Santos agarró el colgante con obstinación.
– Deja de repetirme las tonterías que cuentas a los clientes para ablandarlos. Quiero que me digas la verdad.
– Me lo ha regalado alguien que quiere salvar mi alma inmortal, ¿de acuerdo? Ahora piérdete de una vez.
Su alma inmortal. Un escalofrío le recorrió la columna. Tina conocía al asesino. Estaba seguro. Se acercó un poco más.
– ¿Quién te lo ha regalado?
– Tú eres el detective. Averígualo.
Santos le arrancó el crucifijo de un tirón. Tina perdió el equilibrio y aterrizó sobre la acera.
– ¿Es que quieres morir? Podría salvarte la vida. A ver si entiendes esto. No pude volver a buscarte porque mi madre fue asesinada aquella noche. Descuartizada, igual que tu amiga Billie. No volví a buscarte porque ni siquiera yo tengo adónde ir. Porque mi mundo se ha derrumbado. Este tipo puede ser el mismo que la mató a ella. Y tengo que saber si es él. Tengo que atraparlo, Tina. Ahora -se inclinó hacia ella para tenderle la mano-, dime de dónde has sacado este maldito colgante.
Tina había comprado el crucifijo a un vendedor de biblias del barrio, que tenía una pequeña tienda de objetos religiosos. A1 parecer, era un buen tipo. Se llevaba bien con las prostitutas, y siempre las sermoneaba sobre el bien y el mal, citándoles las escrituras e intentando convencerlas para que cambiaran de vida.
Dijo que era imposible que él fuera el asesino. Absolutamente imposible.
Pero Santos no estaba de acuerdo. Jackson tampoco.
Visiblemente nervioso, Jackson le dijo que esperase, que volvería con él en cuanto pudiera.
Pero la espera resultó insoportable. Santos caminaba de un lado a otro, maldiciendo a Chop Robichaux y a todos los que le habían tendido la trampa. Quería estar con Jackson y los demás. Quería estar en el piso de aquel hombre, esposarlo y detenerlo.
Quería desempeñar su trabajo.
Y quería que aquel tipo fuera el que había asesinado a su madre. Quería saberlo, y quería que pagara por ello.
Jackson lo llamó en cuanto volvió a la comisaría, y le dijo que parecía que era su hombre. Habían encontrado en su casa más cruces como aquéllas, y varios artículos sobre Blancanieves. Incluso tenía fotografías de un par de las chicas asesinadas.
Lo único que no tenían, al parecer, era al hombre. Según su casera, se había ido de viaje. A veces pasaba fuera una semana, pero nunca más tiempo. No sabía dónde podía estar.
– ¿Tiene la edad suficiente? -preguntó, aferrándose al auricular-. ¿Crees que puede ser el que…?
Su garganta se cerró y se esforzó por hablar, dándose cuenta de lo mucho que había esperado que llegara aquel momento. Y lo mucho que lo había temido.
Tenía que saberlo.
– ¿Crees -repitió con voz más clara- que puede ser el que asesinó a mi madre?
Durante unos segundos, su compañero guardó silencio. Santos tenía un nudo en el estómago.
– Podría ser -dijo al fin-. Tiene la edad suficiente. Lleva años viviendo en el barrio, y frecuenta a las.., prostitutas.
Santos dejó escapar el aliento. Podía ser él.
– Pero no te emociones -dijo Jackson-. Sólo por el hecho de que pueda ser él, no significa que sea él. De hecho, sería bastante raro.
– Ya lo sé, pero por ahora… Por ahora me basta con una posibilidad.
– Hola, Liz.
Liz levantó la vista de las fichas de los empleados, alineadas frente a ella.
– Jackson -dijo contenta de verlo-. ¿Qué te trae por aquí?
El policía sonrió.
– Me moría por una de tus ensaladas.
– Es lo que más me gusta que me digan los clientes -se levantó del taburete-. Te llevaré a una mesa. ¿Estás solo?
– Sí. Sólo he traído a mi pequeña persona.
Liz rió y se detuvo frente a una mesa, con vistas a la calle.
– Perfecta -ocupó una de las sillas y señaló la otra-. ¿Puedes acompañarme?
Liz miró hacia la barra. Tenía que terminar de repasar las fichas para tener preparadas las nóminas al día siguiente.
– Sólo un momento -se sentó frente a él-. El papeleo no termina nunca. Es lo que más odio de este negocio.
– Así es la vida -murmuró mientras se acercaba la camarera con el menú-. Todo tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Por ejemplo, mírame a mí. Me encanta el trabajo de policía. Lo que no soporto es tener que mirar a la cara a los criminales.
– Supongo que, en comparación, lo mío con los papeles no es tan terrible.
Jackson no miró siquiera la carta. Pidió una ensalada y un vaso de té helado y se volvió hacia Liz.
– ¿Qué tal van las cosas?
– Muy bien -dijo rápidamente.
Tal vez con demasiada rapidez. Y con demasiada alegría. Se sonrojó y se aclaró la garganta, cohibida.
– Me he enterado de que tenéis al asesino de Blancanieves.
– Tenemos un sospechoso.
Liz frunció el ceño.
– No pareces muy convencido de que sea él.
– ¿No? -se encogió de hombros-. No soy como el cabezota de mi compañero. Siempre concedo el beneficio de la duda hasta que tenemos todas las pruebas necesarias y el culpable es detenido.
Cuando oyó hablar de Santos, Liz sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
– ¿Qué tal está Santos?
– Si has visto el periódico, lo sabrás.
