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Después de un concienzudo trabajo que se alargó hasta muy avanzada la noche del viernes 19 de enero, Kurt Wallander y sus colaboradores estaban preparados para la batalla. Björk los había acompañado durante la larga reunión de investigación y, cuando Kurt Wallander se lo pidió, permitió que Hanson dejase el trabajo del crimen de Hageholm para poder unirse al grupo de Lenarp, que era el nuevo nombre del equipo de trabajo. Näslund seguía enfermo, pero había llamado para decir que se incorporaría al día siguiente.

Aunque era fin de semana, trabajarían con la misma intensidad. Martinson había vuelto con la jauría de perros después de haber rastreado el camino del pantano, que iba desde la carretera de Veberödsvägen hasta la parte posterior de la cuadra de los Lövgren. Había hecho un trabajo minucioso a lo largo de los casi dos kilómetros del camino, que atravesaba un par de bosquecillos, servía de límite entre dos propiedades y luego transcurría paralelo a un arroyo casi seco. No había encontrado nada importante, aunque volvió a la comisaría con un saco de plástico lleno de objetos. Entre otras cosas había una rueda oxidada de un cochecito de muñecas, una lona manchada de petróleo y una cajetilla de cigarrillos de una marca extranjera. Los objetos serían examinados, pero Kurt Wallander no creía que fueran a aportar algo nuevo a la investigación.

La decisión más importante que se tomó durante la reunión fue poner a Erik Magnuson bajo vigilancia continua. Vivía en un bloque de pisos en el barrio de Rosengård. Como Hanson informó de que habría carreras de caballos en Jägersro el domingo, le tocó la vigilancia durante las carreras.

– Pero no daré el visto bueno a ningún boleto de juego -dijo Björk en un dudoso intento de bromear.

– Propongo que entreguemos un boleto de juego común -contestó Hanson-. Tenemos la posibilidad única de que esta investigación sea rentable.

Pero la seriedad reinaba entre el grupo en el despacho de Björk. Tenían la sensación de estar acercándose a un momento decisivo.

La cuestión que causaba la discusión más larga era si iban a informar a Erik Magnuson de que el asunto estaba candente, que las piedras empezaban a arder bajo sus pies. Tanto Rydberg como Björk dudaban. Pero Kurt Wallander era de la opinión de que no podían perder nada con el hecho de que Erik Magnuson supiese que la policía le tenía en su punto de mira. La vigilancia se haría discretamente, por supuesto. Pero aparte de esto no se tomarían otras medidas para ocultar que la policía estaba movilizada.

– Deja que se ponga nervioso -dijo Kurt Wallander-. Si tiene algo de qué preocuparse, espero que lo descubramos.

Tardaron tres horas en repasar todo el material para intentar encontrar pistas que indirectamente pudiesen relacionar con Erik Magnuson. No encontraron nada, pero tampoco nada que demostrara que no podría haber sido Erik Magnuson quien estaba en Lenarp aquella noche, pese a la coartada de su novia. De vez en cuando, Kurt Wallander tenía la sensación de que se adentraban en un nuevo callejón sin salida.

Ante todo era Rydberg quien mostraba señales de duda. Una y otra vez se preguntaba si una sola persona podría haber cometido el doble asesinato.

– En aquella carnicería había algo que indicaba que no era trabajo de una sola persona. No me lo puedo quitar de la cabeza.

– Nada impide que tuviese un cómplice -dijo Kurt Wallander-. Iremos paso a paso.

– Si cometió el crimen para pagar una deuda de juego no le hacía falta un cómplice -objetó- Rydberg.

– Lo sé -dijo Kurt Wallander-. Pero tenemos que continuar.

Después de una rápida actuación de Martinson, disponían de una fotografía de Erik Magnuson, que encontraron en el archivo del Consejo General. Era de un folleto en el que el Consejo General presentaba su amplia actividad para unos habitantes que se suponía que eran ignorantes. Björk, que era de la opinión de que todas las instituciones estatales y municipales necesitaban sus propios departamentos de defensa para que en caso de necesidad pudiesen informar a la gente ignorante sobre la colosal importancia de aquella institución, encontraba el folleto estupendo. Sea como fuere, Erik Magnuson estaba al lado de su carretilla elevadora amarilla, vestido con un mono blanquísimo. Sonreía.

Los agentes observaron su cara y la compararon con algunas fotografías en blanco y negro de Johannes Lövgren. Entre otras, había una foto en la que Johannes Lövgren posaba junto a un tractor en un campo recién labrado.

¿Podrían ser padre e hijo el conductor del tractor y el conductor de la carretilla elevadora?

A Kurt Wallander le costaba fijarse en las fotos y hacerlas coincidir.

Lo único que veía era la cara ensangrentada de un anciano al que le habían cortado la nariz.

Sobre las once de la noche del viernes habían preparado sus planes de ataque. Para entonces, Björk los había dejado porque debía asistir a una cena organizada por el club local de golf.

Kurt Wallander y Rydberg aprovecharían el sábado para visitar de nuevo a Ellen Magnuson en Kristianstad. Martinson, Näslund y Hanson se repartirían la vigilancia de Erik Magnuson, y también confrontarían a su novia con la coartada dada. El domingo sería de vigilancia y de repaso adicional de todo el material de investigación. El lunes, Martinson, al que habían nombrado experto en ordenadores sin que lo solicitara, analizaría los negocios de Erik Magnuson. ¿Habría otras deudas? ¿Tendría algún tipo de antecedentes criminales?

