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El lunes 9 de julio, Kurt Wallander estaba otra vez de servicio. En una circular de Björk podía leer que seguiría con su investigación hasta la vuelta de Björk a principios de agosto. Después decidirían qué hacer.

También recibió el mensaje de Ebba de que Rydberg se encontraba mucho mejor. Tal vez los médicos pudiesen vencer su cáncer. El martes 10 de julio era un día hermoso en Ystad. A la hora de la comida, Kurt Wallander daba vueltas por el centro. Fue a la tienda de la plaza y casi se decidió por un nuevo equipo de música.

Luego se acordó de que llevaba unos billetes de coronas noruegas sin cambiar en la cartera. Habían sobrado del viaje al Cabo Norte. Se fue al banco Föreningsbanken y se puso en la cola de la única caja que estaba de servicio.

No reconoció a la mujer que había detrás del mostrador. No era ni Britta-Lena Bodén, la chica de la memoria prodigiosa, ni ninguna de las cajeras que había visto antes. Pensó que sería una sustituta de verano.

El hombre que iba delante de él retiró una gran suma de dinero en efectivo. Kurt Wallander se preguntó distraído para qué querría tanto dinero en efectivo. Mientras el hombre contaba los billetes, Kurt Wallander leyó su nombre en el carné de conducir que había dejado en el mostrador. Después le tocó su turno y cambió los billetes. Detrás de él, en la cola, oyó a un turista hablar en italiano o en español. Hasta salir a la calle no le vino la idea.

Se quedó quieto, como paralizado por su iluminación. Después volvió a entrar en el banco. Esperó hasta que los turistas cambiaron su dinero.

Mostró su placa de identificación policial a la cajera.

– Britta-Lena Bodén -dijo sonriendo-. ¿Está de vacaciones?

– Probablemente esté con sus padres en Simrishamn -dijo la cajera-. Le quedan otras dos semanas.

– Bodén, ¿sus padres se llaman así? -preguntó.

– El padre es el encargado de una gasolinera en Simrishamn. Creo que ahora se llama Statoil.

– Gracias -dijo Kurt Wallander-. Sólo quiero hacerle unas preguntas rutinarias.

– Te reconozco -afirmó la cajera-. ¡Y pensar que aún no habéis resuelto esa historia tan tremenda!

– Sí -confirmó Kurt Wallander-. Es bastante tremendo.

Volvió a la comisaría casi corriendo, se sentó en el coche y se marchó a Simrishamn. El padre de Britta-Lena Bodén le contó que estaba pasando el día en la playa de Sandhammaren, junto con unos amigos. Tuvo que buscarla un buen rato antes de encontrarla, bien escondida detrás de una duna de arena. Jugaba al Backgammon con unos amigos, y todos miraron a Kurt Wallander con asombro mientras se acercaba arrastrando los pies en la arena.

– No vendría a molestarte si no fuese importante -se excusó.

Britta-Lena Bodén pareció entender la gravedad del asunto y se levantó. Llevaba un bikini mínimo y Kurt Wallander bajó la vista. Se sentaron un poco apartados de los demás para poder hablar a solas.

– Aquel día de enero -dijo Kurt Wallander-. Quisiera hablar de ello otra vez. Me gustaría que volvieses a pensar en aquel día una vez más. Y lo que quiero es que intentes recordar si había alguien más en el banco cuando Johannes Lövgren retiró su gran suma de dinero.

Su memoria seguía siendo buena.

– No -dijo-. Estaba solo.

Él sabía que decía la verdad.

– Sigue pensando -continuó-. Johannes Lövgren salió por la puerta. Se cerró. Y luego, ¿qué?

Su respuesta llegó rápida y decidida.

– La puerta no se cerró.

– ¿Entró un nuevo cliente?

– Dos.

– ¿Los conocías?

– No.

La siguiente pregunta era la decisiva.

– ¿Porque eran extranjeros?

Ella lo miró con asombro.

– ¡Sí! ¿Cómo lo sabías?

– No lo he sabido hasta ahora. Sigue pensando.

– Eran dos hombres. Bastante jóvenes.

– ¿Qué querían?

– Querían cambiar dinero.

– ¿Te acuerdas de qué divisa?

– Dólares.

– ¿Hablaron en inglés? ¿Eran estadounidenses?

Ella negó con la cabeza.

– Inglés no. No sé en qué idioma hablaban.

– ¿Qué pasó luego? Intenta imaginarlo como si ocurriera de nuevo delante de ti.

– Se acercaron hasta el mostrador.

– ¿Los dos?