Liz se mordió el labio inferior, luchando contra la sensación de culpa que se formaba en su interior. Se recordó que lo odiaba. Se recordó que le daba igual qué fuera de él, y que si por ella fuera, podía morirse. Sólo esperaba que Glory también se muriera.
– ¿Te pasa algo, Liz?
– Nada -negó con la cabeza-. No.
Jackson entrecerró los ojos para mirarla, y Liz volvió a sonrojarse, pero en aquella ocasión a causa de la culpa. Apartó la mirada.
– ¿Es tan mala su situación como parece? Quiero decir, ¿hay alguna posibilidad de que…?Ya sabes.
– ¿De qué se demuestre su inocencia? Eso espero, desde luego -sus labios se cerraron en una línea-. Alguien le ha tendido una trampa. Alguien más, aparte de Chop Robichaux.
– ¿Aparte de Robichaux? -repitió-. ¿Quién?
– Si lo supiéramos podríamos hacer algo, pero tal y como están las cosas, no veo ninguna solución. No tendrás información sobre esto, ¿verdad?
– ¿Información? ¿Yo? -negó con la cabeza, acallando los remordimientos-. ¿Cómo quieres que sepa nada? -se puso en pie con una sonrisa falsa-. Aquí llega tu ensalada. Será mejor que siga con los papeles.
Se volvió y empezó a caminar hacia la barra, pero se detuvo cuando Jackson la llamó por su nombre. Volvió la cabeza para mirarlo a los ojos, con dificultad.
– Santos no quería hacerte daño. Es una buena persona. Y un gran policía.
Las lágrimas se formaron en sus ojos. Sin decir una palabra, siguió andando. Pero una vez en la barra se sentía incapaz de seguir con sus cálculos. No podía dejar de pensar que poco tiempo atrás había visto a Hope Saint Germaine en el barrio francés, hablando con Chop Robichaux.
Y no podía dejar de pensar en Santos.
Como si lo hubiera conjurado con sus pensamientos, entró en el restaurante. El corazón de Liz latió a toda velocidad, y durante un momento pensó que era posible, sólo posible, que hubiera ido a verla.
Pero, por supuesto, no era así. Había ido a ver a Jackson, y parecía enormemente incómodo por estar allí.
Pensó furiosa que debía estarlo. Debía sentirse como el canalla que era.
Lo miró de reojo. Vio que él lanzaba una mirada en su dirección, hacía una mueca y caminaba hacia la puerta. Jackson negó con la cabeza y le indicó con un gesto que se sentara. Con la actitud de un condenado a muerte, Santos obedeció.
Liz tenía un nudo en la garganta que amenazaba con sofocarla. Le dolía mirar a Santos. Le dolía desear tanto algo que nunca podría tener.
No entendía por qué no habían funcionado las cosas entre ellos, por qué no había podido amarla. Aquello habría compensado mil veces todo su pasado, el hecho de haber perdido su brillante futuro. Habría compensado lo de Glory.
Pasó unos minutos más peleándose con las fichas, consciente de que tendría que rehacer todo el trabajo, incapaz de pensar en algo que no fuera Santos. Volvió a mirarlo de reojo y apartó la vista rápidamente.
Se dio cuenta de que tenía mal aspecto. Estaba demacrado y cansado. Algo en su expresión hacía que pareciera un niño perdido. Tal y como debió ser tantos años atrás, después del asesinato de su madre, cuando no tenía a nadie.
Acababa de perder a Lily, y ahora había perdido el trabajo. Tragó saliva, incómoda. En cierto modo, Santos se encontraba de nuevo en la misma situación. No tenía nada ni a nadie.
Le encantaba el trabajo de policía, y era muy bueno. Uno de los mejores. No podía hacerle daño en algo así, por mucho daño que él le hubiera hecho a ella. Era algo odioso.
Y, a la larga, era probable que a ella le hiciera más daño que a él.
Se puso en pie y se pasó las manos por la falda, nerviosa. El hecho de que Hope Saint Germaine y Chop Robichaux estuvieran hablando podría ser una coincidencia que no tuviera nada que ver con Santos. Probablemente era así. Pero al menos así limpiaría su conciencia.
Respiró profundamente y caminó hacia la mesa. Los dos hombres la miraron. Apretó las manos fuertemente.
– Hola, Santos.
– Hola.
Parecía estar sufriendo. Liz se dio cuenta de que se sentía culpable por haberle hecho daño. No lo había hecho a propósito. El dolor de sus ojos era verdadero.
– Si quieres que me vaya -dijo Santos en voz muy baja.
– No, es que… -respiró profundamente-. Tengo que hablar con vosotros -miró a Jackson-. Con los dos. ¿Puedo sentarme?
Los dos asintieron. Liz tomó asiento y, sin más preámbulos, les contó lo que sabía. Unos minutos después, Jackson se echó hacia atrás en la silla y silbó.
– Vaya, vaya.
Santos sacudió la cabeza, anonadado.
– Me convencí de que no podía estar implicada. A pesar de que el instinto me decía lo contrario, a pesar de que todo la apuntaba a ella una y otra vez, a pesar de que recordaba el veneno que había en su voz y en sus ojos la última vez que la vi. Pero pensé que era una tontería. Me dije que no era posible.
– Pero ¿Chop Robichaux? No se puede caer mucho más bajo que él, así que ¿cómo…?
– ¿Cómo se pondría en contacto con él? -Santos se echó hacia delante-. No se pueden abrir las páginas amarillas y buscar sacos de estiércol.
– Y Robichaux no lo arriesgaría todo por cualquiera.