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Sacó una diminuta moneda de una bolsa que llevaba al cinto y la depositó en mi mano. Me dijo que la escondiera y guardara a buen recaudo, porque pertenecía a nuestra familia.

También dijo que procedía de un castillo erigido sobre el Arges.

»Yo sabía que debía enseñar la moneda a mi padre, pero no lo hice, porque pensé que se enfadaría al saber que había hablado con la vieja bruja. La escondí debajo de una esquina de la cama que compartía con mis hermanas y no se lo dije a nadie. A veces la sacaba cuando nadie miraba, la sostenía en la mano y me preguntaba cuál había sido la intención de la mujer al dármela. En una cara de la moneda había un extraño ser de cola ensortijada y en la otra un pájaro y una cruz diminuta.

»Transcurrieron un par de años y yo continué trabajando en la tierra de mi padre y ayudando a mi madre en casa. El hecho de tener varias hijas desesperaba a mi padre. Decía que nunca nos casaríamos porque era demasiado pobre para aportar una dote, y que siempre le causaríamos problemas. Pero mi madre nos decía que todo el pueblo afirmaba que, como éramos tan guapas, alguien se casaría con nosotras a la larga. Yo procuraba mantener la ropa limpia y llevar el pelo bien peinado y las trenzas perfectas para poder elegir algún día.

No me gustaba ninguno de los jóvenes que me pedían bailar en las fiestas, pero sabía que pronto tendría que casarme con alguno para quitar un peso de encima a mis padres. Hacía mucho tiempo que mi hermana Eva se había ido a Budapest con una familia húngara para la cual trabajaba y a veces nos enviaba un poco de dinero. En una ocasión hasta llegó a mandarme un par de buenos zapatos, zapatos de piel como los que se llevaban en las ciudades, de los que estaba muy orgullosa.

»Ésta era mi situación en la vida cuando conocí al profesor Rossí. Era poco habitual que vinieran a nuestro pueblo extranjeros, sobre todo uno llegado de tan lejos, pero un día todo el mundo fue propagando la noticia de que un hombre de Bucarest había ido a la taberna acompañado de un hombre de otro país. Estaban haciendo preguntas sobre los pueblos que bordeaban el río y sobre el castillo en ruinas de las montañas, a un día de viaje a pie desde nuestro pueblo. El vecino que se dejó caer por casa para contárnoslo también susurró algo a mi padre cuando estaban sentados en el banco de fuera. Mi padre se persignó y escupió en el polvo.

»-Paparruchas y disparates -dijo-. Nadie debería ir por ahí haciendo esas preguntas. Es una invitación al demonio.

»Pero yo sentía curiosidad. Salí a buscar agua para saber más cosas, y cuando entré en la plaza del pueblo, vi a los forasteros sentados a una de las dos mesas de la terraza de la taberna, hablando con un anciano que siempre rondaba por el lugar. Uno de los forasteros era grande y moreno, como un gitano, pero con ropa de ciudad. El otro llevaba una chaqueta marrón de un estilo que yo nunca había visto, pantalones anchos embutidos en botas de montaña y un ancho sombrero marrón en la cabeza. Me quedé al otro lado de la plaza, cerca del pozo, pero desde allí no podía ver la cara del extranjero. Dos amigas mías quisieron verlo de más cerca y me susurraron que las acompañara. Lo hice de mala gana, sabiendo que mi padre no lo aprobaría.

»Cuando pasamos ante la taberna, el extranjero alzó la vista y vi sorprendida que era joven y guapo, de barba dorada y brillantes ojos azules, como la gente de los pueblos alemanes de nuestro país. Fumaba en pipa y hablaba en voz baja con su acompañante. En el suelo, a su lado, había una bolsa de lona gastada con correas para colgar del hombro, y estaba escribiendo algo en un libro con tapas de cartón. Su expresión me gustó al instante: abstraída, dulce y muy despierta, todo al mismo tiempo. Se tocó el sombrero para saludarnos y apartó la vista. El hombre feo le imitó, pero nos miró fijamente, y luego siguieron hablando con el viejo Ivan y tomando notas. Tuve la impresión de que el hombre grande hablaba con Ivan en rumano y después se volvía hacia el más joven y decía algo en un idioma que no entendí. Me alejé a toda prisa con mis amigas, pues no quería que el guapo forastero pensara que era más atrevida que ellas.

»A la mañana siguiente corrió el rumor por el pueblo de que los forasteros habían dado dinero a un joven en la taberna para que les guiara hasta el castillo en ruinas llamado Poenari, que dominaba el Arges. Se habían ido de noche. Oí a mi padre contar a uno de sus amigos que estaban buscando el castillo del príncipe Vlad. Se acordaba de cuando el idiota con cara de gitano había ido en su busca en una ocasión anterior. "Un idiota nunca aprende", había dicho mi padre furioso. Yo nunca había oído ese nombre: príncipe Vlad. La gente de nuestro pueblo llamaba al castillo Poenari o Arefu. Mi padre dijo que el hombre

que había guiado a los forasteros estaba desesperado por conseguir algo de dinero. Juró que ninguna cantidad le convencería de pasar la noche allí, porque las ruinas estaban plagadas de malos espíritus. Dijo que el extranjero debía estar buscando un tesoro, lo cual era una estupidez, porque todos los tesoros del príncipe que había habitado el castillo estaban enterrados a una gran profundidad y protegidos con un hechizo maléfico. Mi padre dijo que si alguien lo encontraba, y después de un exorcismo, él debería quedarse con una parte, porque le pertenecía por derecho. Después se dio cuenta de que mi hermana y yo estábamos escuchando y cerró la boca al instante.

