HOPE
Nueva Orleans, Luisiana 1967
Un intenso olor a flores impregnaba el ambiente, dominándolo todo con su dulzura. Pero el aroma se mezclaba con los olores de la sección de maternidad, y el resultado final era tan original como repugnante. Sin embargo, el nacimiento del primer hijo de Philip Saint Germaine III fue recibido con todo tipo de parabienes.
La alegría del momento resultaba comprensible. A fin de cuentas el niño heredaría la fortuna de la familia y su posición social. Algún día se haría cargo del Saint Charles, el pequeño hotel de lujo que había edificado en 1908 el primer Philip Saint Germaine.
Para aquel bebé, nada era demasiado.
Hope miró al recién nacido, que descansaba en una cuna junto a la cama. Vacilaba con amargura entre la desesperación y la decepción. Esperaba que fuera un niño. Había rezado hasta la extenuación y hasta había hecho todo tipo de penitencias para conseguirlo. Estaba tan segura de que tanta oración conseguiría su objetivo que ni siquiera había pensado en posibles nombres para una niña.
Pero no había obtenido lo que deseaba, y Hope lo interpretó como una especie de castigo divino. Había dado a luz una niña. Como su madre y su abuela, como todas las Pierron en más generaciones de las que podía recordar.
Respiró profundamente. Al parecer no había conseguido escapar del legado de las Pierron. Aunque durante algún tiempo se las hubiera arreglado para creer que lo había conseguido. En los ocho años transcurridos desde que abandonara la mansión de River Road, había logrado todos sus objetivos. No sólo había superado el estigma de ser hija de una prostituta, sino que se había casado con Philip Germaine III, un hombre rico que pertenecía a una familia tan poderosa como aparentemente impecable. Se había convertido en una de las damas más influyentes de Nueva Orleans.
Sin embargo acababa de comprender que no había logrado escapar del pasado, aunque lo hubiera dejado atrás. La maldición de las Pierron pesaba sobre ella.
La niña ya mostraba todos los signos de una postrera belleza. De piel clara y ojos azules, su pelo era de un negro aterciopelado. Como todas las Pierron, tendría la habilidad de volver locos a los hombres y llevaría en sus entrañas un fuego intenso que Hope interpretaba como algo negativo y pecaminoso.
Al pensarlo, se estremeció. Ella misma albergaba sentimientos inconfesables de pasión. Y de vez en cuando la tentaba la necesidad de liberarlos.
Philip entró en la habitación con una sonrisa en los labios y un enorme ramo de rosas en la mano.
– Cariño, es preciosa. Es perfecta. Estoy tan orgulloso de ti…
Su marido se inclinó sobre la cama y la besó en la frente con cuidado de no hacer ruido, para no despertar al bebé.
Hope apartó la cara. Temía que pudiera notar sus sentimientos, la profundidad de su decepción.
– ¿Qué ocurre? -preguntó él, mientras se sentaba en la cama-. Hope, cariño, sé que querías darme un hijo, pero no importa. Nuestra pequeña es la niña más bonita que haya visto nunca.
Hope intentó controlarse, pero no pudo evitar derramar una solitaria lágrima.
– No llores, mi amor. No importa, de verdad. ¿Es que no te das cuenta? Además, tendremos más hijos. Muchos más.
El dolor que sentía era casi insoportable. Hope creía saber que no podría tener más hijos. Ninguna Pierron había tenido más de uno, y siempre había sido una niña.
Se aferró a la solapa de su chaqueta. Deseaba compartir con él su desesperación, pero sabía que se horrorizaría al conocer la verdad sobre su «perfecta» esposa y sobre su hija.
En silencio, se juró que no llegaría a saberlo. Apretó la cara contra su hombro e inhaló el olor a lluvia que impregnaba sus prendas. Nadie lo sabría nunca.
– Ojalá que mis padres hubieran vivido lo suficiente para verla -susurró ella-. Es tan injusto y a veces duele tanto que apenas puedo soportarlo.
– Lo sé, cariño.
Durante unos segundos, Philip no hizo nada salvo abrazarla. Acto seguido se apartó, sonrió, y sacó una cajita del bolsillo. Llevaba el sello de uno de los joyeros más famosos de Nueva Orleans.
– Tengo algo para ti.
Hope abrió la caja con dedos temblorosos. En su interior, y envuelto en un pedazo de terciopelo blanco, había un precioso collar de perlas que se puso de inmediato.
– Son exquisitas -dijo.
– Algún día serán de nuestra hija -declaró él-. Pensé que sería algo apropiado.
Hope devolvió el collar al interior de la cajita. Toda su alegría había desaparecido de repente. Al mirar a su esposo se dijo que Philip ya adoraba a la criatura, que ya había caído bajo el poder de «la oscuridad» sin siquiera saberlo.
– Ha causado sensación en la maternidad -continuó Philip-. Creo que todas las enfermeras del hospital han pasado por aquí para verla. Dicen que es la niña más bonita que han visto nunca. Lo que no saben es que yo soy el hombre más afortunado del mundo.
En aquel momento, el bebé empezó a llorar. Hope no reaccionó. Sabía de sobra lo que tenía que hacer, pero la perspectiva de dar el pecho a su hija la repugnaba.
Poco a poco, los gritos de la niña se hicieron más intensos. Philip frunció el ceño, obviamente confuso ante la situación.
