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– Eso no es posible. No hubo ningún naufragio en el hemisferio occidental antes del siglo quince.

Max levantó los brazos.

– ¿No tienes fe en mí?

– Debes admitir que tu estimación roza el ridículo.

– Piensa lo que quieras. Me atengo a mis hallazgos.

Yaeger se reclinó en la silla mientras pensaba qué hacer con el proyecto y las conclusiones de Max.

– Imprime diez copias de tus hallazgos, Max. Serán el punto de partida.

– Antes de que me envíes al País de Nunca Jamás -dijo Max-, hay una cosa más.

Yaeger la miró con desconfianza.

– ¿De qué se trata?

– Cuando quiten la basura del interior del ánfora, encontrarán una figura de oro con la forma de una cabra.

– ¿Una qué?

– Hasta la vista, Hiram.

Yaeger se quedó absolutamente desconcertado mientras Max desaparecía en los circuitos. Su mente se centró en lo abstracto. Intentó imaginarse a un marino de la antigüedad a bordo de una nave de tres mil años atrás que arrojaba al agua un caldero de bronce a seis mil quinientos kilómetros de Europa, pero no lo consiguió.

Cogió el ánfora y miró en el interior, pero la apartó rápidamente porque le molestó el hedor de las incrustaciones. La dejó de nuevo en la caja y continuó sentado, incapaz de aceptar los descubrimientos de Max.

Decidió que a la mañana siguiente repasaría todos los sistemas de Max antes de llevarle el informe a Sandecker. No estaba dispuesto a asumir el riesgo de que Max hubiese cometido una equivocación.

4

Un huracán tarda normalmente unos seis días en alcanzar toda su magnitud. El huracán Lizzie solo tardó cuatro.

Los vientos se movían en espiral a una velocidad que aumentaba por momentos. Pasó rápidamente por la etapa de depresión tropical, con vientos de sesenta kilómetros por hora. Muy pronto soplaban de forma sostenida a más de ciento veinte kilómetros por hora, y Lizzie pasó a ser por méritos propios un huracán de la categoría 1 de acuerdo con la escala de Saffir-Simpson. Nada satisfecha con ser una tempestad en lo más bajo de la escala, entró sin demora en la categoría 2 y arremetió con ganas para entrar en la categoría 3.

En el Centro de Huracanes de la NUMA, Heidi Lisherness observó con atención las últimas imágenes transmitidas por los satélites geoestacionarios que orbitaban el planeta a una altura de treinta y cinco mil kilómetros por encima del ecuador. La información la recibía un ordenador que utilizaba un modelo numérico para predecir la velocidad, el rumbo y la fuerza de Lizzie. Las fotos de los satélites no eran muy precisas. La meteoróloga habría preferido disponer de unas fotografías más detalladas, pero era demasiado pronto para enviar un avión de seguimiento de tormentas hasta casi el otro extremo del océano. Tendría que esperar antes de conseguir lo que necesitaba.

Los primeros informes distaban mucho de ser alentadores. Esta tormenta tenía todo a su favor para cruzar el umbral de la categoría 5, con vientos superiores a los doscientos cincuenta kilómetros por hora. Heidi no podía hacer otra cosa que rezar para que Lizzie no entrara en las zonas pobladas de la costa norteamericana.

Sólo dos huracanes de la categoría 5 habían tenido tal siniestro honor. El huracán del Día del Trabajo, que en 1935 había cruzado los cayos de Florida, y el Camille, que había golpeado de lleno en Alabama y Misisipí en 1969 y había derribado edificios de veinte pisos.

Heidi se tomó unos minutos para escribirle un fax a su marido, Harley, en el Servicio Nacional de Meteorología para comunicarle las últimas informaciones sobre el huracán.

Harley:

Lizzie se mueve hacia el oeste y se está acelerando. Tal como sospechábamos, ya se ha convertido en una tormenta peligrosa. El modelo informático predice vientos de 150 nudos con olas de 12 a 15 metros de altura en un radio de más de 500 kilómetros. Se está moviendo a la increíble velocidad de 20 nudos.

Te mantendré informado.

Heidi

Volvió su atención una vez más a las imágenes que llegaban desde el satélite. Cuando miraba la imagen ampliada de un huracán, Heidi nunca dejaba de impresionarse por la ominosa belleza de la espiral de nubes blancas, con el centro oculto por un escudo de cirrus, que se formaban a partir de las tormentas eléctricas en las paredes que rodeaban el ojo. No había nada en toda la naturaleza que pudiera equipararse con la tremenda energía de un huracán desarrollado. El ojo se había formado antes y tenía el aspecto de un cráter en un planeta blanco. Los ojos de los huracanes varían en tamaño desde los ocho kilómetros de diámetro a los ciento sesenta o más. El ojo de Lizzie medía ochenta kilómetros.

Por encima de todo lo demás, lo que más la desconcertaba era la presión atmosférica. Cuanto más baja la presión, peor la tormenta. En el huracán Hugo en 1989 y el Andrew en 1992 habían bajado hasta los 934 y los 922 milibares respectivamente. Lizzie ya estaba en 945 y bajaba rápidamente, con la consecuencia de formar un vacío en el centro que se intensificaba por momentos. Poco a poco, milibar a milibar, la presión atmosférica continuó descendiendo en la escala barométrica.

