– Sí, ¿qué quieren?
Uno de los hombres le enseñó la placa.
– Teniente Brown, de Asuntos Internos. Estos son los agentes Patrick, Thompson y White.
Santos miró a los policías uno a uno. Los cuatro lo contemplaban con desprecio y hostilidad. Al parecer le habían tendido una trampa. Pero no entendía quién, ni por qué.
– ¿Qué puedo hacer por usted, teniente?
– Creo que ya lo sabe, detective. Contra la pared.
Santos obedeció, y uno de los agentes, probablemente Patrick, lo cacheó, quitándole el arma reglamentaria y la placa.
– ¿Qué es esto? -preguntó, sacándole un sobre del bolsillo de la chaqueta y entregándoselo al teniente.
El policía lo abrió y miró a Santos a los ojos.
– Yo diría que son veintiún billetes de cien dólares, detective. Billetes marcados, si no me equivoco. ¿Me puede explicar de dónde ha salido ese dinero?
– Me encantaría, pero no tengo ni idea. Alguien me lo debe haber metido en el bolsillo -pensó rápidamente que muchas personas podían haberlo hecho, pero lo más probable era que se tratara del hombre que le había tirado la cerveza-. Me han tendido una trampa.
– Sorpresa, sorpresa. Creo que he oído esa frase mil veces.
El agente Patrick sujetó a Santos por el brazo derecho, se lo dobló detrás de la espalda y le esposó la muñeca. Después hizo lo mismo con su brazo izquierdo.
– Supongo que sí, pero esta vez es verdad.
– Dígaselo a su abogado -espetó el teniente-. Que alguien le lea sus derechos.
Liz sonrió débilmente al camarero.
– Me largo, Darryl. ¿Estás seguro de que te puedes encargar de todo?
El sonrió, y su rostro agradable aunque anodino adquirió cierta personalidad.
– Desde luego, jefa.
– ¿Estás seguro de que sabes cerrar? Si tienes alguna duda, me quedaré una hora más y…
– Piérdete -le dijo señalando la puerta-. Tienes un aspecto horrible.
– Muchas gracias -se echó la bolsa a un hombro-. La verdad es que estoy agotada. Llevo trece horas trabajando.
– Venga, márchate. Yo me encargo de todo. Si pasa algo, sé dónde encontrarte.
Después de echar un vistazo al local y despedirse de los otros camareros, Liz salió del restaurante y empezó a caminar hacia su coche.
Lo había dejado en un aparcamiento que se encontraba en la calle Bourbon, a dos manzanas de distancia. No le importaba ir andando, aunque pocas veces se marchaba antes de las diez y media. Aquella zona del barrio francés estaba muy transitada, y cuando salía a la hora del cierre solía acompañarla alguno de sus fieles empleados.
Fieles. A diferencia de Santos.
Dejó de lado el pensamiento y respiró profundamente, llenándose los pulmones con el aire de la noche. Entendía que tendría que seguir adelante. Era una superviviente. En realidad no hacía falta que pasara tanto tiempo en el restaurante, pero prefería trabajar hasta agotarse para tener menos tiempo para pensar en Santos. Así tendría menos tiempo para echarlo de menos, para sentir aquel profundo dolor.
A pesar de todo lo que había ocurrido, seguía amándolo.
Dejó escapar el aire de los pulmones, enfadada. No estaba dispuesta a perdonarle lo que le había hecho, la forma que había tenido de traicionarla con Glory. Si tuviera forma de obligarlo a pagar por ello, lo haría.
Llegó a la calle Bourbon y miró a ambos lados para cruzar. Entonces se detuvo, parpadeando sorprendida. Hope Saint Germaine estaba cruzando la calle desde el otro lado.
Liz frunció el ceño, disgustada. La vida nocturna del barrio francés no parecía muy adecuada para aquella mujer, a no ser que hubiera decidido ir a soltar discursos sobre los valores morales. Sí; probablemente había ido a amargar a alguien.
Pero le extrañaba que estuviera sola a las diez de la noche.
Sin detenerse a pensar en ello, giró en dirección contraria a su coche y siguió a Hope con una curiosidad que se vio recompensada y aumentada cuando, unos minutos después, entró en Paris Nights, un local de prostitución que pertenecía a un proxeneta llamado Chop Robichaux. Siempre que se reunía la comunidad de propietarios de comercios del barrio aquel hombre la examinaba con ojo de tratante de ganado, como si intentara calcular su precio en el mercado.
Liz se estremeció. Había oído hablar de sus problemas con la ley, y los dueños de otros establecimientos le habían contado de él cosas que le provocaban pesadillas.
Sacudió la cabeza y se dijo que los motivos que tuviera Hope para estar en Paris Nights no eran asunto suyo, pero siguió a la madre de Glory al interior del club. Se detuvo junto a la puerta, intentando acostumbrarse al oscuro interior. Entonces vio que Hope Saint Germaine estaba en la barra, hablando con Chop. Pero en vez de marcharse, como si le hubiera indicado dónde se encontraba el teléfono público más cercano o le hubiera permitido ir al servicio, Hope se quedó esperando mientras el propietario rodeaba la barra, y los dos entraron juntos en la parte trasera del local.
Liz entrecerró los ojos. No entendía qué podían tener en común una beata de la alta sociedad y el propietario de una cadena de prostíbulos.
Los siguió, aunque con cuidado de mantenerse a cierta distancia. Se habían sentado en una esquina discreta, detrás del escenario. Liz miró entre las bailarinas y vio que Hope le entregaba lo que parecía un sobre.
