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Decidió que debía aprovechar la ventaja y atacar primero. Llamó a un viejo compañero de la universidad que tenía una empresa de relaciones públicas en Washington, y le ofreció su versión de la aventura, sin ocultar los méritos de la NUMA y los hombres que habían realizado el remolque, ni olvidarse tampoco de mencionar el heroísmo de Emlyn Brown y el personal de mantenimiento. Así y todo, la descripción que hizo de cómo había manejado la crisis no fue precisamente modesta.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, colgó el teléfono, entrelazó las manos detrás de la nuca y sonrió como el famoso gato de Cheshire. Estaba seguro de que Specter intentaría rebatir su versión, pero en cuanto los medios publicaran la historia junto con las entrevistas a los huéspedes, cualquier réplica serviría de muy poco.

Se bebió otra copa de champán y no tardó en dormirse.

– Dios, nos hemos librado por los pelos -dijo Barnum en voz baja.

– Buen trabajo, Paul -lo felicitó Pitt, que acompañó sus palabras con una palmada en la espalda.

– La velocidad es de dos nudos -gritó Maverick desde la galería del puente a la multitud que vitoreaba en la cubierta.

Había dejado de llover y las olas no llegaban a una altura de tres metros. El huracán Lizzie, al parecer aburrido de amenazar y hundir a las embarcaciones que había encontrado a su paso, descargaba en ese momento su furia en las ciudades y pueblos de la República Dominicana y la vecina Haití. La mayor parte de la población dominicana había sobrevivido a los terribles vientos huyendo al interior del país, y refugiándose en los bosques. El número de muertos no llegaba a los trescientos.

Pero los haitianos, cuyo país es el más pobre de todo el hemisferio occidental, habían talado los árboles para construir sus míseras viviendas y tener leña. Las endebles casuchas no podían protegerlos, y la consecuencia fue que habían muerto casi tres mil antes de que el huracán Lizzie acabara de cruzar la isla y volviera a mar abierto.

– Tendría que darte vergüenza, capitán -dijo Pitt, burlón.

Barnum lo miró desconcertado. Estaba tan agotado física y mentalmente que a duras penas consiguió replicar:

– ¿A qué te refieres?

– Eres el único de la tripulación que no lleva el chaleco salvavidas.

El capitán se miró el chubasquero amarillo y sonrió.

– Tenía tantas cosas en la cabeza que se me olvidó. -Se volvió hacia el puente y habló a través del micrófono-: Señor Maverick…

– ¿Señor?

– El barco es suyo. Tiene el mando.

– Sí, capitán, el puente tiene el mando.

– Bien, caballeros, hoy habéis salvado unas cuantas vidas -dijo Barnum a Pitt y Giordino-. Ha sido un acto de auténtico heroísmo traer los cables hasta el Sea Sprite .

Las expresiones de Pitt y Giordino reflejaron el embarazo que les producía la alabanza. Pitt fue el primero en reaccionar.

– En realidad, no fue nada extraordinario -replicó con un tono divertido-. Otra más de nuestras muchas hazañas.

Barnum no se dejó engañar por la réplica. Conocía a los dos hombres lo bastante bien como para saber que preferirían morir antes que vanagloriarse de lo que habían hecho.

– Allá vosotros si queréis quitaros méritos, pero insisto en que habéis hecho un trabajo de primera. Bueno, basta de charla. Vayamos al puente. No me vendría mal una taza de café.

– ¿No tienes algo más fuerte? -preguntó Giordino.

– Creo que te podré complacer. Me hice con una botella de ron de mi cuñado la última vez que estuvimos en puerto.

– ¿Se puede saber cuándo te casaste? -dijo Pitt.

Barnum se limitó a sonreír como única respuesta y caminó hacia la escalerilla que conducía al puente.

Antes de tomarse su bien merecido descanso, Pitt entró en la sala de comunicaciones y le pidió a Jar que llamara a Dirk y Summer. Después de intentarlo varias veces, Jar sacudió la cabeza.

– Lo siento, señor Pitt. No responden.

– Eso no me hace ninguna gracia -dijo Pitt pensativamente.

– Será consecuencia de algún problema de menor importancia -comentó Jar, sin perder el optimismo-. Es probable que la tormenta estropeara las antenas.

– Confiemos en que eso sea todo.

Pitt fue hasta el camarote del capitán. Barnum y Giordino estaban bebiendo una copa de ron Gosling.

– No hay comunicación con el Pisces -les dijo.

Barnum y Giordino intercambiaron una mirada de preocupación. El tono festivo desapareció en el acto. Después Giordino procuró tranquilizar a Pitt.

– El habitáculo está construido como un tanque. Joe Zavala y yo lo diseñamos. Tiene todos los sistemas de seguridad posibles. Es imposible perforar el casco, y mucho menos a una profundidad de quince metros. Lo construimos para que resistiera a una profundidad de ciento cincuenta.

– Te olvidas de las olas de treinta metros -señaló Pitt-. El Pisces quizá quedó al aire con el paso de un seno, y luego pudo verse arrancado de sus pilotes por la siguiente ola y acabar lanzado contra las rocas. Un impacto de esas características podría romper fácilmente la ventana.

– Es posible -admitió Giordino-, pero no probable. Mandé que hicieran la ventana con un plástico reforzado capaz de resistir el impacto directo de un proyectil de mortero.

