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– Es una mujer excepcional. No ha dudado de ti en ningún momento, y ha llamado a todo el mundo. ¿Tienes idea de lo que estás haciendo con ella?

Santos frunció el ceño y miró la puerta por la que acababa de salir Glory. Era cierto que se había mantenido a su lado, demostrando públicamente que no creía que los cargos que habían presentado contra él fueran ciertos y haciendo todo lo posible por ayudarlo. Cuando lo detuvieron llamó a Jackson, y después contrató a un buen abogado defensor.

Cuando por fin fijaron una fianza, la pagó y arregló aquella reunión con su compañero.

Sin embargo, a pesar de todo, se preguntaba por qué lo hacía. Se preguntaba cuándo caería el hacha. Y en aquel momento se sentía un canalla por ello.

– ¿Que si sé lo que estoy haciendo? -repitió-. En lo que respecta a Glory, no. Nunca lo he sabido.

Jackson asintió.

– Me lo temía. Pues será mejor que lo pienses, o lo echarás todo a perder. Otra vez.

– ¿A qué te refieres?

– A Liz.

Santos apartó la vista.

– No estaba enamorado de ella. ¿Qué quieres que le haga?

– ¿Y de Glory? ¿Estás enamorado de ella?

Se preguntó qué sentía por Glory La había amado, pero había transcurrido mucho tiempo. La amó cuando aún creía que el mundo estaba hecho de tonos de gris.

– ¿Se puede saber a qué viene tanto interés por mi vida sentimental? ¿Es que no tenemos bastantes preocupaciones para que busques más?

Jackson rió.

– Nuestra esquiva testigo ha ido a la comisaría.

– ¿Tina?

– La misma. Dice que la siguen. Cree que el asesino de Blancanieves la ha elegido como siguiente víctima.

Santos miró a su amigo, frunciendo el ceño.

– Pero tú no la crees, ¿verdad?

– No encaja en el perfil. Es demasiado mayor. Su pelo y sus ojos no son del color adecuado -negó con la cabeza-. Pero parecía verdaderamente asustada. Aunque también pienso que tiene la cabeza a pájaros.

– Probablemente la sugestión ha hecho que empiece a ver visiones. De todas formas, ¿has comprobado si sus temores son fundados?

– Claro. También he intentado hacerla hablar, pero es imposible.

– Como de costumbre.

– Hay otro motivo por el que no he dado demasiado crédito a su declaración.

Santos se alarmó ante el tono de su compañero. Tenía la impresión de que sería peor la noticia de un día que ya estaba lleno de malos titulares.

– Suéltalo.

– Hemos encontrado otro cadáver. En Baton Rouge.

– ¡Baton Rouge! -se puso en pie de un salto, furioso e impotente-. Se nos está escapando. ¡Ese tipo se marcha de aquí!

– No estamos seguros. Es posible que…

– No me vengas con cuentos, Jackson. Sabes tan bien como yo que está fuera de aquí. Ese tipo no se dedica a vagar sin rumbo. Elige un sitio que le guste, en el que se sienta a salvo, y se queda hasta que las cosas se empiezan a poner feas. Entonces se va a otro sitio.

Su compañero no protestó porque no podía. Al cabo de un momento, se aclaró la garganta.

– Voy para allá para ver qué tienen y para asegurarme de que es el verdadero asesino y no un imitador.

– Las palmas de las manos…

– Marcadas con una cruz.

– ¡Es él, Jackson! Voy contigo.

– Sí, para que nos echen a los dos del caso -se puso de pie-. Ni lo sueñes, amigo. Si el capitán se enterase siquiera de que estoy hablando contigo tendría serios problemas.

– Esto es insoportable. ¿Qué se supone que puedo hacer? ¿Quedarme cruzado de brazos para que el asesino se me escape entre los dedos?

– Básicamente, sí.

– Vete al infierno.

Jackson rió y le dio una palmada en el hombro.

– Te sacaremos de esto. De alguna forma, conseguiremos las pruebas que necesitamos para sacarte.

Durante un momento, Santos no dijo nada. Después miró a su amigo a los ojos.

– ¿Y si no las encontramos? Olvidemos la cárcel durante un momento. Podría perder la placa, Jackson. ¿Qué haría entonces? Soy policía y no puedo ser otra cosa.

Jackson le apretó el hombro y asintió.

– Ya lo sé. Pero te sacaremos de esto. Sea como sea, averiguaremos quién lo ha hecho y se lo haremos pagar. Por ahora, intenta recordar quién puede tener algo en tu contra y no hagas locuras.

Capítulo 60

Santos no estaba dispuesto a quedarse sentado de brazos para que el asesino se le escapara entre los dedos, o para que otra persona salvara el pellejo. Le apetecía encontrar a Robichaux y sacarle la verdad a puñetazos, pero imaginaba que, por satisfactorio que resultara, no le serviría de gran cosa.

Su otra opción era Tina. Tal vez fuera cierto que el asesino de Blancanieves la acosaba. Era posible que supiera que lo había visto. Tal vez quisiera atar los cabos sueltos antes que nada. Tina estaba cerca de su amiga Billie cuando tuvo la última cita. Había visto claramente al tipo. Era lógico esperar que él también la hubiera visto. Si era el asesino, Tina representaba una amenaza para él.

Esperó al anochecer para dirigirse al barrio francés. Caminó por calles y clubs, buscando los lugares y las prostitutas más frecuentados. No había ni rastro de Tina. Al cabo de un par de horas empezó a preguntarse si estaba tan asustada como para marcharse de la ciudad, o al menos para ponerse fuera de la circulación durante cierto tiempo.

