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– ¿Hay algo que indique que no sea un robo?

– No.

Wallander notaba que sudaba ante una sala desbordada de periodistas. Recordaba que cuando era un policía joven soñaba con encargarse de las ruedas de prensa. Pero en sus sueños no estaban llenas de aire viciado y sudor.

– Le he hecho una pregunta -oyó decir a uno de los periodistas que estaba al final de la sala.

– No le he entendido -dijo Kurt Wallander.

– Para la policía, ¿se trata de un crimen importante? -preguntó el periodista.

A Wallander le sorprendió la pregunta.

– Claro que es muy importante resolver este asesinato -dijo-. ¿Por qué no iba a serlo?

– ¿Pediréis refuerzos?

– Es demasiado pronto para contestar a eso. Por supuesto que esperamos una pronta solución. Creo que todavía no entiendo tu pregunta.

El periodista, que era muy joven y llevaba unas gafas de cristales gruesos, se abrió paso a través de la sala. Kurt Wallander no lo había visto antes.

– Sólo quiero decir: hoy en Suecia ya nadie se preocupa por las personas mayores.

– Nosotros sí -contestó Kurt Wallander-. Haremos todo lo que podamos para atrapar a los autores. En Escania viven muchas personas mayores en granjas solitarias. Pueden estar seguros de que haremos todo lo que esté en nuestras manos. -Se levantó-. Les informaremos cuando tengamos más que contar -dijo-. Gracias por venir.

La chica de la radio local bloqueó su camino cuando iba a salir de la sala.

– No tengo nada más que decir -protestó.

– Conozco a tu hija Linda -dijo la chica.

Kurt Wallander se quedó parado.

– ¿Ah sí? -preguntó-. ¿Cómo es eso?

– Nos hemos visto algunas veces. Aquí y allá.

Kurt Wallander intentó pensar si la reconocía. ¿Habían sido compañeras de clase?

Ella negaba con la cabeza como si hubiera leído sus pensamientos.

– Tú y yo no nos hemos visto nunca -dijo-. No me conoces. Linda y yo nos conocimos en Malmö.

– Ajá -dijo Wallander-. Qué bien.

– Me gusta mucho. ¿Puedo hacerte más preguntas?

Kurt Wallander repitió lo que había dicho por el micrófono. Lo que le habría gustado era hablar sobre Linda, pero no tenía ocasión.

– Dale recuerdos -se despidió la chica al recoger su grabadora-. Dale recuerdos de Cathrin. O Cattis.

– Lo haré -dijo Kurt Wallander-. Lo prometo.

Al volver a su despacho sintió un dolor en el estómago. Pero ¿era de hambre o de angustia?

«Tengo que parar», pensó. «Tengo que asumir que mi mujer me ha dejado. Tengo que admitir que no puedo hacer mucho salvo esperar a que Linda me venga a ver por iniciativa propia. Tengo que aceptar que la vida es como es…»

Un poco antes de las seis los policías se reunieron otra vez. Nada nuevo en el hospital. Kurt Wallander organizó rápidamente unos turnos para la noche.

– ¿Es necesario? -preguntó Hanson-. Deja una grabadora y cualquier enfermera la podrá poner en marcha si la vieja despierta.

– Es necesario -replicó Kurt Wallander-. Me haré cargo desde medianoche hasta las seis. ¿Hay algún voluntario hasta entonces?

Rydberg asintió con la cabeza.

– Yo puedo estar sentado en el hospital igual que en cualquier otro sitio -contestó.

Kurt Wallander miró a su alrededor. Todos parecían ojerosos a la luz de los fluorescentes del techo.

– ¿Hemos llegado a alguna parte? -preguntó.

– Hemos terminado lo de Lenarp -contestó Peters, que había dirigido el trabajo de llamar puerta por puerta-. Parece que nadie ha visto nada. Pero es posible que dentro de unos días se les ocurra algo. Por lo demás, la gente por allí tiene miedo. Es desagradable de cojones. Casi sólo hay viejos. Y una familia polaca asustada que es probable que esté aquí ilegalmente. Pero los dejé estar. Tenemos que continuar mañana.

Kurt Wallander miró a Rydberg.

– Está lleno de huellas digitales -dijo-. Quizá descubramos algo. Aunque lo dudo. Pero hay un nudo que me interesa.

Kurt Wallander le dirigió una mirada inquisitiva.

– ¿Un nudo?

– El nudo corredizo.

– ¿Qué le pasa?

– Es poco común. Nunca había visto un nudo como ése.

– ¿Habías visto un nudo estrangulador antes? -preguntó Hanson desde la puerta, impaciente por irse.

– Sí -dijo Rydberg-. Lo he visto. Veremos qué puede aportarnos ese nudo.

Kurt Wallander sabía que Rydberg no quería decir nada más. Pero si el nudo le interesaba era porque podía tener su importancia.

– Mañana por la mañana iré a ver a los vecinos otra vez -informó Wallander-. Y a propósito, ¿han encontrado a los hijos de los Lövgren?

– Martinson se encargaba de ello -contestó Hanson.

– ¿Martinson no estaba en el hospital? -preguntó Kurt Wallander con asombro.

– Cambió con Svedberg.

– ¿Dónde coño está ahora, pues?

Nadie sabía dónde se encontraba Martinson. Kurt Wallander llamó a las telefonistas y le informaron de que Martinson había salido una hora antes.

– Llámale a casa -ordenó Kurt Wallander.

Luego miró su reloj.

– Nos volveremos a reunir mañana a las diez -dijo-. Gracias por hoy, hasta entonces.

Acababa de quedarse solo cuando la telefonista le pasó una llamada de Martinson.

