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La zona de la cocina, donde estábamos sentados, consistía en unos fogones, una mesa y sillas. No había electricidad, ni cuarto de baño (me enteré de la existencia del retrete del jardín posterior un poco más tarde). En una pared colgaba un calendario con una fotografía de obreros en una fábrica, y en otra pared, una labor de bordado en colores rojo y blanco.

Había flores en un jarrón y cortinas blancas en las ventanas. Una diminuta estufa de leña se alzaba cerca de la mesa de la cocina, con pilas de troncos al lado. La madre de Helen me sonrió, todavía con un poco de timidez, y entonces advertí por primera vez su parecido con tía Eva, y quizás intuí algo de lo que había atraído a Rossi. Su sonrisa transmitía una calidez excepcional, que se desplegaba poco a poco, y después bañaba su rostro de una franqueza absoluta, casi resplandeciente. Se desvaneció también poco a poco, cuando se sentó para seguir cortando verduras. Me miró de nuevo y dijo algo en húngaro a Helen.

– Quiere que te sirva yo el café.

Helen me acercó una taza, a la que añadió azúcar de una lata. La madre de Helen dejó el cuchillo para empujar la bandeja de panecillos hacia mí. Acepté uno y le di las gracias con las dos torpes palabras que sabía en húngaro. Aquella radiante y pausada sonrisa empezó a destellar otra vez, y paseó la mirada entre Helen y yo, para luego decirle algo que no

entendí. Helen enrojeció y se volvió hacia el café.

– ¿Qué ha dicho?

– Nada. Ideas pueblerinas de mi madre, eso es todo. -Vino a sentarse a la mesa, dejó el

café ante su madre y se sirvió una taza-. Bien, Paul, si nos perdonas, voy a preguntarle qué tal está y qué novedades han ocurrido en el pueblo.

Mientras hablaban, Helen con su voz de contralto y su madre entre murmullos, dejé vagar mi mirada por la habitación. Esa mujer no sólo vivía con una notable sencillez (tal vez igual que sus vecinos), sino en una gran soledad. Sólo había dos o tres libros a la vista, ningún animal, ni siquiera una maceta con una planta. Era como la celda de una monja.

Mirándola a hurtadillas, me di cuenta de lo joven que era, mucho más joven que mi madre.

Aunque se podían distinguir algunas hebras blancas en la raya del peinado, y los años habían agrietado su rostro, su aspecto general era sano y saludable, provisto de un atractivo que no tenía nada que ver con la moda o la edad. Podría haberse casado muchas veces, reflexioné, pero había elegido vivir en aquel silencio conventual. Me sonrió de nuevo y yo le correspondí. Su rostro era tan cordial que tuve que resistir el impulso de extender la mano y estrechar la suya mientras pelaba una patata.

– Mi madre quiere saber todo sobre ti -dijo Helen, y con su ayuda contesté a todas las preguntas con la mayor exactitud posible, cada una formulada en sereno húngaro, con una mirada escrutadora de la interlocutora, como si el poder de su mirada bastara para que yo la entendiera. ¿De qué parte de Estados Unidos era? ¿Por qué había ido allí? ¿Quiénes eran mis padres? ¿Les preocupaba que hubiera viajado tan lejos? ¿Cómo había conocido a Helen? En este punto introdujo varias preguntas que Helen no se molestó en traducir, una de ellas mientras acariciaba la mejilla de su hija. Helen parecía indignada, y yo no insistí en pedir explicaciones. En cambio, seguimos con mis estudios, mis planes, mis platos favoritos.

Cuando la madre de Helen se quedó satisfecha, se levantó y empezó a disponer verduras y pedazos de carne en una gran bandeja, que especió con algo rojo de un bote que había encima de la cocina y luego introdujo en el horno. Se secó las manos en el delantal y volvió a sentarse. Luego nos miró sin hablar, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Por fin, Helen se removió, y supe por su carraspeo que pretendía abordar el propósito de nuestra visita. Su madre la miró en silencio, sin cambiar de expresión, hasta que Helen me señaló al tiempo que pronunciaba la palabra «Rossi». Tuve que apelar a toda mí serenidad, sentado a una mesa de un pueblo alejado de todo cuanto me era familiar, para clavar mis ojos en el rostro calmo sin encogerme. La madre de Helen parpadeó una vez, casi como si alguien hubiera amenazado con abofetearla, y por un segundo sus ojos se desviaron hacia mi cara. Después asintió con aire pensativo y formuló una pregunta a Helen.

– Quiere saber desde cuándo conoces al profesor Rossi. -Desde hace tres años.

– Ahora le explicaré su desaparición -dijo Helen.

Con dulzura y determinación, no tanto como si estuviera hablando con una niña como si se obligara a continuar en contra de su voluntad, Helen habló a su madre. A veces me señalaba, y de vez en cuando formaba una imagen en el aire con las manos. Al fin, capté la palabra Drácula, y entonces ví que la madre de Helen palidecía y se aferraba al borde de la mesa. Los dos nos pusimos de pie de un salto, y Helen le sirvió enseguida un vaso de agua de la jarra. Su madre dijo algo con voz rápida y ronca. Helen se volvió hacia mí.

– Dice que siempre supo que esto sucedería.

Me quedé sin saber qué hacer, pero la madre de Helen tomó unos sorbos de agua y pareció recobrarse un poco. Alzó la vista y después, ante mi sorpresa, cogió mi mano como yo había querido tomar la suya unos minutos antes y me llevó de nuevo hacia la silla. Sujetó mi mano con ternura, acariciándola como si calmara a un niño. Fui incapaz de imaginar a una mujer de mi cultura haciendo algo así la primera vez que conocía a un hombre, pero nada se me antojó más natural. Comprendí lo que Helen había querido decir cuando comentó que, de las dos mujeres mayores de su familia, su madre sería la que me caería mejor.