– Hola, guapa -un hombre que apestaba a whisky la sujetó por los brazos-. ¿Quieres bailar?
– No, gracias -dijo apartándose disgustada-. Disculpe.
Empezó a salir del club, pero el borracho la siguió.
– Venga, preciosa, estoy seguro de que te mueves mejor que las chicas del escenario.
Liz lo miró, esforzándose por adoptar una expresión fiera.
– He dicho que no.
Intentó volver a acercarse a ella y le llevó la mano al pecho. Indignada, Liz le apartó la mano de un golpe y le dio una patada en la entrepierna. El hombre gimió de dolor y cayó al suelo.
Liz se volvió y salió corriendo.
Cuarenta y ocho horas después de que lo arrestaran, Glory sacó a Santos en libertad bajo fianza. Se lo llevó directamente al hotel, donde esperaba Jackson.
Santos no perdió el tiempo intercambiando cortesías. Entró corriendo en la habitación y se colocó frente a su compañero.
– ¿Se puede saber qué está pasando?
Jackson se cruzó de brazos con calma.
– Parece que Robichaux acudió al fiscal del distrito para decirle que lo estabas arruinando. Dijo que lo amenazabas con atacarlos a él y a su familia si no pagaba.
– ¿Qué?
– Tranquilo, socio, que hay más. Chop asegura que hace seis años eras uno de los policías a los que pagaba por hacer la vista gorda.
Santos se dejó caer en un sillón. El pasado volvía para acosarlo. Recordaba las miradas de desconfianza, la hostilidad abierta de sus compañeros de trabajo. Se había sentido profundamente traicionado, primero cuando descubrió lo que estaban haciendo, y después cuando uno de ellos lo acusó de estar implicado.
El hecho de que se cuestionara su honradez había sido lo más insoportable. Y ahora le estaba ocurriendo de nuevo.
Incapaz de estar quieto, se puso en pie y empezó a recorrer la habitación.
– Chop afirma -prosiguió Jackson- que no sólo eras uno de ellos, sino que eras el cabecilla -continuó-. Dice que te enteraste de que Asuntos Internos te seguía la pista y delataste a tus cómplices para librarte. Dice que accedió a cooperar porque amenazaste a su familia. Por supuesto, dice que no tiene nada que perder porque le ofrecieron inmunidad.
– Si pudiera ponerle la mano encima…
– Lo que no entiendo -interrumpió Glory- es por qué los de Asuntos Internos han dado crédito a alguien como él. Por el amor de Dios, todo el mundo sabe a qué se dedica.
Jackson sonrió con tristeza.
– Es ridículo, ¿verdad? Pero no es un buen momento para parecer inocente. Se han dado tantos incidentes y tantos escándalos en el departamento relacionados con la corrupción policial que la gente piensa que todos somos corruptos. Estamos en plena caza de brujas, porque los jefes están obsesionados con limpiar la policía. En la actualidad, cualquier agente es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Y no paran de volver al hecho de que aquel policía insistió en que tenías algo que ver.
– Así que Robichaux va al fiscal del distrito con su cuento de hadas, y acuden a Asuntos Internos para llegar a un acuerdo. Robichaux les dice que voy a ir a recibir un pago, le dan los billetes marcados y se encarga de que me los metan en el bolsillo -dejó de pasear y miró a su compañero-. Por supuesto, todo el mundo se ha tragado la historia. No sólo los de Asuntos Internos, sino también los de nuestro departamento. Todos creen a un proxeneta antes que a mí. Estupendo.
– No todo el mundo -dijo Jackson con calma-. Aunque algunos piensan que la cosa tiene mal aspecto, por lo que te ocurrió en el pasado con Robichaux, por la forma que tuviste de hacer las cosas al hablar con él antes de comunicarlo a tus superiores. Y estuviste allí, en su club, aquella noche.
– Robichaux llamó a Santos -dijo Glory rápidamente-. Le dijo que tenía información sobre Blancanieves. Yo estaba con él.
– Pero no oíste la conversación, así que por lo que a Asunto Internos respecta, es como si no estuvieras -se volvió hacia Santos-. Y tú tenías el sobre lleno de dinero. El dinero marcado.
– Me lo metieron en el bolsillo.
– Ya lo sé. Y tú lo sabes…
– Pero tenemos que convencer a los demás -murmuró Glory-. ¿Cómo?
– Para averiguarlo -dijo Jackson- tendremos que saber por qué. Por qué -repitió con calma-. Vamos a ver. Ya no estás en la brigada antivicio. En esta ciudad hay bastantes asesinatos para mantenerte ocupado en tu propio departamento. ¿Por qué podría querer Robichaux arriesgarse para tenderte una trampa?
– Por dinero. Es lo único que le importa a alguien como él. Alguien le ha pagado por hacerlo -Santos entrecerró los ojos-. Pero ¿quién?
– Eso es lo que tenemos que averiguar.
El encargado del hotel llamó. Glory habló con él y se disculpó.
– El deber me llama -murmuró mientras iba hacia la puerta-. Si necesitáis algo, pedidle a mi secretaria que me lo cauce.
Santos caminó hacia ella y se llevó su mano a los labios.
– Gracias -dijo en voz baja, dándose cuenta de que la necesitaba más de lo que debía-. Por todo.
Glory sonrió y apretó su mano.
– De nada.
Unos segundos después se marchó, cerrando la puerta. Jackson se quedó mirándola, admirado.