– Lo siento -se excusó Martinson-. Pero se me olvidó que teníamos que vernos.

– ¿Qué hay de los hijos?

– Me parece que Richard tiene la varicela.

– Quiero decir los hijos de los Lövgren. Las dos hijas.

Martinson sonaba sorprendido.

– ¿No recibiste mi mensaje?

– Yo no he recibido nada.

– Se lo di a una de las telefonistas.

– Voy a ver. Pero explícamelo primero.

– Una de las hijas, la que tiene cincuenta años, vive en Canadá. En Winnipeg, que no sé por dónde cae. Olvidé que allí era medianoche cuando llamé. Primero se negaba a creer lo que le decía. Hasta que su marido se puso al teléfono no llegaron a entender lo que había pasado. El es policía, de la montada de Canadá. Hablaremos mañana otra vez. Pero ella viene en avión, naturalmente. A la otra hija ha costado más encontrarla a pesar de que está en Suecia. Tiene cuarenta y siete años y trabaja como jefa de comedor en el Hotel Rubinen de Göteborg. Parece que es entrenadora de un equipo de balonmano en Skien, Noruega. Prometieron avisarle. Puse una lista de los demás familiares de los Lövgren en la recepción. Son muchos. La mayoría de ellos vive en Escania. Quizá llamen otros cuando lean mañana los periódicos.

– Está bien -dijo Kurt Wallander-. ¿Me puedes sustituir en el hospital mañana por la mañana a las seis? Es decir, si no muere.

– Iré -dijo Martinson-. Pero ¿te parece lógico que tú estés allí sentado?

– ¿Por qué no?

– Tú eres quien lleva la investigación. Deberías dormir.

– Una noche sí puedo -respondió Kurt Wallander y terminó la conversación.

Se quedó totalmente quieto mirando a la nada.

«¿Podremos con todo esto?», pensó. «¿O nos han tomado la delantera?»

Se puso el abrigo, apagó la luz del escritorio y abandonó el despacho. El pasillo que llevaba a la recepción estaba desierto. Metió la cabeza en la garita de cristal, donde la telefonista hojeaba una revista. Vio que era un programa para las carreras de caballos. «Todo el mundo juega a los caballos», pensó.

– Me han dicho que Martinson me ha dejado unos papeles -dijo.

La telefonista, que se llamaba Ebba y llevaba en la policía más de treinta años, asintió amablemente con la cabeza y señaló el mostrador.

– Tenemos una chica del centro de empleo juvenil. Guapa y amable, pero totalmente inútil. A lo mejor se le olvidó dártelos.

– Me voy -dijo Wallander-. Creo que estaré en casa dentro de un par de horas. Si ocurre algo, llámame a casa de mi padre.

– Estás pensando en la pobre mujer del hospital -afirmó Ebba.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. -Una historia tremenda.

– Sí -admitió Kurt Wallander-. A veces me pregunto qué está pasando en este país.

Al salir por las puertas de cristal de la comisaría sintió en la cara el impacto de un viento frío y cortante, y se encorvó mientras corría hacia el aparcamiento. «Espero que no nieve», pensó. «Al menos hasta que demos con los visitantes de Lenarp.»

Se metió en el coche y buscó entre los casetes que guardaba en la guantera. Sin poder decidirse puso el Réquiem de Verdi. Había instalado unos costosos altavoces en el coche y las notas golpearon con fuerza sus tímpanos. Giró a la derecha y bajó por la calle Dragongatan hasta la autovía de Österleden. Unas hojas solitarias bailaban en la calzada y un ciclista luchaba contra el viento. Vio que el reloj del coche marcaba las seis. Sintió hambre de nuevo y, cruzando la carretera principal, entró en la cafetería de la gasolinera OK. «Cambiaré mis costumbres culinarias mañana», pensó. «Si llego un minuto después de las siete a casa de mi viejo, me dirá que lo he abandonado.»

Comió una hamburguesa especial.

Lo hizo tan deprisa que le provocó diarrea.

Cuando estaba sentado en el retrete se dio cuenta de que debería haberse cambiado de calzoncillos.

De repente notó un profundo cansancio.

Se levantó cuando alguien llamó a la puerta.

Puso gasolina y condujo hacia el este, a través de Sandskogen, y entró en la carretera de Kåseberga. Su padre vivía en una casa pequeña en medio del campo, entre el mar y Löderup.

Eran las siete menos cuatro minutos cuando el coche entró en el patio de grava que había delante de la casa. Aquel patio fue causa de la pelea más larga que hubo entre él y su padre. El que había antes tenía adoquines tan antiguos como la casa. Un buen día, a su padre se le ocurrió llenarlo de gravilla y, cuando Kurt Wallander protestó, se puso furioso.

– ¡Yo no necesito ningún tutor! -exclamó.

– ¿Por qué estropeas un patio de adoquines tan bonito? -preguntó Kurt Wallander.

Luego discutieron.

Pero finalmente el patio estaba cubierto por una gravilla gris que crujía bajo las ruedas del coche.

Wallander vio luz en la casita que servía de trastero.

«La próxima vez podría tratarse de mi padre», pensó de repente.

«Un asesino a la luz de la luna que le señale a él como el anciano idóneo para asaltarlo, tal vez matarlo.

»Nadie lo oiría si pidiera auxilio. No con este viento y el vecino más próximo, que es otro anciano, a quinientos metros…»

Acabó de escuchar el final del Dies irae antes de salir del coche y desperezarse.

Entró por la puerta del trastero, que era el estudio de su padre. Estaba allí como siempre, pintando sus cuadros.

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