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Llovía a cántaros. Kurt Wallander tenía frío. Eran casi las cinco y la policía había montado focos alrededor del lugar del crimen. Vio a dos camilleros de la ambulancia que se acercaban pisando el lodo. Se llevarían al somalí muerto. Mientras miraba el lodazal, se preguntó si era posible que ni siquiera un hombre tan competente como Rydberg pudiera encontrar huellas.

A pesar de todo sentía cierto alivio. Hasta hacía unos diez minutos habían estado rodeados de una esposa histérica y nueve niños chillando. La esposa del muerto se lanzó al lodo, su desesperación era tan conmovedora que algunos de los policías no pudieron soportarlo y se apartaron. Para su asombro, Wallander se dio cuenta de que el único que podía lidiar con la pena de la mujer y los niños desesperados era Martinson, el más joven de los policías, que en su breve carrera profesional no había tenido que transmitir ni un solo mensaje de muerte a un familiar. Abrazó a la mujer, se arrodilló en el lodo, y de alguna manera se entendieron, por encima de todas las barreras idiomáticas. Llamaron a un sacerdote, pero naturalmente no pudo hacer nada. Después de un rato, Martinson se llevó a la mujer y a los niños al edificio principal, donde un médico esperaba para cuidar de ellos.

Rydberg se acercó pisando el lodo. Sus pantalones estaban manchados hasta los muslos.

– Vaya lío -dijo-. Pero Hanson y Svedberg han hecho un buen trabajo. Han logrado encontrar a dos refugiados y un intérprete que creen haber visto algo.

– ¿Qué?

– ¿Cómo lo voy a saber? Yo no hablo ni árabe ni suahili. Pero se van a Ystad ahora mismo. El Departamento de Inmigración nos ha prometido intérpretes. Pensé que sería mejor que tú te encargaras de los interrogatorios.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– ¿Tenemos alguna pista? -preguntó. Rydberg sacó su manchado bloc de notas.

– Lo mataron exactamente a la una -dijo-. La encargada estaba escuchando las noticias de la radio cuando dispararon. Fueron dos disparos. Pero ya lo sabes. Estaba muerto antes de caer al suelo. Parecen perdigones normales. Marca Gyttorp, supongo. Nitrox 36, probablemente. Eso es más o menos todo.

– No es mucho.

– Me parece lo mismo que nada. Pero tal vez los testigos tengan algo.

– He ordenado horas extras para todos -informó Kurt Wallander-. Tendremos que trabajar durísimo día y noche si hace falta.

Cuando volvieron a la comisaría, el primer testimonio fue desesperante. El intérprete, que decía dominar el suahili, no entendía el dialecto que hablaba el testigo. Era un joven de Malawi. Kurt Wallander tardó casi media hora en comprender que el intérprete no traducía lo que decía el testigo. Luego tardó casi veinte minutos más en comprender que el joven de Malawi, por alguna extraña razón, dominaba el luvale, un idioma que se habla en partes de Zaire y Zambia. Pero entonces tuvieron suerte. Uno de los representantes del Departamento de Inmigración conocía a una vieja misionera que hablaba el luvale a la perfección. Ella tenía casi noventa años y vivía en un piso con asistencia médica y social en Trelleborg. Después de contactar con los compañeros de esta ciudad, le prometieron que la misionera iría en un coche policial hasta Ystad. Kurt Wallander sospechaba que una misionera nonagenaria podría no estar en su mejor forma. Pero se equivocó. Una señora pequeña de pelo blanco y ojos despiertos apareció de repente en la puerta de su despacho, y poco después conversaba animadamente con el joven.

Por desgracia, el joven no había visto nada.

– Pregúntale por qué solicitó ser testigo -preguntó Kurt Wallander, cansado.

La misionera y el joven se hundieron en una larga conversación.

– Probablemente sólo pensaba que sería emocionante -dijo por fin-. Y se puede comprender.

– Ah, ¿sí? -preguntó Wallander.

– Tú también has sido joven, ¿verdad? -dijo la anciana.

El joven de Malawi fue devuelto a Hageholm y la misionera regresó a Trelleborg.

El siguiente testigo sí tenía alguna información. Era un intérprete iraní que hablaba bien el sueco. Al igual que el somalí muerto, había salido a pasear por los alrededores de Hageholm cuando se oyeron los disparos.

Kurt Wallander sacó un extracto del mapa del Estado Mayor en que aparecía el territorio cercano a Hageholm. Puso una cruz en el lugar del crimen y el intérprete inmediatamente pudo señalar dónde estaba al oír los dos disparos. Kurt Wallander estimó la distancia en unos trescientos metros.

– Después de los disparos oí un coche -dijo el intérprete.

– Pero ¿no lo viste?

– No. Estaba en el bosque. No se veía la carretera.

El intérprete señaló otra vez. Hacia el sur.

Luego le dio una buena sorpresa a Kurt Wallander.

– Era un Citroën -dijo.

– ¿Un Citroën?

– Los que llamáis «sapo» aquí en Suecia.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?

– Crecí en Teherán. De niños aprendíamos a reconocer las diferentes marcas de coche por el sonido del motor. El Citroën es fácil. Sobre todo el «sapo».

A Kurt Wallander le costaba creer lo que oía. Luego se decidió rápidamente.

– Ven conmigo al patio -dijo-. Y al salir, te pones de espaldas y cierras los ojos.