– Mi madre quiere saber si crees de verdad que Drácula secuestró al profesor Rossi.

Respiré hondo.

– Sí.

– También desea saber si quieres al profesor Rossi.

La voz de Helen era algo desdeñosa, pero su expresión mostraba una gran seriedad. Si hubiera podido tomar su mano con la que me quedaba libre, lo habría hecho.

– Moriría por él -dije.

Repitió esto a su madre, quien de repente estrujó mi mano con una garra de hierro.

Comprendí más tarde que era una mano endurecida por el trabajo incesante. Sentí la aspereza de los dedos, los callos de las palmas, los nudillos hinchados. Contemplé aquella mano pequeña pero fuerte y vi que era muchos años más vieja que la mujer a la que pertenecía.

Al cabo de un momento, la madre de Helen soltó mi mano y se acercó a la cómoda que había al pie de la cama. La abrió poco a poco, apartó algunos objetos y sacó lo que identifiqué al instante como un paquete de cartas. Helen abrió los ojos sorprendida y formuló una pregunta en tono perentorio. Su madre no dijo nada, volvió en silencio a la mesa y depositó el paquete en mi mano.

Las cartas estaban guardadas en sobres sin sellos, amarillentas a causa de su antigüedad y atadas con un cordel rojo deshilachado. Cuando me las dio, cerró mis dedos sobre el cordel con ambas manos, como si me animara a acariciarlas. Me bastó una mirada a la letra del primer sobre para ver que era de Rossi, y para leer el nombre al que estaban dirigidas. Yo ya conocía el nombre, en los recovecos de mi memoria, e iban dirigidas al Trinity College, Universidad de Oxford, Inglaterra.

Muchas cosas extrañas más habían ocurrido, y tendría que haberme sentido cansado, pero recuerdo que tomé nota con una especie de meticulosidad eufórica.

Me emocioné mucho cuando sostuve las cartas de Rossi en las manos, pero antes de pensar en ellas tenía que cumplir con una obligación.

– Helen -dije, y me volví hacia ella-, sé que a veces has sospechado que yo no creía en la historia de tu nacimiento. La verdad es que hubo momentos en que lo dudé. Te ruego que me perdones.

– Estoy tan sorprendida como tú -contestó Helen en voz baja-. Mi madre nunca me habló de las cartas de Rossi. Pero no iban dirigidas a ella, ¿verdad? Al menos, esta primera no.

– No -dije-, pero reconozco el nombre. Fue un gran historiador de la literatura inglesa.

Escribió libros sobre el siglo dieciocho. Leí uno en la universidad. Además, Rossi le describió en las cartas que me entregó.

Helen mostró una expresión perpleja.

– ¿Qué tiene esto que ver con Rossi y mi madre?

– Todo quizá. ¿No lo entiendes? Debía ser Hedges, el amigo de Rossi. Así le llamaba él, ¿te acuerdas? Rossi debió escribirle desde Rumania, aunque eso no explica por qué las cartas se hallan en poder de tu madre.

La madre de Helen estaba sentada con las manos enlazadas y nos miraba con una expresión de infinita paciencia, pero creí detectar un rubor de nerviosismo en su cara. Después habló y Helen me tradujo.

– Dice que te contará toda la historia.

Helen habló con voz estrangulada y yo contuve la respiración.

Fue un proceso lento y dificultoso. La madre hablaba con lentitud y Helen hacía las veces de intérprete, aunque en ocasiones se interrumpía para expresarme su sorpresa. Por lo visto, Helen sólo conocía las líneas generales de esa historia y se sentía estupefacta. Cuando volví al hotel por la noche, la escribí de memoria como mejor supe. Recuerdo que me ocupó casi toda la noche. Para entonces, ya había amanecido.

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– Cuando era pequeña, vivía en una diminuta aldea de P, en Transilvania, muy cerca del río Arges. Tenía muchos hermanos y hermanas, la mayoría de los cuales aún viven en esa región. Mi padre siempre decía que descendíamos de familias nobles y antiguas, pero mis antepasados tuvieron una mala racha y yo crecí sin zapatos ni mantas de abrigo. Era una región pobre, y la única gente que vivía bien allí eran unas cuantas familias húngaras, en sus grandes villas erigidas río abajo. Mi padre era muy estricto y todos temíamos su látigo.

Mi madre estaba enferma con frecuencia. Yo trabajaba en un campo de las afueras del pueblo desde que era muy pequeña. A veces el cura nos traía comida u otros productos básicos, pero casi siempre nos las teníamos que arreglar sin ayuda.

»Cuando tenía dieciocho años, llegó una anciana a nuestra aldea desde un pueblo de las montañas, a la orilla del río. Era una vraca, una curandera, con poderes especiales para ver el futuro. Dijo a mi padre que tenía un regalo para él y sus hijos, que había oído hablar de nuestra familia y quería darle algo mágico que le pertenecía por derecho. Mi padre era un hombre impaciente, no tenía tiempo para viejas supersticiosas, aunque siempre había frotado todas las aberturas de nuestra casa con ajo (la chimenea y el marco de la puerta, la cerradura y las ventanas) para alejar a los vampiros. Expulsó con malos modales a la anciana, diciendo que no tenía dinero para darle a cambio de lo que ofrecía. Más tarde, cuando fui al pozo del pueblo a buscar agua, la vi al lado y le di un poco de agua y pan. Ella me bendijo y dijo que era más amable que mi padre y que recompensaría mi generosidad.

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