»-Debéis navegar a la morada de Hades y hablar con aquellos que están muertos. Ellos te guiarán en la comprensión de la muerte. Después continuarás con tu travesía, pero no hagas caso del canto de las sirenas porque intentarán atraerte a ti y a tus hombres para que os estrelléis contra las rocas de sus islas. Tapa tus oídos y los de tus compañeros con cera blanda para no escuchar sus seductoras canciones. Una vez libre de la tentación de las sirenas, navegarás por delante de unas peñas prominentes que los dioses llaman Rocas Errantes. Nada, ni siquiera un pájaro, puede pasar por encima de ellas. Ninguna nave excepto una ha conseguido doblarlas, porque las tempestades se llevan las embarcaciones y los cuerpos de los hombres.
»-¿Cuál es la nave que consiguió pasar? -pregunté.
»-La nave del famoso Jasón y los argonautas.
»-¿Encontraron después la mar calma?
»Circe sacudió la cabeza.
»-Al lado opuesto hay dos escollos que se elevan hasta el cielo y que ningún hombre mortal podría subir, pues la roca es tan lisa que parece pulimentada. En medio de los escollos hay una caverna, donde mora Escila, un monstruo perverso a quien nadie se alegrará de ver. Tiene doce pies, todos deformes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con una horrible cabeza en cuya boca hay tres hileras de abundantes y apretados dientes, que pueden matar a un humano en un instante. Vigila porque Escila bien puede arrebatar con sus cabezas a tus tripulantes. Remad muy rápido, o todos vosotros moriréis. Después deberéis pasar por las aguas donde acecha Caribdis, un enorme remolino que arrastrará tu nave a las profundidades. Pasa por allí cuando esté dormido.
»Nos despedimos de Circe con lágrimas en los ojos, ocupamos nuestros lugares en la nave y comenzamos a remar rápidamente con todas nuestras fuerzas.
– ¿Es cierto que navegasteis al mundo de los muertos? -preguntó la bella esposa del rey Alcínoo, con el rostro pálido.
– Sí, seguí las indicaciones de Circe y navegamos hacia el Hades y el horrible mundo de los muertos. Al cabo de cinco días nos encontramos envueltos en una densa niebla cuando entramos en las aguas del río Océano que fluye junto al fin del mundo. El cielo había desaparecido y entramos en una perpetua oscuridad donde nunca penetran los rayos del sol. Atracamos la nave. Desembarqué solo y caminé envuelto en una luz siniestra hasta que llegué a una enorme caverna en la ladera de una montaña. Luego me senté a esperar.
»Muy pronto comenzaron a reunirse los espíritus, que proferían terribles gemidos quejumbrosos. Casi había perdido los sentidos cuando apareció mi madre. Yo no sabía que había muerto, porque la dejé con vida cuando partí para Ilión.
»-Hijo mío -murmuró-, ¿por qué has venido al mundo de las tinieblas cuando todavía estás vivo? Aún tienes que llegar a tu hogar en Ítaca.
»Le relaté con lágrimas en los ojos la pesadilla de mis viajes y la terrible pérdida de mis guerreros en la travesía de regreso desde Ilión.
»-Morí de tristeza al creer en que no volvería a ver a mi hijo nunca más.
»Lloré al escuchar sus palabras e intenté abrazarla, pero era como una nube y mis brazos se cerraron en torno al vacío.
»Los muertos llegaron en gran número, hombres y mujeres a quienes había conocido y respetado. Llegaron, me reconocieron y me saludaron con un gesto antes de volver a la caverna. Me sorprendí al ver a mi viejo camarada, el rey Agamenón, nuestro comandante en Troya.
»-¿Te sorprendió la muerte en el mar? -le pregunté.
»-No. Me atacaron mi esposa y su amante, con una banda de traidores. Luché con bravura, pero sucumbí ante la superioridad numérica. También asesinaron a Casandra, la hija de Príamo.
»Entonces se presentó Aquiles con Patroclo y Áyax, quienes preguntaron por sus familias, pero no pude decirles nada. Hablamos de los viejos tiempos, hasta que ellos también regresaron al mundo subterráneo. Los fantasmas de otros amigos y guerreros estaban a mi lado, y cada uno contaba su melancólico relato.
»Había visto a tantos muertos que mi corazón rebosaba de tristeza. Cuando ya no pude aguantar más, abandoné aquel lúgubre lugar y volví a mi nave. Sin mirar atrás navegamos entre la niebla y pusimos rumbo hacia la isla de las sirenas.
– ¿Pudiste pasar por la islas de las sirenas sin angustias? -preguntó el rey.
– Lo hicimos. Pero, antes de intentar el desafío, cogí un gran trozo de cera blanda y lo corté en trozos muy pequeños con mi espada. Después amasé los trozos hasta que se ablandaron y los utilicé para tapar los oídos de mi tripulación. Les ordené que me ataran al mástil y que no hicieran caso de mis súplicas para cambiar de rumbo porque si lo hacían acabaríamos estrellados contra las rocas.
»Las sirenas comenzaron a entonar su canto seductor en cuanto vieron que nuestra embarcación pasaba por delante de su isla.
»-Acércate y escucha nuestra dulce canción, famoso Ulises. Escucha nuestra melodía y ven a nuestros brazos, para disfrutar y convertirte en más sabio.
»La música y el sonido de sus voces era tan arrobador que supliqué a mis hombres que cambiaran de rumbo, pero ellos me sujetaron todavía con más fuerza al mástil y remaron con gran vigor hasta que ya no se oía el canto de las sirenas. Sólo entonces se quitaron los tapones de cera de los oídos y me desataron del mástil.