Sonó el teléfono de Barnum; era Jar, desde la sala de comunicaciones. El capitán escuchó el mensaje y colgó.

– Hemos recibido un mensaje del capitán de uno de los remolcadores del Ocean Wanderer . Acaban de salir del puerto y esperan estar aquí dentro de hora y media.

Pitt se acercó a la mesa de cartas y cogió las reglas. Midió la distancia entre su actual posición y la equis que marcaba en la carta la posición del Pisces .

– Una hora y media para la llegada de los remolcadores -manifestó con un tono pensativo-. Otra media hora para soltar los cables y ponernos en marcha. Después otras dos horas hasta el habitáculo, quizá menos si navegamos a toda máquina. En total poco más de cuatro horas para llegar al sitio. Rezo a Dios por que los chicos estén bien.

– Hablas como el padre de una hija quinceañera que no ha vuelto a casa pasada la medianoche -comentó Giordino, en un intento por aliviar los temores de Pitt.

– Estoy de acuerdo -dijo Barnum-. El arrecife de coral tuvo que protegerlos de lo peor de la tormenta.

Pitt no acababa de convencerse. Comenzó a pasearse por el camarote.

– Espero que estéis en lo cierto -opinó en voz baja-, pero las próximas horas serán las más largas de mi vida.

Summer se tendió en la colchoneta de la litera que había colocado en la pared del habitáculo ahora convertida en suelo. Respiraba lentamente, procurando no hacer ningún esfuerzo para ahorrar el máximo de aire. Miraba a través de la ventana los brillantes peces de colores que habían reaparecido después de la tormenta y que ahora nadaban alrededor del habitáculo y observaban con curiosidad a las criaturas que se encontraban en el interior. Por mucho que lo intentara, no podía evitar preguntarse si aquella sería su última visión antes de morir por asfixia.

Dirk se estrujaba el cerebro intentando encontrar una vía de escape. No la había. Utilizar la botella de aire que les quedaba para llegar a la superficie no era una idea práctica. Aun cuando encontrara la manera de abrir la salida principal, algo dudoso aunque hubiese tenido un martillo neumático, la presión del agua a una profundidad de cuarenta metros era de cuatro kilos por centímetro cuadrado. Entraría en el habitáculo con la fuerza de un cañonazo y los aplastaría contra la pared.

– ¿Cuánto aire nos queda? -preguntó Summer en voz baja.

Dirk echó una ojeada a los indicadores.

– Dos horas, quizá algunos minutos más.

– ¿Qué ha pasado con el Sea Sprite ? ¿Por qué Paul no ha venido a buscarnos?

– Es probable que el barco ya esté aquí -respondió Dirk, sin mucha convicción-. Nos estarán buscando, solo que todavía no saben que estamos metidos en el fondo de un cañón.

– ¿Crees que el huracán lo envió a pique?

– No hay huracán capaz de hundir al Sea Sprite -afirmó Dirk.

Permanecieron en silencio mientras Dirk intentaba de nuevo reparar el equipo de radio averiado, en un inútil intento de conseguir que funcionara. No había nada que reflejara su inquietud mientras reparaba las conexiones. Lo hacía con una concentración absoluta. Los hermanos no hablaban porque así economizaban el aire.

Las dos horas siguientes les parecieron eternas. En la superficie, el sol iluminaba de nuevo el banco de la Natividad. A pesar de su obstinación, Dirk no conseguía reparar el equipo de radio y acabó por renunciar a sus intentos.

Notó que cada vez le costaba más respirar. Por enésima vez rniró los indicadores que señalaban la cantidad de aire que quedaba en los tanques. Todas las agujas estaban a cero. Dirk se acercó para sacudir suavemente a Summer, que se había quedado dormida debido a la escasez de oxígeno en el interior del Pisces .

– Despierta, hermanita.

Summer abrió sus ojos grises y lo miró con una serenidad que despertó en Dirk el amor fraternal que es típico entre los hermanos mellizos.

– Despierta, dormilona. Tenemos que respirar de la botella. -Colocó la botella entre los dos y le pasó la boquilla del regulador-. Las damas primero.

Summer comprendió con todo el dolor del alma que se enfrentaban a una situación que no podía modificar. La sensación de impotencia era algo desconocido para ella. Siempre había tenido el control de su vida. En esos momentos, en cambio, no había nada que pudiera hacer, y eso la desmoralizaba.

Dirk, por su parte, se sentía más frustrado que impotente. Lo dominaba la sensación de que los hados desbarataban todos sus intentos por escapar del habitáculo, que se había convertido en una cámara de ejecución. No dejaba de pensar en que encontraría una salida antes de dar la última bocanada, pero todos los planes que se le ocurrían lo llevaban a una vía muerta.

La posibilidad de que murieran allí adentro se estaba convirtiendo rápidamente en una realidad indiscutible.

14

El sol se ocultaba detrás del horizonte y solo faltaban unos minutos para el crepúsculo. La velocidad del viento había amainado hasta convertirse en una brisa fuerte del este que ondulaba y oscurecía el mar. La tensión había ido en aumento entre los tripulantes cuando corrió la noticia de que se había perdido toda comunicación con el Pisces , y ahora se cernía sobre el Sea Sprite como una nube negra.

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