Al despertarse tiene la certeza de que ha olvidado algo. Algo que ha soñado durante la noche. Algo que debe recordar. Lo intenta. Pero el sueño parece un agujero negro. Un pozo que no revela nada de su contenido.
«Al menos no he soñado con los toros», piensa. «De haberlo hecho, estaría empapado como si hubiera sudado de fiebre durante la noche. Esta noche los toros me han dejado en paz.»
Permanece quieto en la cama, a oscuras, escuchando. La respiración de su esposa es tan débil que casi resulta imperceptible.
«Cualquier mañana yacerá muerta a mi lado, sin que yo me haya dado cuenta», piensa. «O yo. Uno de los dos morirá antes que el otro. Cualquier amanecer supondrá que uno de los dos se ha quedado solo.»
Mira el reloj que hay en la mesilla de noche. Las agujas brillan y señalan las cinco menos cuarto.
«¿Por qué me he despertado?», piensa. «Siempre duermo hasta las cinco y media. Así ha sido durante más de cuarenta años. ¿Por qué me he despertado ahora?»
Escucha en la oscuridad y de pronto descubre que está completamente despierto.
Hay algo diferente. Algo que ha dejado de ser como era. Busca a tientas, cuidadosamente, la cara de su esposa. Con las yemas de los dedos nota su calor. O sea que no es ella quien ha muerto. Aún no se ha quedado solo ninguno de los dos.
Escucha en la oscuridad.
«La yegua», piensa. «No relincha. Por eso me he despertado. Suele relinchar por la noche. La oigo sin despertarme y en mi subconsciente sé que puedo seguir durmiendo.»
Con mucho cuidado se levanta de la chirriante cama. La han usado durante cuarenta años. Fue el único mueble que compraron al casarse y será la única cama que tendrán en su vida.
Cuando va hacia la ventana por el suelo de madera, siente dolor en la rodilla izquierda.
«Estoy viejo», piensa. «Viejo y gastado. Todas las mañanas al despertarme me sorprende constatar que ya tengo setenta años.»
Contempla la noche invernal. Es el 8 de enero de 1990 y aún no ha nevado en Escania. La lámpara exterior de la puerta de la cocina vierte su luminosidad en el jardín, sobre el castaño sin hojas y los campos lejanos. Con los ojos entornados mira hacia la granja de sus vecinos, los Lövgren. La casa blanca, baja y alargada está a oscuras. En la cuadra, situada perpendicularmente a la vivienda, hay una tenue luz amarilla encima de la puerta negra. Allí está la yegua en su box y allí, por las noches, inesperadamente, suele relinchar de angustia.
Escucha en la oscuridad. Detrás de él, la cama rechina.
– ¿Qué haces? -murmura su esposa.
– Duerme, duerme -le contesta-. Estoy estirando un poco las piernas.
– ¿Te duelen?
– No.
– ¡Pues duerme! No vaya a ser que te resfríes.
Oye cómo su mujer se da la vuelta en la cama.
«Una vez nos amamos», piensa. Pero rehuye su propio pensamiento. «Es una palabra demasiado bonita. Amar. No es para gente como nosotros. Un hombre que ha sido granjero durante más de cuarenta años y que se ha doblegado sobre el espeso barro de Escania no usa la palabra amar cuando habla de su esposa. En nuestra vida el amor ha sido algo muy distinto…»
Observa la casa de sus vecinos, aguza la vista, intenta atravesar la oscuridad de la noche invernal.
«Relincha», piensa. «Relincha en tu box para que sepa que todo está como de costumbre. Para que pueda meterme bajo el edredón un ratito más. El día de un granjero jubilado y baldado ya es bastante largo y aburrido.»
De pronto descubre que se ha quedado mirando la ventana de la cocina de sus vecinos. Nota algo diferente. A lo largo de todos estos años ha echado de vez en cuando una mirada a esa ventana y ahora hay algo que de repente parece distinto. ¿O es la oscuridad lo que lo confunde? Cierra los ojos y cuenta hasta veinte para descansar la vista. Después mira la ventana otra vez y está seguro de que está abierta. Esa ventana siempre ha estado cerrada por las noches. Y la yegua no ha relinchado…
La yegua no ha relinchado. El viejo Lövgren no ha dado su habitual paseo nocturno hasta la cuadra, cuando la próstata se deja sentir y lo saca del calor de la cama…
«Son imaginaciones mías», se dice. «Veo borroso. Todo está igual. ¿Qué podría ocurrir aquí, en este pequeño pueblo de Lenarp, un poco al norte de Kadesjö, camino del precioso lago de Krageholm, en el corazón de Escania? Aquí no pasa nada. El tiempo se ha parado en este pequeño pueblo, donde la vida fluye como un riachuelo sin energía ni voluntad. Sólo hay unos cuantos granjeros viejos que han vendido o arrendado sus tierras a otros. Aquí vivimos a la espera de lo inevitable…»
Vuelve a mirar hacia la ventana de la cocina y piensa que ni Maria ni Johannes Lövgren se olvidarían de cerrarla. Con la edad, el temor se mete en el cuerpo y cada vez se ponen más cerraduras; nadie olvida cerrar una ventana antes de que caiga la noche. Envejecer es preocuparse. Los temores de la infancia vuelven cuando uno se hace mayor…
«Puedo vestirme y salir», piensa. «Ir cojeando por el jardín, con el aire invernal en la cara, hasta la cerca que separa nuestros terrenos. Puedo comprobar con mis propios ojos que veo fantasmas.»