»Una vez pasada la isla rocosa nos encontramos con grandes olas y el tremendo rugido del mar. Exhorté a mis hombres que se esforzaran en los remos mientras guiaba la nave entre la turbulencia. No les hablé del terrible monstruo Escila, o habrían dejado de remar para ir a acurrucarse en la bodega. Llegamos al estrecho entre las rocas y entramos en las turbulentas aguas de Caribdis y comenzamos a dar vueltas. Era como si estuviéramos soportando un ciclón en el interior de un caldero. Mientras esperábamos que el siguiente momento fuera el último, Escila nos atacó desde lo alto, y sus cabezas viperinas se llevaron a seis de mis mejores guerreros. Escuché sus terribles gritos mientras se elevaban por los aires, aplastados por las mandíbulas dotadas de afilados dientes, con los brazos extendidos hacia mí en un gesto de espantosa agonía mientras gritaban aterrorizados. Fue la más espantosa de las visiones que presencié durante aquel horrible viaje.
»Cuando conseguimos escapar, los relámpagos comenzaron a iluminar el cielo. Un rayo cayó sobre la nave, y la llenó con el olor del azufre. La tremenda descarga convirtió la nave en astillas y la tripulación cayó en las enfurecidas aguas, donde se ahogaron rápidamente.
»Conseguí encontrar un trozo de mástil con un largo cordón de cuero enrollado en la madera, que utilicé para atar mi cintura a un resto del casco. Montado en la improvisada balsa, me vi arrastrado al mar y vagué sin rumbo allí donde el viento y la corriente quisieron llevarme. Nueve días más tarde, ya más muerto que vivo, mi balsa embarrancó en la isla de Ogigia, donde vive Calipso, una mujer de extraordinaria belleza e inteligencia. Cuatro de sus súbditos me encontraron en la playa y me llevaron a su palacio, donde me acogió y cuidó hasta que recuperé del todo mi salud.
»Viví feliz durante un tiempo en Ogigia, amorosamente cuidado por Calipso, que dormía a mi lado. Coqueteábamos en un fabuloso jardín con cuatro fuentes con surtidores que lanzaban sus chorros en direcciones opuestas. Grandes bosques, donde volaban entre las ramas bandadas de aves multicolores, abundaban por toda la isla. Arroyuelos de agua cristalina serpenteaban por los campos limitados por las vides.
– ¿Por cuánto tiempo estuviste con Calipso? -quiso saber el rey.
– Siete largos meses.
– ¿Por qué no buscaste una nave y te fuiste? -preguntó la reina.
– Porque no había ninguna nave en toda la isla -repuso Ulises.
– Entonces, ¿cómo reanudaste el viaje?
– La bondadosa Calipso conocía mi pena. Me despertó una mañana y me habló de su deseo de que regresara a mi hogar. Me ofreció las herramientas, me acompañó al bosque y me ayudó a cortar la madera para construir una embarcación marinera. Cosió las velas, hechas con pieles de vaca, y abasteció la nave con agua y comida. Al cabo de cinco días, ya estaba preparado para zarpar. Me apené mucho al ver su tristeza por tener que dejarme marchar. Era una mujer entre todas las mujeres, una a la que todos los hombres desean. Si no hubiese querido tanto a Penélope, me habría quedado gustosamente. -Ulises hizo una pausa, y las lágrimas asomaron a sus ojos-. Temía que hubiese muerto de pena tras mi partida.
– ¿Qué le sucedió a tu embarcación? -quiso saber Nausícaa-. Habías naufragado cuando te encontramos.
– Diecisiete días de calma acabaron bruscamente. Una violenta tempestad con fuertes lluvias y un viento feroz arrancó la vela. A este desastre lo siguió una violenta marejada que castigó mi frágil embarcación hasta el punto de que apenas si conseguía mantenerse a flote. Fui a la deriva durante dos días antes de acabar en tus orillas, donde tú, dulce y hermosa Nausícaa, me encontraste. -Ulises guardó silencio un momento antes de añadir-: Aquí acaba mi relato de sufrimientos y desgracias.
Todos los presentes en el palacio permanecieron embelesados durante un rato por el increíble relato de Ulises. Después, el rey Alcínoo se levantó para dirigirse a su huésped.
– Nos sentimos honrados de tener a tan distinguido invitado entre nosotros y tenemos una gran deuda contigo por habernos entretenido de una manera absolutamente maravillosa. Por lo tanto, como muestra de nuestro gran aprecio, la más veloz de nuestras naves y nuestra mejor tripulación son tuyas para que te lleven a tu hogar en Ítaca.
Ulises expresó su gratitud, y se mostró abrumado ante tanta generosidad. Pero estaba ansioso por ponerse en marcha.
– Te doy las gracias a ti, mi buen rey Alcínoo, a la graciosa reina Arete, y a vuestra bondadosa hija Nausícaa, por todo lo que habéis hecho por mí. Os deseo que seáis felices en vuestro hogar y que sigáis contando con el favor de los dioses.
Luego Ulises salió del palacio y fue escoltado hasta la nave. Con el mar en calma y buenos vientos, Ulises llegó finalmente a su reino en la isla de Ítaca, donde se reunió con su hijo Telémaco. Allí encontró también a su esposa Penélope asediada por los pretendientes, y los mató a todos.
Así acaba el relato de la Odisea, una historia épica que ha perdurado a lo largo de los siglos y ha avivado la imaginación y el asombro de todos aquellos que la han leído o escuchado. Excepto que no es del todo verídica, o al menos sólo una parte de ella es cierta. Porque Homero no era griego. Tampoco la Ilíada o la Odisea tuvieron lugar donde las sitúan las leyendas.