Pensó mucho antes de contestar. El cálido viento le despeinaba el cabello.

– Uno se acercó y puso el dinero en el mostrador. Creo que eran cien dólares. Le pregunté si quería cambiarlos. Él afirmó con la cabeza.

– ¿Qué hizo el otro hombre?

Volvió a pensar.

– Se le cayó algo al suelo y se agachó para recogerlo. Un guante, creo.

Retrocedió en sus preguntas.

– Johannes Lövgren acababa de marcharse -dijo-. Se llevaba una gran suma de dinero metida en su cartera. ¿Le habías dado algo más?

– Le di un recibo de la transacción.

– ¿Y lo guardó en la cartera?

Por vez primera dudaba.

– Creo que sí.

– Si no guardó el recibo en la cartera, ¿qué pasó entonces?

Ella volvió a pensar.

– No quedaba nada en el mostrador. De eso estoy segura, pues yo lo habría retirado.

– ¿Podría haber caído al suelo?

– Tal vez.

– Y el hombre que se agachó para recoger el guante, ¿podría haberlo recogido?

– Tal vez.

– ¿Qué ponía en el recibo?

– La suma. Su nombre. Su dirección.

Kurt Wallander aguantaba la respiración.

– ¿Lo ponía todo? ¿Estás segura?

– Había rellenado el resguardo de reintegro con letra irregular. Sé que había puesto la dirección aunque no hacía falta.

Kurt Wallander retrocedió de nuevo.

– Lövgren ha recibido el dinero y se va. En la puerta se encuentra con dos hombres desconocidos. Uno de ellos se agacha y recoge del suelo un guante y quizá también el recibo. En él pone que Johannes Lövgren acaba de sacar veintisiete mil coronas. ¿Es correcto?

De repente comprendió.

– ¿Son ellos los que lo hicieron?

– No lo sé. Vuelve a retroceder en el tiempo.

– Cambié el dinero. Se lo metió en el bolsillo. Se marcharon.

– ¿Cuánto tiempo tardaste?

– Tres, cuatro minutos. No más.

– Su transacción de cambio debe de estar en el banco, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza.

– Yo he cambiado hoy dinero en el banco. Tuve que decir mi nombre. ¿Te dieron alguna dirección?

– Quizá. No me acuerdo.

Kurt Wallander asintió. En aquel momento algo empezaba a arder bajo sus pies.

– Tu memoria es fenomenal -dijo-. ¿Has vuelto a ver a esos hombres?

– No, nunca.

– ¿Los reconocerías?

– Creo que sí. Tal vez.

Kurt Wallander pensó un momento.

– Quizá tengas que interrumpir tus vacaciones unos días -dijo.

– ¡Nos vamos a Öland mañana!

Kurt Wallander se decidió enseguida.

– Imposible -atajó-. Tal vez pasado mañana. Pero mañana no.

Se levantó y se sacudió la arena.

– Diles a tus padres dónde se te puede localizar -dijo.

Ella se levantó y se preparó para reunirse con sus amigos.

– ¿Puedo contarlo? -preguntó.

– Invéntate cualquier otra cosa -contestó-. Ya se te ocurrirá algo.

Un poco después de las cuatro de la tarde encontraron el recibo de la transacción de cambio en los archivos del banco Föreningsbanken.

La firma era ilegible. No había ninguna dirección.

Kurt Wallander se sorprendió de que eso no lo desilusionara. Pensó que se debía a que, a pesar de todo, ya sabía cómo podía haber ocurrido todo.

Desde el banco se fue directamente a casa de Rydberg, que estaba convaleciente.

Se hallaba sentado en su balcón cuando Kurt Wallander llamó a la puerta. Había adelgazado y estaba muy pálido. Juntos se sentaron en el balcón y Kurt Wallander le contó su descubrimiento.

Rydberg asintió pensativamente con la cabeza.

– Me parece que tienes razón -dijo cuando Kurt Wallander terminó-. Seguro que ocurrió de ese modo.

– La cuestión es cómo vamos a encontrarlos -planteó Kurt Wallander. Unos turistas de visita casual en Suecia hace más de medio año.

– Quizá se hayan quedado -dijo Rydberg-. Como refugiados, en busca de asilo, inmigrantes.

– ¿Por dónde vamos a empezar? -preguntó Kurt Wallander.

– No lo sé -contestó Rydberg-. Pero ya se te ocurrirá algo.

Estuvieron un par de horas sentados en el balcón de Rydberg.

Un poco antes de las siete, Kurt Wallander volvió a su coche.

Las piedras bajo sus pies ya no estaban tan frías.

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