte sospecha de que esta búsqueda es un pretexto para encontrar y recoger nuestra nave espacial.
– He leído su informe y su análisis sobre la desaparición de LeBaron -dijo Kornilov-. No estoy de acuerdo con su conclusión. No he visto en parte alguna que realizasen una búsqueda submarina. La misión de rescate fue pronto abandonada. LeBaron y sus compañeros todavía figuran como desaparecidos en la prensa americana y se presume que están muertos. Aquel suceso fue pura coincidencia.
– Entonces, todos estamos de acuerdo en que Selenos 4 y sus cosmonautas yacen en alguna parte del fondo del mar -Antonov hizo una pausa para expeler un anillo de humo-. La cuestión con que nos enfrentamos ahora es: ¿reconocemos la probabilidad de que los americanos hayan establecido una base en la Luna? Y si es así, ¿qué tenemos que hacer?
– Yo creo que la probabilidad existe -aseguró Yasenin, con convicción.
– No podemos ignorar la posibilidad -concedió Polevoi.
Antonov miró fijamente a Kornilov.
– ¿Qué dice usted, Sergei?
– Selenos 8, nuestra primera nave lunar tripulada que debe alunizar, tiene fijado su lanzamiento para dentro de siete días -respondió lentamente Kornilov-. No podemos anular la misión, como hicimos cuando se nos adelantaron los americanos con su programa Apolo. Como nuestros líderes no consideraron glorioso que fuésemos la segunda nación que pusiera hombres en la Luna, metimos el rabo entre las patas y abandonamos. Fue un gran error colocar la ideología política por encima de los logros científicos. Ahora tenemos un vehículo pesado capaz de colocar toda una estación espacial, con una tripulación de ocho hombres, sobre suelo lunar. Los beneficios, en términos de propaganda y de ventajas militares, son inconmensurables. Si nuestra meta última es conseguir una ventaja permanente en el espacio y llegar antes que los americanos a Marte, debemos seguir adelante. Propongo programar los sistemas de guía de Selenos 8 de manera que alunice a poca distancia del lugar donde se hallaban los astronautas en el cráter, y que nuestros hombres los eliminen.
– Estoy totalmente de acuerdo con Kornilov -dijo Yasenin-. Los hechos hablan por sí solos. Los americanos han emprendido activamente una agresión imperialista en el espacio. Las fotografías que hemos estudiado demuestran que han destruido ya una de nuestras naves espaciales y asesinado a su tripulación. Y estoy convencido de que los cosmonautas de Selenos 5 y 6 tuvieron el mismo fin. Los americanos han extendido sus planes imperialistas hasta la Luna, para reclamarla como propia. La prueba es inequívoca. Nuestros cosmonautas serán atacados y asesinados cuando intenten plantar la estrella roja en suelo lunar.
Hubo una prolongada pausa. Nadie decía lo que pensaba.
Polevoi fue el primero en romper el pensativo silencio.
– Así, usted y Kornilov proponen que ataquemos primero.
– Sí -dijo acaloradamente Yasenin-. Sería algo caído del cielo. Capturando la base lunar americana y su tecnología científica intacta, adelantaríamos en diez años nuestro propio programa espacial.
– La Casa Blanca montaría seguramente una campaña de propaganda y nos condenaría ante los ojos del mundo como hizo con el incidente del vuelo KAL 007 -protestó Polevoi.
– No dirán nada -le aseguró Yasenin-. ¿Cómo podrían anunciar la captura de algo que no se sabe que exista?
– El general tiene razón -dijo Antonov.