– Bien. Si aceptamos la teoría de que los tres cuerpos procedían de una de las naves espaciales Selenos, ¿dónde aterrizó ésta? Ciertamente no por su rumbo acostumbrado, de regreso a la Tierra, sobre las estepas de Kazakhstán.
– Yo presumo que sería en algún lugar de o alrededor de Cuba.
– Cuba -el presidente pronunció despacio las dos sílabas. Después sacudió la cabeza-. Los rusos no permitirían jamás que sus héroes nacionales, vivos o muertos, fuesen empleados para algún fantástico plan secreto.
– Tal vez no lo saben.
El presidente miró a Emmett.
– ¿Que no lo saben?
– Digamos, como hipótesis, que su nave espacial funcionó mal y cayó en o cerca de Cuba. Aproximadamente al mismo tiempo, aparecen Raymond LeBaron y su dirigible buscando un barco que llevaba un tesoro, y son capturados. Entonces, por alguna razón desconocida, los cubanos cambian a LeBaron y sus compañeros por los cadáveres de los cosmonautas y envían el dirigible hacia Florida.
– ¿Se da cuenta de lo ridículo que parece todo esto?
Emmett se echó a reír.
– Desde luego, pero considerando lo que sabemos, es lo mejor que podemos imaginar.
El presidente se echó atrás en su sillón y contempló el adornado techo.
– Mire, puede que haya dado con un filón.
Una expresión perpleja se pintó en el semblante de Emmett.
– ¿Cómo es eso?
– Consideremos el asunto. Supongamos, sólo supongamos, que Fidel Castro está tratando de decirnos algo.
– Eligió una manera muy rara de enviarnos una señal.
El presidente tomó una pluma y empezó a garabatear en un bloc.
– A Fidel nunca le han gustado las sutilezas diplomáticas.
– ¿Quiere que continúe la investigación? -preguntó Emmett.
– No -respondió rotundamente el presidente.
– ¿Insiste en mantener a oscuras al FBI?
– No es un asunto interior de competencia del Departamento de Justicia, Sam. Le agradezco su ayuda, pero ya la ha llevado lo más lejos que podía.
Emmett cerró su carpeta y se puso en pie.
– ¿Puedo hacerle una pregunta delicada?
– Hágala.
– Ahora que hemos establecido la posibilidad, por remota que sea, de un secuestro de Raymond LeBaron por cubanos, ¿por qué se guarda la información el presidente de los Estados Unidos y prohibe que sus agencias investigadoras sigan la pista?
– Una buena pregunta, Sam. Tal vez dentro de pocos días sabremos ambos la respuesta.
Momentos después de haber salido Emmett del Salón Oval, el presidente se volvió en su sillón giratorio y miró por la ventana. Tenía la boca seca y el sudor empapaba sus axilas. Le había asaltado el presentimiento de que había una relación entre la Jersey Colony y el desastre de la sonda lunar soviética.
Ira Hagen detuvo su coche alquilado ante la puerta de seguridad y mostró un documento de identidad oficial. El guardia hizo una llamada telefónica al centro de visitantes del Laboratorio Nacional de Física Harvey Pattenden y después indicó a Hagen que podía pasar.
Éste subió por el paseo y encontró un espacio vacío en una amplia zona de aparcamiento llena de coches. En el jardín que rodeaba el laboratorio había bosquecillos de pinos y rocas musgosas plantadas en medio de ondulados montículos herbosos. El edificio era típico de los centros tecnológicos que habían crecido como hongos en todo el país. Arquitectura contemporánea, con mucho cristal y paredes de ladrillo de esquinas redondeadas.
Una atractiva recepcionista, sentada detrás de una mesa en forma de herradura, levantó la cabeza y sonrió al verle entrar en el vestíbulo.
– ¿En qué puedo servirle?
– Soy Thomas Judge y deseo ver al doctor Mooney.
Ella cumplió una vez más la rutina del teléfono y asintió con la cabeza.
– Sí, señor Judge. Tenga la bondad de entrar en el centro de seguridad, a mi espalda. Ellos le acompañarán desde allí.
– Antes de entrar, ¿me puede indicar dónde está el lavabo, por favor?
– Desde luego -dijo ella, señalando-. La puerta de la derecha, debajo del mural.
Hagen le dio las gracias y pasó por debajo de una enorme pintura de una nave espacial futurista volando entre dos planetas de un verdeazul espectral. Entró en un excusado, cerró la puerta y se sentó en el water. Abriendo una cartera, sacó un bloc de papel amarillo oficial y lo abrió por la mitad. Después, escribiendo en la parte de arriba del dorso de una hoja, tomó una serie de enigmáticas notas y dibujó unos esquemas sobre los sistemas de seguridad que había observado desde que había entrado en el edificio. Un buen agente secreto no pondría nunca nada por escrito, pero Hagen podía permitírselo, sabiendo que el presidente saldría fiador de él si era descubierto.
Pocos minutos más tarde, salió del lavabo y entró en una habitación encristalada donde había cuatro guardias uniformados, que observaban una serie de veinte pantallas de televisión instaladas en una misma pared. Uno de los guardias se levantó de una consola y se acercó a la ventanilla.
– ¿Señor?
– Tengo una cita con el doctor Mooney.
El guardia repasó una lista de visitantes.
– Sí, señor; usted debe ser Thomas Judge. Por favor, ¿puede mostrarme algún documento de identidad?