Lizzie también estaba batiendo marcas en su movimiento hacia el oeste a través del océano. Los huracanes se mueven lentamente, por lo general a no más de veinte kilómetros por hora, más o menos la velocidad promedio de un ciclista. Pero Lizzie no seguía las reglas marcadas por las tormentas precedentes: estaba cruzando el océano a la muy respetable velocidad de treinta y dos kilómetros por hora.

También al contrario de los otros huracanes, que zigzagueaban en su camino hacia el hemisferio occidental, Lizzie se movía en línea recta, como si tuviera un objetivo determinado. Es frecuente que las tormentas viren sin más y cambien por completo de dirección. De nuevo, Lizzie se saltaba las normas. Si había un huracán que iba a la suya, pensó Heidi, era éste.

Heidi nunca supo cómo y en dónde se había acuñado el término, pero huracán era una palabra del idioma de los indios caribes, que significa “gran viento”. Cargada con una energía equiparable a la mayor de las bombas nucleares, Lizzie corría desbocada y se anunciaba con relámpagos, truenos y un tremendo aguacero. Los barcos que navegaban en aquella zona del océano ya habían comenzado a sentir su furia.

Era mediodía, un mediodía enloquecido, salvaje, desquiciado. La superficie del mar había pasado de ser casi una balsa de aceite a formar olas de diez metros de altura en un tiempo que, para el capitán del Mona Lisa , un barco portacontenedores con bandera nicaragüense, había sido un parpadeo. Tenía la sensación de que había abierto la puerta a un desierto y alguien le había arrojado un cubo de agua a la cara. El mar había empeorado en cuestión de minutos y la suave brisa había pasado a ser una galerna en toda la regla. En todos sus años en el mar, nunca había visto que se levantara una tempestad con tanta rapidez.

No había ningún puerto cercano para ir en busca de refugio, así que ordenó virar y llevar el Mona Lisa directamente hacia la tempestad, con la intención de cruzar lo más rápidamente el corazón de la tormenta. Era tal vez su única posibilidad para conseguir salvar la nave y la carga.

Cuarenta y cinco kilómetros al norte del Mona Lisa , casi en la línea del horizonte, el superpetrolero egipcio Ramsés II se vio sorprendido por la turbulencia. El capitán Warren Meade miró horrorizado cómo una ola de treinta metros de altura que se movía a una velocidad increíble aparecía por encima de la popa del barco. La ola arrancó mástiles y grúas y lanzó toneladas de agua que se abrieron paso por las escotillas para inundar los sollados y los almacenes. Los tripulantes que estaban en el puente de mando contemplaron atónitos cómo la ola pasaba por los lados de la superestructura, recorría los doscientos quince metros de longitud de la cubierta -la cual se alzaba veinte metros por encima de la línea de flotación- y destrozaba las tuberías y bombas antes de sobrepasar la proa.

Un yate de veinticinco metros de eslora que era propiedad del fundador de una empresa de informática, con diez pasajeros y cinco tripulantes a bordo, y que navegaba rumbo a Dakar, se vio engullido por las olas sin tener tiempo para lanzar una llamada de socorro.

Antes de que se hiciera de noche, otra docena de barcos serían víctimas de la violencia destructora de Lizzie.

Heidi y sus compañeros meteorólogos se reunieron en el centro de la NUMA para analizar toda la información disponible sobre la evolución del huracán que avanzaba por el este. No se apreciaba disminución alguna en la velocidad de Lizzie cuando pasó por el meridiano 40 oeste en mitad del Atlántico y continuó su rumbo recto como una flecha, algo que contradecía todo lo conocido hasta entonces.

Harley llamó a Heidi a las tres de la tarde.

– ¿Qué tal pinta? -preguntó.

– Nuestro sistema de procesamiento de datos está enviando toda la información a tu centro -respondió Heidi-. A última hora de anoche se comenzó a transmitir el aviso de alerta.

– ¿Cómo es la trayectoria?

– Lo creas o no, Lizzie avanza recto como una flecha.

– Eso es algo poco habitual -manifestó Harley.

– No se ha desviado ni quince kilómetros en las últimas doce horas.

– Tampoco eso entra dentro de los parámetros conocidos -dijo Harley, que parecía tener sus dudas al respecto.

– Ya lo verás cuando recibas la información -replicó Heidi con firmeza-. Lizzie está batiendo todas las marcas. Los barcos comunican que hay olas de treinta metros.

– ¡Dios mío! ¿Qué indican los modelos?

– Los tiramos a la papelera en cuanto salen de la impresora. Lizzie no se comporta de la misma manera que otros huracanes. Nuestros ordenadores no han podido suministrarnos una proyección fiable de la trayectoria y la potencia.

– Por lo visto, nos enfrentamos a una tormenta que aparece una vez cada cien años.

– Mucho me temo que ésta sea de las que aparecen cada mil.

– ¿Puedes facilitarme alguna indicación, cualquier cosa sobre dónde podría tocar tierra, para que el centro comience a transmitir el aviso de emergencia? -El tono de Harley era grave.

– Puede tocar tierra en cualquier punto entre Cuba y Puerto Rico. Ahora mismo, apostaría por la República Dominicana. Pero no hay manera de saberlo a ciencia cierta hasta dentro de veinticuatro horas.

– En ese caso, disponemos de tiempo para enviar un aviso preliminar.

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