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«Me habría gustado saber lo que hizo Johannes Lövgren entre las doce y la una y cuarto», pensó. «¿Qué hizo entre la primera y la segunda visita bancaria? ¿Y cómo llegó hasta Ystad? ¿Cómo se fue? No tenía coche.»

Sacó su libreta de apuntes y apartó algunas migas de la mesa. Al cabo de media hora había hecho un resumen de las preguntas que deberían tener respuesta cuanto antes.

De camino al coche entró en una tienda de ropa masculina y compró un par de calcetines. Se sorprendió por el precio, pero pagó sin protestar. Antes siempre había sido Mona quien le compraba la ropa. Intentó recordar la última vez que él mismo se había comprado unos calcetines.

Al volver al coche le habían puesto una multa bajo el limpiaparabrisas.

«Si no pago pronto me demandarán», pensó. «Entonces la fiscal municipal Anette Brolin tendrá que comparecer ante el tribunal y formular una acusación contra mí.»

Tiró la multa en la guantera y volvió a pensar que la fiscal era muy bonita. Bonita y atractiva. Luego se acordó del bollo que acababa de comer.

Eran ya las tres cuando Thomas Näslund lo llamó por teléfono. Kurt Wallander ya había decidido que el viaje a Kristianstad tendría que esperar hasta el día siguiente.

– Estoy calado hasta los huesos -dijo Näslund por teléfono-. Me he paseado por el barro de todo el valle de Fyledalen tras Herdin.

– Sonsácalo bien -contestó Kurt Wallander-. Presiónale un poco. Que nos diga todo lo que sepa.

– ¿Lo llevo a algún sitio? -preguntó Näslund.

– Llévale a casa. Tal vez le resulte más fácil hablar si puede hacerlo en su propia casa.

La rueda de prensa empezaba a las cuatro. Kurt Wallander estuvo buscando a Rydberg, pero nadie sabía dónde se encontraba.

La sala estaba llena de periodistas. Kurt Wallander vio que la reportera de la radio local estaba allí, y decidió averiguar lo que sabía de Linda.

Notó un pinchazo en el estómago.

«Lo aparto», pensó. «Y todo lo que no tengo tiempo de hacer. Estoy buscando a los homicidas y no tengo tiempo para preocuparme de los vivos.»

Durante un segundo vertiginoso un solo deseo ocupó toda su conciencia.

Romper con todo. Huir. Desaparecer. Empezar una nueva vida.

Luego se subió al pequeño podio y dio la bienvenida a quienes habían acudido a la rueda de prensa.

Terminó después de cincuenta y siete minutos. Kurt Wallander pensó que había logrado desmentir las habladurías de que la policía estaba buscando a unos ciudadanos extranjeros por el doble asesinato. No le hicieron preguntas problemáticas. Al bajar del podio se sintió satisfecho.

La chica de la radio local esperó mientras la televisión lo entrevistaba. Como siempre, cuando una cámara de televisión lo enfocaba, se ponía nervioso y se atascaba. Pero el reportero estaba contento y no quería repetirlo.

– Tendréis que buscaros mejores informadores -dijo Kurt Wallander cuando acabaron.

– Tal vez -dijo el reportero sonriendo.

Cuando el equipo de la televisión se marchó, Kurt Wallander sugirió a la chica de la radio local que lo acompañara a su despacho. Delante de un micrófono para la radio se ponía menos nervioso que delante de la cámara.

Cuando terminó, apagó la grabadora. Kurt Wallander estaba a punto de empezar a hablar de Linda, pero en ese momento Rydberg llamó a la puerta y entró.

– Acabamos enseguida -dijo Kurt Wallander.

– Ya hemos acabado -replicó la chica y se levantó.

Kurt Wallander la miró desilusionado mientras se marchaba. No habían hablado ni una palabra sobre Linda.

– Más problemas -anunció Rydberg-. Acaban de llamar de la oficina de recepción de refugiados aquí en Ystad. Un coche entró en el patio y a un anciano del Líbano le tiraron una bolsa con nabos podridos a la cabeza.

– Mierda -dijo Kurt Wallander-. ¿Cómo se encuentra?

– Ya ha llegado al hospital y le están vendando. Pero el encargado está preocupado.

– ¿Tomaron la matrícula?

– Fue demasiado rápido.

Kurt Wallander reflexionó un rato.

– No hagamos nada excepcional por ahora -dijo-. Mañana habrá fuertes desmentidos sobre los extranjeros en todos los periódicos. Ya saldrá por la tele esta noche. Esperemos que se calme el ambiente luego. Podemos pedir a las patrullas nocturnas que pasen por los campos.

– Yo les avisaré -se ofreció Rydberg.

– Vuelve después y haremos un repaso -dijo Wallander.

Eran las ocho y media cuando Kurt Wallander y Rydberg acabaron.

– ¿Qué crees? -preguntó Kurt Wallander al recoger los papeles.

Rydberg se rascaba la frente.

– Claro que esta pista de Herdin es buena -dijo-. Mientras encontremos a la esposa secreta y al hijo. Hay mucho que apunta a que estamos cerca de una solución. Tan cerca que es difícil verla. Pero a la vez…

Rydberg se interrumpió en medio de la frase.

– ¿A la vez?

– No lo sé -continuó Rydberg-. Hay algo raro en todo esto. Como mínimo con el nudo. No sé lo que es. -Se encogió de hombros y se levantó-. Tendremos que continuar mañana.

– ¿Te acuerdas de haber visto una vieja cartera en casa de los Lövgren?

Rydberg negó con la cabeza.

– No que yo recuerde -contestó-. Pero había un montón de mierda desbordando los armarios. Me pregunto por qué los viejos se vuelven como ardillas.

– Envía a alguien mañana a buscar una vieja cartera marrón -dijo Kurt Wallander-. El asa está rota.

Rydberg se fue. Kurt Wallander vio que le dolía mucho la pierna. Pensó que debía averiguar si Ebba había localizado a Sten Widén. Pero lo dejó. En cambio buscó la dirección de la casa de Anette Brolin en un boletín interno. Para su asombro descubrió que casi eran vecinos.

«Podría invitarla a cenar», pensó.

Luego recordó que llevaba anillo de casada.

Se fue a casa en medio de la tormenta y tomó un baño. Luego se metió en la cama y hojeó un libro sobre la vida de Giuseppe Verdi.

El frío lo despertó unas horas más tarde.

El reloj de pulsera señalaba unos minutos antes de la medianoche.

Se sintió acongojado por haberse despertado. Otra vez se quedaría sin conciliar el sueño.

Llevado por su desánimo se vistió. Pensó que aquella noche igual podría pasar unas horas en su despacho.

Al salir a la calle notó que el viento había amainado. Empezaba a hacer más frío otra vez.

«La nieve», pensó. «Pronto vendrá.»

Entró en la carretera de circunvalación. Un taxi solitario iba en la dirección opuesta. Condujo despacio por la ciudad vacía.

De repente se decidió a pasar por el campo de refugiados que estaba en la entrada oeste de la ciudad.

El campo consistía en unas cuantas barracas alineadas en largas filas en un campo abierto. Fuertes focos iluminaban las cajas pintadas de verde.

Se paró en un aparcamiento y salió del coche. Las olas del mar rompían cerca de él. Miró el campo de refugiados.

«Sólo falta una valla alrededor y sería un campo de concentración», pensó.

Estaba a punto de entrar en el coche cuando oyó un débil tintineo. Momentos más tarde se convirtió en un estruendo. Luego unas llamas altas se levantaron de una de las barracas.

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