Hagen le mostró su permiso de conducir y su tarjeta de identidad. Entonces, el guardia le pidió cortésmente que abriese la cartera. Después de un rápido examen, le indicó en silencio que cerrase la cartera, le pidió que firmase en una hoja de «entrada y salida» y le dio una tarjeta de plástico para que la prendiese en el bolsillo superior de su chaqueta.
– El despacho del doctor Mooney está al fondo de aquel pasillo.
Ya en el corredor, Hagen se detuvo para ponerse las gafas y mirar dos placas de bronce que había en la pared. Cada una de ellas tenía el perfil en relieve de un hombre. Una estaba dedicada al Dr. Harvey Pattenden, fundador del laboratorio, y daba una breve descripción de sus logros en el campo de la física. Pero fue la otra placa la que intrigó a Hagen. Decía así:
A la memoria del Dr. Leonard Hudson
1926-1965
Su genio creador inspiró
a todos los que le siguieron.
No muy original, pensó Hagen. Pero tenía que reconocer el mérito de Hudson al representar el papel de muerto hasta en el último detalle.
Entró en la antesala y sonrió afectuosamente a la secretaria, una afectada mujer entrada en años que vestía un traje azul marino de corte varonil.
– Señor Judge -dijo-, tenga la bondad de entrar. El doctor Mooney le está esperando.
– Gracias.
Eral J. Mooney tenía treinta y seis años, más joven de lo que había presumido Hagen al estudiar una ficha con el historial del doctor. Sus antecedentes se parecían extraordinariamente a los de Hudson; la misma inteligencia brillante, las mismas brillantes calificaciones académicas, incluso la misma universidad. Un muchacho gordo que había adelgazado y se había convertido en director del Laboratorio Pattenden. Tenía los ojos verdes bajo las tupidas cejas y sobre un bigote a lo Pancho Villa. Descuidadamente vestido con un suéter blanco y unos pantalones vaqueros azules, parecía estar muy lejos del rigor intelectual.
Salió de detrás de la mesa, llena de papeles, libretas y botellas vacías de Pepsi y estrechó la mano de Hagen.
– Siéntese, señor Judge, y dígame en qué puedo servirle.
Hagen se sentó en una silla y dijo:
– Como ya le indiqué por teléfono, pertenezco a la Oficina General de Cuentas, y una comisión del Congreso nos ha pedido que revisemos sus sistemas de contabilidad y sus gastos de investigación.
– ¿Quién ha sido el congresista que ha hecho la petición?
– El senador Henry Kaltenbach.
– Espero que no crea que el Laboratorio Pattenden está comprometido en algún fraude -dijo Mooney, a la defensiva.
– En absoluto. Pero ya conoce la fama que tiene el senador de perseguidor del mal empleo de fondos del Gobierno. Su caza de brujas fue una buena propaganda en su campaña electoral. Confidencialmente, le diré que muchos de nosotros quisiéramos que se cayese en un pozo y dejase de enviarnos a perseguir fantasmas. Sin embargo, debo reconocer, para ser justo con el senador, que hemos encontrado discrepancias en otros depósitos de cerebros.
Mooney se apresuró a corregirle.
– Preferimos considerarnos un centro de investigación.
– Desde luego. De todos modos, sólo inspeccionamos algunas partidas al azar.
– Debe comprender que nuestro trabajo es sumamente secreto.
– El diseño de cohetes nucleares y de armas nucleares perfeccionadas cuyo poder se centra en estrechas radiaciones que viajan a la velocidad de la luz y pueden destruir objetivos en el espacio exterior.
Mooney miró curiosamente a Hagen.
– Está usted muy bien informado. Hagen se encogió de hombros.
– Es una descripción muy general que me hizo mi superior.
Yo soy contable, doctor, no físico. Mi mente no puede funcionar en el campo de las cosas abstractas. En el Instituto, me catearon en cálculo. Sus secretos no corren peligro. Mi trabajo es ayudar a que el contribuyente vea recompensado su dinero con los programas sufragados por el Gobierno.
– ¿Cómo puedo ayudarle?
– Me gustaría hablar con su interventor y con empleados de administración. También con el personal que cuida de los registros financieros. Mi equipo de inspección llegará de Washington dentro de dos semanas. Me agradaría que pudiéramos hablar en algún lugar reservado, preferiblemente cerca de donde se guardan los registros.
– Tendrá toda nuestra colaboración. Naturalmente, deberé tener garantías de seguridad en lo que respecta a usted y a su equipo.
– Naturalmente.
– Le acompañaré y le presentaré a nuestro personal de intervención y contabilidad.
– Otra cosa -dijo Hagen-. ¿Permiten horas extraordinarias?
Mooney sonrió.
– A diferencia de los oficinistas que trabajan de nueve a cinco, los físicos y los ingenieros no tenemos un horario fijo. Muchos de nosotros trabajamos todo el día. Con frecuencia, yo lo he hecho treinta horas seguidas. También ayuda a escalonar el tiempo en nuestros ordenadores.
– ¿Sería posible que hiciese una pequeña comprobación preliminar desde ahora hasta, digamos, las diez de esta noche?
– No creo que haya nada que lo impida -dijo amablemente Mooney-. Tenemos una cafetería abierta toda la noche en la planta baja, por si quiere tomar un bocado. Y siempre encontrará un guardia que le indique las direcciones.