Kurt Wallander le pidió a Rydberg que lo examinase todo a solas. Quería que Rydberg hiciese lo que llamaban una cruzada. Intentar unir acontecimientos y personas que a primera vista no tuviesen nada en común. ¿Existiría, a pesar de todo, algún punto de contacto hasta entonces invisible? Esto era lo que Rydberg iba a investigar.

Rydberg y Wallander salieron juntos de la comisaría. De repente Kurt Wallander se dio cuenta del cansancio de Rydberg y se acordó de su visita al hospital.

– ¿Cómo te va? -preguntó.

Rydberg se encogió de hombros y contestó algo ininteligible.

– ¿Las piernas? -preguntó Kurt Wallander.

– Como siempre -contestó Rydberg, dejando entrever que no tenía más ganas de hablar de sus dolencias.

Kurt Wallander se fue a su casa y se sirvió una copa de whisky. Pero la dejó sin tocar en la mesa del sofá y se acostó. El cansancio lo venció. Se durmió, ajeno a todos los pensamientos que daban vueltas por su cerebro.

Soñó con Sten Widén.

Iban juntos a una ópera cantada en un idioma desconocido.

Kurt Wallander, al despertar, no pudo recordar la ópera con la que había soñado.

En cambio recordó, en cuanto se despertó a la mañana siguiente, algo que habían comentado la noche anterior. El testamento de Johannes Lövgren. El testamento que no existía.

Rydberg había hablado con el albacea al que habían recurrido las dos hijas supervivientes, un abogado a menudo solicitado por las organizaciones de granjeros del distrito.

No existía ningún testamento. Eso significaba que las dos hijas heredarían toda la inesperada fortuna de Johannes Lövgren.

¿Sabría Erik Magnuson que Johannes Lövgren tenía grandes recursos? ¿O habría permanecido tan callado ante él como ante su esposa?

Kurt Wallander se levantó de la cama con el propósito de no acostarse aquel día sin averiguar definitivamente si el padre desconocido del hijo de Ellen Magnuson era Johannes Lövgren.

Tomó un desayuno mal preparado y se encontró con Rydberg en la comisaría un poco después de las nueve. Martinson, que había permanecido vigilando en un coche delante de la casa de Erik Magnuson en Rosengård hasta que lo reemplazó Näslund, dejó una nota diciendo que no había ocurrido absolutamente nada durante la noche. Erik Magnuson estaba en su piso. La noche había transcurrido tranquila.

La mañana de enero era brumosa. Había escarcha en los campos pardos. Rydberg estaba cansado y silencioso al lado de Kurt Wallander en el coche. No empezaron a hablar hasta que se acercaron a Kristianstad.

A las diez y media se encontraron con Göran Boman en la comisaría de Kristianstad.

Juntos estudiaron la copia del interrogatorio que Göran Boman le había hecho a la mujer.

– No tenemos nada que la implique -declaró Göran Boman-. Le hemos pasado el aspirador a ella y a su entorno. No hay nada. Su historia cabe en un solo folio. Ha trabajado en la misma farmacia durante treinta años. Cantó en un coro durante unos años pero lo dejó. Pide muchos libros prestados a la biblioteca. Pasa las vacaciones con una hermana en Vemmenhög, nunca va al extranjero, nunca se compra ropa nueva. Es una persona que por lo menos en apariencia vive una vida totalmente pacífica. Sus costumbres son regulares, rozando la meticulosidad. Lo más sorprendente es cómo soporta vivir así.

Kurt Wallander le dio las gracias por su trabajo.

– Ahora nos toca a nosotros -dijo.

Se fueron a casa de Ellen Magnuson.

Cuando ella les abrió la puerta, Kurt Wallander pensó que el hijo se parecía mucho a su madre. No podía determinar si los estaba esperando. Sus ojos parecían ausentes, como si en realidad estuviese en otro lugar totalmente diferente.

Kurt Wallander paseó la mirada alrededor del salón. Los invitó a café. Rydberg se excusó pero Kurt Wallander aceptó.

Cada vez que Kurt Wallander entraba en un piso desconocido, pensaba que estaba mirando las tapas de un libro que le acababan de dar. El piso, los muebles, los cuadros, los olores, eran el título. Entonces empezaría a leer. Pero el piso de Ellen Magnuson era inodoro. Como si Kurt Wallander se encontrase en un lugar deshabitado. Respiró el olor a desolación. Una gris resignación. Sobre los pálidos papeles pintados colgaban carteles con motivos difusos y abstractos. Los muebles que llenaban la habitación eran anticuados y pesados. Unos manteles de encaje cubrían con pulcritud una mesa plegable de caoba. En una pequeña estantería había una fotografía de un niño sentado delante de un rosal. Kurt Wallander pensó que la única foto que tenía expuesta de su hijo era de la niñez. Como hombre adulto no estaba presente.

Al lado del salón había un pequeño comedor. Kurt Wallander empujó la puerta semiabierta con el pie. Para sorpresa suya, uno de los cuadros de su padre colgaba de una de las paredes.

Era el paisaje de otoño sin urogallo.

Se quedó observando la imagen hasta que oyó el ruido de la bandeja detrás de sí.

Era como si hubiese visto el motivo del padre por vez primera.

Rydberg se sentó en una silla junto a la ventana. Kurt Wallander pensó que algún día le preguntaría por qué siempre se sentaba al lado de una ventana.

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