»Lo que mi padre había dicho me recordó la pequeña moneda que la anciana me había dado, y pensé con sentimiento de culpa que tendría que haberla entregado a mi padre, pero me rebelé y decidí intentar regalar mi moneda al guapo extranjero, puesto que estaba buscando un tesoro en el castillo. Cuando tuve la oportunidad, saqué la moneda de su escondite y la envolví en un pañuelo, que até a mi delantal.

»El extranjero no apareció en dos días, y después le vi sentado solo a la misma mesa, con aspecto de extremo cansancio, y las ropas sucias y rotas. Mis amigas me dijeron que el gitano se había ido el día anterior y que el extranjero estaba solo. Nadie sabía por qué había querido prolongar su estancia. Se había quitado el sombrero, de modo que pude ver su cabello castaño claro desgreñado. Había otros hombres con él, y estaban bebiendo. No me atreví a acercarme más o hablar con el extranjero, debido a los hombres que le acompañaban, de manera que me paré a charlar un rato con una amiga. Mientras hablábamos, el extranjero se levantó y desapareció en el interior de la taberna.

»Me sentí muy triste y pensé que sería imposible darle la moneda, pero la suerte me acompañó aquella tarde. Justo cuando me estaba marchando del campo de mi padre, donde me había quedado trabajando mientras mis hermanos y hermanas se dedicaban a otros menesteres, vi que el extranjero caminaba solo junto a la linde del bosque. Seguía el sendero paralelo a la orilla del río, con la cabeza agachada y las manos enlazadas a la espalda. Estaba completamente solo, y ahora que tenía la oportunidad de hablar con él, me sentí aterrada. Para armarme de valor, apreté el nudo del pañuelo donde llevaba la moneda.

Caminé hacia él y me paré en mitad del sendero, a la espera de que se acercara.

»La espera se me antojó eterna. No se dio cuenta de mi presencia hasta que casi estuvimos cara a cara. Entonces levantó la vista de repente y se quedó sorprendido. Se quitó el sombrero y se apartó, como para dejarme pasar, pero yo seguí inmóvil, armándome de valor, y le dije hola. Inclinó la cabeza un poco, sonrió y nos estuvimos mirando un momento. Nada en su rostro o su comportamiento me asustaba, pero la timidez me abrumaba.

»Antes de que el valor me abandonara, desaté el pañuelo de mi cinturón y desenvolví la moneda. Se la di en silencio, la tomó de mi mano y le dio la vuelta. Luego la examinó con detenimiento. De pronto, su rostro se iluminó y me dirigió una mirada penetrante, como si pudiera leer en mi corazón. Tenía los ojos más azules y brillantes que puedas imaginar.

Sentí que un temblor recorría mi cuerpo.

»-¿De unde? ¿De dónde? -Gesticuló para aclararme su pregunta. Me sorprendió comprobar que sabía algunas palabras de mi idioma. Dio una patada en el suelo, y comprendí. ¿Había salido de la tierra? Negué con la cabeza-. ¿De unde?

»Intenté describirle a una anciana, con un pañuelo en la cabeza, encorvada sobre un bastón, y expliqué con gestos que ella me había dado la moneda. Asintió y frunció el ceño. Repitió la descripción de la anciana, y después señaló hacia nuestro pueblo.

»-¿De allí?

»-No. -Negué con la cabeza otra vez y señalé río arriba y hacia el cielo, en la dirección donde yo pensaba que estaban el castillo y el pueblo de la anciana. Señalé con el dedo en su dirección e imité unos pies andando. ¡Allí arriba! Su rostro se iluminó de nuevo y cerró la mano sobre la moneda. Después me la devolvió, pero yo la rechacé apuntando con el dedo hacía él, y sentí que me ruborizaba. Sonrió por primera vez y me hizo una reverencia. Yo experimenté la sensación de que el cielo se había abierto ante mí por un momento.

»-Multumesc -dijo-. Gracias.

»Entonces quise marcharme a toda prisa, antes de que mi padre me echara de menos en la cena, pero el extranjero me detuvo con un veloz movimiento. Se señaló con el dedo.

»-Ma numesc Bartholomeo Rossi -dijo. Lo repitió, y después lo escribió en la tierra.

Intentar pronunciarlo me hizo reír. Entonces me señaló con el dedo-. ¿Voi? ¿Cómo te llamas? -Se lo dije y lo repitió, sonriente-. ¿Familia?

»Daba la impresión de estar buscando las palabras a tientas.

»-El apellido de mi familia es Getzi -le dije.

»Dio la impresión de sorprenderse. Señaló en dirección al río, luego a mí, y repitió algo una y otra vez, seguido por la palabra Drakulya, que comprendí que significaba "del dragón"

Pero no lograba entender qué quería decir. Por fin, sacudió la cabeza y suspiró.

»-Mañana -dijo.

»Me señaló con el dedo, luego a sí mismo y después el lugar donde estábamos y el sol en el cielo. Comprendí que me estaba pidiendo que me encontrara con él la tarde siguiente a la misma hora. Sabía que mi padre se enfadaría mucho si se enteraba. Señalé el suelo que pisábamos y me llevé un dedo a los labios. No conocía otra forma de comunicarle que no hablara de esto a nadie del pueblo. Pareció sorprenderse, pero luego se llevó también el dedo a los labios y sonrió. Hasta aquel momento aún había sentido cierto miedo de él, pero su sonrisa era dulce y sus ojos azules centelleaban. Intentó una vez más devolverme la moneda, y cuando me negué a aceptarla de nuevo, inclinó la cabeza, se puso el sombrero y se internó en el bosque, volviendo sobre sus pasos. Comprendí que me estaba dejando volver sola al pueblo, y me alejé a toda prisa sin mirar atrás.

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