Pero decide quedarse. Johannes pronto se levantará de la cama para hacer el café. Primero encenderá la luz del baño, luego la de la cocina. Todo transcurrirá como de costumbre…
Está al lado de la ventana y se da cuenta de que tiene frío. El frío de la vejez que se acerca sigilosamente, incluso en las habitaciones más calientes. Piensa en Maria y Johannes. «Con ellos también hemos vivido un matrimonio», piensa, «como vecinos y agricultores. Nos hemos ayudado mutuamente, hemos compartido los problemas y los años malos. Pero también la buena vida. Juntos hemos celebrado la fiesta de San Juan y la cena de Navidad. Nuestros hijos han corrido de una casa a la otra como si perteneciesen a ambas. Y ahora compartimos la interminable vejez…»
Abre la ventana sin saber por qué, con sigilo. No quiere despertar a Hanna. Aguanta con fuerza el gancho de la ventana para que el viento helado no se lo arranque de la mano. Pero todo está muy quieto y él recuerda que el servicio meteorológico de la radio no ha dicho que se esté acercando un temporal a la llanura de Escania.
El cielo se ve estrellado y límpido y hace mucho frío. Está a punto de cerrar la ventana otra vez cuando le parece oír algo. Presta atención y se da la vuelta de modo que la oreja izquierda quede hacia fuera. El oído bueno, no el derecho, que está dañado por todo el tiempo pasado entre tractores sofocantes y ruidosos.
«Un pájaro», piensa. «Un pájaro nocturno que chilla.» Después se asusta. La angustia aparece como surgida de la nada, y lo invade.
Parece que alguien grita. De forma desesperada, para que lo oigan otras personas.
Una voz que sabe que debe atravesar gruesos muros de piedra para llegar hasta sus vecinos…
«Son imaginaciones mías», piensa otra vez. «Nadie grita. ¿Quién habría de hacerlo?»
Cierra la ventana con tanta fuerza que una de las macetas cae y Hanna se despierta.
– ¿Qué estás haciendo? -pregunta con voz irritada.
Cuando va a contestar, tiene la certeza de que algo ha ocurrido.
El miedo es verdadero.
– La yegua no relincha -dice mientras se sienta en el borde de la cama-. Y en casa de los Lövgren la ventana de la cocina está abierta. Alguien está gritando.
Ella se incorpora en la cama.
– ¿Qué dices?
Él no quiere contestar, pero lo que ha oído no es ningún pájaro, de eso está seguro.
– Es Johannes, o Maria -responde-. Uno de los dos pide ayuda.
Ella se levanta de la cama y se acerca a la ventana. Allí está, grande y ancha con su camisón blanco, mirando la oscuridad.
– La ventana de la cocina no está abierta -dice en un susurro-. Alguien la ha roto.
Él se le acerca tiritando de frío.
– Alguien pide socorro -añade ella con voz temblorosa.
– ¿Qué hacemos? -pregunta él.
– Ve allí. Date prisa.
– Pero ¿y si corremos peligro?
– ¿No vamos a ayudar a nuestros mejores amigos cuando nos necesitan?
Se viste a toda prisa, coge la linterna que está en el armario al lado de los fusibles y del bote de café. El barro que pisa está congelado. Cuando se da la vuelta ve a Hanna en la ventana.
Al llegar a la cerca se detiene. Todo está en calma. Ve que alguien ha roto la ventana de la cocina. Con sigilo pasa por encima de la cerca baja y avanza hacia la casa blanca. Pero ninguna voz lo llama.
«Son imaginaciones mías», piensa otra vez. «Soy un viejo que ya no distingue qué está pasando. ¿Habré soñado con los toros esta noche? La vieja pesadilla de los toros que corrían hacia mí cuando era niño me hizo comprender que un día moriría…»
Entonces vuelve a oír el grito. Es muy débil, como un gemido. Es Maria.
Se acerca a la ventana del dormitorio y mira con cuidado entre la cortina y el cristal.
De pronto comprende que Johannes está muerto. Dirige la linterna hacia dentro y cierra los ojos con fuerza antes de obligarse a mirar.
María aparece encogida en el suelo, atada a una silla. Tiene sangre en la cara y en la falda del camisón manchado ve la dentadura postiza rota.
Después ve uno de los pies de Johannes. Sólo alcanza a ver el pie. El resto del cuerpo está oculto detrás de la cortina. Vuelve cojeando y pasa por encima de la cerca otra vez. Mientras corre desesperadamente dando traspiés en el barro congelado siente el dolor de la rodilla de nuevo.
Primero llama a la policía.
Luego saca una palanca de un armario que huele a naftalina.
– Quédate aquí -le dice a Hanna-. No debes ver eso.
– ¿Qué es lo que ha pasado? -pregunta ella con temor y lágrimas en los ojos.
– No lo sé -dice-. Me he despertado porque la yegua no ha relinchado esta noche. Eso sí que lo sé con seguridad.
Es el 8 de enero de 1990.
Aún no ha amanecido.