Rechazó la segunda posibilidad. Las chicas trabajadoras tenían que estar en la calle para ganar dinero. Casi todas trabajaban enfermas, cuando sus hijos estaban enfermos, cuando el calor era agobiante y cuando el frío era insoportable.

Si Tina estaba en la ciudad, estaría en la calle. Seguiría buscando.

Al cabo de un par de horas sus esfuerzos se vieron recompensados. La vio saliendo de un club llamado 69. Llevó el coche a la acera, junto a ella, y bajó la ventanilla.

– Tina.

Ella se volvió sonriente, pero su expresión se transformó en una mueca cuando vio que se trataba de él.

– Piérdete.

Empezó a caminar de nuevo, y Santos la siguió con el coche.

– No voy a perderme, así que será mejor que hables conmigo. Eso nos ahorrará a los dos un montón de tiempo y es fuerzo.

Tina maldijo, pero se detuvo.

– ¿Qué te pasa, cariño? ¿Necesitas una cita?

– Tenemos que hablar.

– ¿De verdad?

Apoyó los antebrazos en la ventanilla abierta y acercó la cabeza, humedeciéndose los labios.

– ¿De qué quieres hablar? -prosiguió-. ¿De las condiciones de tu pito?

Santos olió el alcohol en su aliento. No resultaba sorprendente; muchas de ellas eran alcohólicas o drogadictas. En muchas ocasiones sólo podían soportar aquel trabajo si aturdían su cuerpo y su mente.

Desgraciadamente, aquello era lo que mantenía a muchas de ellas en el negocio. Las quemaba y las encadenaba a aquella vida.

No le gustaba verla así. No le gustaba mirarla en la actualidad y recordar cómo había sido. El no era el culpable del derrotero que había tomado la vida de aquella mujer. No había sido capaz de ayudarla.

Aun así se sentía responsable, en cierto modo.

– No te hagas la interesante, Tina. Quiero hablar contigo del asesino de Blancanieves.

– ¿De asuntos policiales? -levantó una ceja-. Cariño, tenía entendido que ya no eras poli.

Santos apretó los dientes, pero no respondió a su pregunta.

– El detective Jackson me ha dicho que te has pasado por la comisaría.

– ¿Y qué?

– Que me ha dicho que estabas asustada. Dice que crees que te persigue el asesino.

Tina entrecerró los pintadísimos ojos.

– Es cierto. ¿Y sabes lo que hicieron por mí tus amiguitos? Nada -se enderezó-. Así que, como te he dicho antes, piérdete.

Se volvió y empezó a alejarse. Santos abrió la puerta del coche, salió y corrió tras ella.

– Quiero ayudarte, Tina.

Ella siguió andando, sin hacerle caso.

– Siento no haber vuelto por ti -insistió Santos-. Deja que te ayude ahora.

Tina se detuvo, pero no lo miró.

– No quieres ayudarme -murmuró-. Sólo quieres ayudarte a ti mismo -se aclaró la garganta-. Sólo quieres capturar a ese tipo, pero no por mí ni por ninguna de las otras chicas que están en peligro. Sólo somos putas.

Santos dio otro paso hacia ella.

– Eso no es cierto. Te aseguro que sí que me importa. Ella volvió la cabeza y lo miró a los ojos. Los suyos brillaban con las lágrimas sin derramar.

– Si te hubiera importado habrías vuelto a buscarme.

– No pude. Pero ahora estoy aquí. Creo que es posible que ese tipo te esté siguiendo. Piensa que eres un cabo suelto, que puedes representar una amenaza para él. Si piensa eso, intentará matarte. A no ser que lo capturemos antes.

La sangre desapareció del rostro de Tina. Santos le rodeó el brazo con la mano. Se quedó mirándolo, con el miedo desnudo en los ojos.

– Ayúdame, Tina -continuó-. Ayúdate.

Durante un breve momento pensó que iba a acceder. Pero el miedo de sus ojos se transformó en cólera. Se apartó de él, retirando el brazo de sus dedos.

– Déjame en paz. No sé nada.

– Tina…

Intentó sujetarla de nuevo, pero ella le dio un golpe en el hombro con el bolso, que se abrió. Su contenido se derramó por la acera. Gimió, frustrada, y se agachó para recoger sus cosas.

Santos se agachó junto a ella, para ayudarla. No llevaba muchas cosas: un paquete de cigarrillos, media docena de cajas de cerillas, unos cuantos billetes arrugados y varios preservativos.

– Lárgate -dijo ella, recogiendo los paquetes-. Déjame en paz.

– No estoy dispuesto a marcharme. Hasta que me digas algo me quedaré pegado a ti como una lapa. No será demasiado fácil para ninguno de los dos, pero…

Tina alargó una mano para recoger otro objeto. La cadena que llevaba al cuello se salió de debajo de su blusa.

El colgante era una cruz. Pequeña, barata, sin adornos. Era igual que una docena de cruces que había visto en el cajón de la mesa de su despacho.

– ¿De dónde has sacado eso? -preguntó, cubriéndole la mano.

Tina apartó la mano y se metió el paquete de plástico en el bolso.

– Son condones, agente. Látex cien por ciento. El mejor amigo de la puta, ¿sabes? Los compramos al por mayor en la droguería de la esquina. Si te interesa, está por ahí.

– No me refiero a eso -llevó la mano al colgante-. Hablo de esto.

– ¡No me toques!

Se echó hacia atrás, pero Santos siguió aferrando la cruz.

– ¿De dónde lo has sacado, Tina?

– Un regalo de graduación -dijo con sarcasmo-. De mi madre, que me adoraba, y mi padrastro, ¿no lo recuerdas? Te he hablado de él. Era un cerdo, igual que tú.

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