– Hope, cariño, tiene hambre. Tendrás que alimentarla.
Hope negó con la cabeza mientras el rostro del bebé enrojecía al llorar. En su locura, pensó que había algo en sus rasgos que pertenecía a sus peores pesadillas. Pensó que la oscuridad era muy fuerte en aquella criatura.
Philip apretó los dedos sobre su mano.
– Hope, cariño, debes darle el pecho -insistió.
Al ver que su esposa no reaccionaba, tomó al bebé en brazos; pero la niña no dejaba de llorar. Entonces intentó dárselo, pero Hope se negó. Miró a su alrededor, desesperada por escapar de aquella situación. Estaba obsesionada con la supuesta maldición de las Pierron y convencida de haber cometido un error al quedar embarazada.
Se sentía atrapada, e impotente. Como había sucedido durante su infancia en la mansión de su madre.
– No puedo -dijo, al borde de la histeria-. No lo haré.
– Cariño…
En aquel instante entró una enfermera.
– ¿Qué sucede?
– No quiere alimentar al bebé -contestó Philip-. Ni siquiera quiere tomarlo en sus brazos. Y no sé qué hacer.
– Señora Saint Germaine, su hija tiene hambre -dijo la enfermera, con firmeza-. Debe alimentarla. Dejará de llorar en cuanto…
– ¡No! -exclamó, presa del pánico-. No lo haré. Por favor, Philip, no me hagas esto. No puedo hacerlo. No puedo.
Su marido la miró como si se hubiera vuelto loca.
– Hope, ¿qué ocurre? Cariño, es nuestra hija. Te necesita.
– No lo comprendes. No entiendes nada -dijo entre sollozos-. Márchate, por favor. Déjame sola.
Philip August Saint Germaine III llevaba una existencia idílica y despreocupada, hasta el punto de que lo envidiaban por ello. Pertenecía a una familia rica y bien avenida. Era un hombre poderoso, atlético y bastante atractivo, que siempre había destacado en los estudios durante su juventud, no sólo por su inteligencia sino también por su encanto.
En realidad, no había tenido que trabajar para conseguir nada. Ni títulos, ni mujeres, ni dinero. Todo le había llegado siempre en bandeja de plata y con una sonrisa; y entre todas las cosas destacaba el hotel Saint Charles, la joya más preciada de la fortuna familiar. Sin embargo, aceptaba su suerte con total naturalidad y poseía la ética suficiente como para no olvidar a los que tenían mucho menos que él. De hecho hacía generosas donaciones a diversas organizaciones de solidaridad, aunque en parte se debía a que tal acto evitaba que se sintiera culpable.
Con una arrogancia más que justificada, había pensado que nada desagradable podía tocarlo, que nada podía hacerlo infeliz. Hasta, exactamente, treinta y seis horas antes.
Pero ahora, mientras contemplaba a una enfermera que estaba alimentando a su preciosa hija, su arrogancia había desaparecido. Tenía la impresión de que su idílica vida se derrumbaba a su alrededor.
Las últimas horas habían sido una pesadilla de la que no podía a despertar. La mujer que amaba, generalmente tan tranquila y adorable, se había convertido en un monstruo, en una persona que lo asustaba.
Se llevó una mano a la cabeza. Le dolía bastante, por la ansiedad y por la falta de sueño. No sólo lo había insultado con expresiones que ni siquiera imaginaba que conociera, sino que al intentar hablar con ella, para que pusieran un nombre a la niña, dijo que lo odiaba.
Con todo, lo peor había sido el brillo de sus ojos mientras hablaba. Un brillo de evidente locura que lo asustó. En cuanto la miró supo que la vida que había conocido desaparecería para siempre.
Se metió las manos en los bolsillos y observó a su hija mientras tomaba el biberón. Ya era la viva imagen de su madre. No podía comprender que Hope la mirara con horror, que se negara incluso a tocarla. Al parecer, veía en ella algo monstruoso y terrible.
Por desgracia no comprendía en absoluto la actitud de su esposa, y no podía hacer nada para ayudarla. Todo había ocurrido de manera imprevista, sin ningún sentido aparente. Hope parecía estar muy ilusionada con el nacimiento de su primer hijo. No había sufrido durante el embarazo, y ni siquiera se había sentido revuelta por las mañanas. Hasta habían hablado más de una vez sobre lo que haría su hijo, sobre lo que sería. Al margen de su absoluta convicción de que se trataría de un niño, su actitud había parecido, en todo momento, normal.
Philip se estremeció. No sabía qué iba a hacer si la perdía, si la mujer que tanto había amado desaparecía para siempre. La quería con locura. Siempre la había querido.
La enfermera dejó de alimentar al bebé y lo dejó en una cuna. Philip observó la escena a través del cristal de la maternidad, pero por alguna razón recordó a Hope, la noche en que la conoció. El se encontraba en Menfis por asuntos de negocios, y los habían presentado unos amigos. Cuando la vio por primera vez estaba riendo, con su largo y sedoso cabello cayendo hacia un lado. De inmediato sintió el deseó de tocar su pelo, de sentir su textura en los labios. Se había excitado con algo tan simple como verla hablar.
En cuanto se encontraron sus miradas, Philip supo que Hope sabía lo que estaba pensando, y que se alegraba por ello. En aquel instante, se enamoró. Fue todo un flechazo.