Fuera, bajo la lluvia, puso en marcha su Peugeot y dio una vuelta por el aparcamiento. Estuvo todo el tiempo observando al intérprete con atención.

– Bueno. ¿Qué era? -preguntó luego.

– Un Peugeot -contestó el intérprete sin dudarlo.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Perfecto.

Envió al testigo a casa y dio la orden de buscar un Citroën, que pudiese haber sido visto entre Hageholm y la E 14 hacia el oeste. Las agencias de noticias también recibieron la información de que la policía buscaba un Citroën que posiblemente tuviera que ver con el asesinato.

El tercer testigo era una mujer joven de Rumania. Durante el interrogatorio estuvo sentada en el despacho de Kurt Wallander dando el pecho a su hijo. El intérprete hablaba mal el sueco, pero a Wallander le parecía suficiente para comprender lo que había visto la mujer.

Iba por el mismo camino que el somalí asesinado y se había cruzado con él al volver al campo.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó-. ¿Cuánto tiempo pasó desde que te encontraste con él hasta que oíste los disparos?

– Tal vez tres minutos.

– ¿Viste a alguien más?

La mujer asintió con la cabeza y Kurt Wallander se apoyó en la mesa, expectante.

– ¿Dónde? -preguntó-. ¡Señálalo en el mapa!

El intérprete le sostuvo el niño mientras la mujer buscaba en el mapa.

– Aquí -dijo apretando el lápiz contra el mapa.

Kurt Wallander vio que era cerca del lugar del asesinato.

– Cuenta -le apremió-. Tómate tu tiempo. Medítalo bien.

El intérprete tradujo y la mujer reflexionó.

– Un hombre vestido con un mono azul -dijo-. Estaba de pie en el campo de al lado.

– ¿Cómo era?

– Tenía poco pelo.

– ¿Cómo era de alto?

– Altura normal.

– ¿Yo soy de altura normal?

Kurt Wallander se puso de pie.

– Era más alto.

– ¿Qué edad?

– No era joven. Ni viejo tampoco. Quizá cuarenta y cinco años.

– ¿Te vio a ti?

– No lo creo.

– ¿Qué hacía en el campo?

– Comía.

– ¿Comía?

– Comía una manzana.

Kurt Wallander reflexionó.

– Un hombre vestido con un mono azul está en un campo junto a la carretera comiendo una manzana. ¿He entendido bien?

– Sí.

– ¿Había alguien más?

– No vi a nadie más. Pero no creo que estuviera solo.

– ¿Por qué no lo crees?

– Era como si estuviera esperando a alguien.

– ¿Ese hombre llevaba un arma?

La mujer meditó de nuevo.

– Puede que tuviera un paquete marrón a los pies -dijo-. Aunque quizás era sólo lodo.

– ¿Qué ocurrió después de que vieras al hombre?

– Seguí hacia casa lo más rápidamente que pude.

– ¿Por qué tenías tanta prisa?

– No es bueno cruzarse con hombres desconocidos en el bosque.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– ¿Viste algún coche?

– No. Ningún coche.

– ¿Puedes describir al hombre con más detalle?

Pensó mucho rato antes de contestar. El niño dormía en los brazos del intérprete.

– Parecía fuerte -dijo-. Creo que tenía las manos grandes.

– ¿Qué color de pelo tenía? El poco que le quedaba.

– Color sueco.

– ¿Color rubio?

– Sí. Y era calvo así.

Dibujó una media luna en el aire.

Después la dejaron volver al campo. Wallander fue a buscar una taza de café. Svedberg preguntó si quería una pizza. Él dijo que sí.

A las nueve menos cuarto de la noche se reunieron los policías en el comedor. Kurt Wallander los encontró a todos con buena cara, excepto a Näslund. Estaba resfriado y tenía fiebre, pero se negó tercamente a irse a casa.

Mientras compartían las pizzas y los bocadillos, Kurt Wallander intentó hacer un resumen. Había quitado un cuadro de una de las paredes y proyectaba la imagen de un mapa. Había puesto una cruz en el lugar del crimen y había dibujado las posiciones y movimientos de los dos testigos.

– No estamos totalmente en blanco -empezó-. Tenemos la hora y dos testigos fidedignos. Unos minutos antes de oír los disparos, el testigo femenino ve a un hombre vestido con un mono azul de pie en un campo al lado de la carretera. Encaja exactamente con el tiempo que debe de haber tardado el muerto en llegar hasta este punto. Luego sabemos que el asesino ha desaparecido en un Citroën y que se ha dirigido hacia el sudoeste.

La exposición se interrumpió cuando Rydberg entró en el comedor. Los policías reunidos soltaron unas carcajadas. Rydberg estaba cubierto de lodo hasta el cuello. Se quitó los zapatos sucios y mojados de una patada y aceptó el bocadillo que le ofrecieron.

– Llegas justo a tiempo -dijo Kurt Wallander-. ¿Qué has encontrado?

– He buscado a cuatro patas en el lodo de aquel campo durante dos horas -contestó Rydberg-. La rumana pudo señalar con bastante exactitud el lugar donde aguardaba el hombre. Tenemos huellas de pisadas. De botas de goma. Y eso es lo que la testigo dijo que llevaba. Botas de goma normales de color verde. Luego encontré el corazón de una manzana.

Rydberg se sacó una bolsa de plástico del bolsillo.

– Con un poco de suerte encontraremos huellas digitales -aseguró.

– ¿Se pueden tomar las huellas digitales en el corazón de una manzana? -preguntó Wallander, sorprendido.

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