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Tercera Parte

Había una gran tumba, más señorial que las demás.

Era enorme, y de nobles proporciones.

En ella había grabada una sola palabra:

DRÁCULA

Bram Stoker, Drácula, 1897

49

Hace unos años encontré entre los papeles de mi padre una nota que no habría aparecido en esta historia de no ser porque es el único documento de su amor por Helen que ha llegado a mis manos, aparte de las cartas que me escribió. No llevaba diarios, y las ocasionales notas que escribía para sí estaban casi siempre relacionadas con su trabajo: reflexiones sobre problemas diplomáticos, o sobre historia, sobre todo si se referían a algún conflicto internacional. Estas reflexiones, y las conferencias y artículos que nacieron de ellas, residen ahora en la biblioteca de su fundación, y yo me he quedado con un solo escrito que redactó en exclusiva para él, es decir, para Helen. Sabía que mi padre era un hombre dedicado a la verdad y a un ideal, pero no a la poesía, lo cual logra que este documento sea todavía más importante para mí. Como éste no es un libro infantil, y como me gustaría que estuviera lo más documentado posible, lo he incluido pese a mis escrúpulos iniciales. Es muy posible que escribiera otras cartas semejantes, pero habría sido muy típico de él destruirlas, tal vez incluso quemarlas en el diminuto jardín posterior de nuestra casa de Amsterdam, donde yo, cuando era pequeña, encontraba fragmentos de papel carbonizados e ilegibles en la pequeña parrilla de piedra. Puede que este documento haya sobrevivido por pura casualidad. La carta no lleva fecha, de modo que yo también he vacilado sobre dónde situarla en esta cronología. La introduzco en este momento porque se refiere a los primeros días de su amor, aunque la angustia que refleja me conduce a creer que escribió esta carta cuando ya ella no podía recibirla.

Oh, amor mío, quería decirte cuántas veces he pensado en ti. Mis recuerdos te pertenecen por completo, porque vuelven sin cesar a nuestros primeros momentos de intimidad. Me he preguntado muchas veces por qué otros afectos no pueden sustituir a tu presencia, y siempre me refugio en la fantasía de que todavía estamos juntos, y después, sin querer, en la certeza de que has hecho de mi memoria un rehén. Cuando menos lo espero, recuerdo tus palabras. Siento el peso de tu mano sobre la mía, nuestras manos escondidas bajo el borde de mi chaqueta, mi chaqueta doblada en el asiento entre nosotros, la ligereza exquisita de tus dedos, tu perfil vuelto hacia el otro lado, tu exclamación cuando entramos juntos en Bulgaria, cuando volamos por primera vez sobre las montañas búlgaras.

Desde que éramos jóvenes, amor mío, se ha producido una revolución sexual, una bacanal de proporciones míticas que tú no has vivido para ver. Ahora, al menos en el mundo occidental, da la impresión de que los jóvenes se acuestan sin más preliminares. Pero recuerdo nuestras restricciones con casi tanto anhelo como recuerdo nuestra consumación legal, mucho más tarde. Es un tipo de recuerdos que no puedo compartir con nadie: la familiaridad que teníamos con la ropa de cada uno, en una situación en que debíamos aplazar la satisfacción del deseo, la manera en que desprenderse de una prenda suscitaba una candente pregunta entre nosotros, de modo que recuerdo con dolorosa claridad (y cuando menos lo deseo) la delicada base de tu cuello y el delicado color de tu blusa, esa blusa cuya silueta conocía de memoria, antes incluso de que mis dedos rozaran su textura o tocaran sus botones de nácar. Recuerdo el olor del viaje en tren y el del jabón basto en el hombro de tu chaqueta negra, la leve aspereza de tu sombrero de paja negro, tanto como la suavidad de tu pelo, que era casi exactamente del mismo tono. Cuando osábamos pasar media hora juntos en la habitación de mi hotel de Sofía, antes de aparecer en otra comida sombría, pensaba que mi deseo iba a destruirme. Cuando colgabas tu chaqueta en una silla y dejabas la blusa encima, lenta y deliberadamente, cuando volvías la cara hacia mí con ojos que nunca se apartaban de los míos, el fuego me paralizaba. Cuando colocabas mis manos en tu cintura y tenían que elegir entre el lustre denso de tu falda y el lustre más leve de tu piel, podría haberme puesto a llorar.

Tal vez fue entonces cuando descubrí tu única mácula, tal vez el único lugar que no había besado, el diminuto dragón ensortijado en tu omóplato. Mis manos debieron acariciarlo antes de verlo. Recuerdo que respiré hondo, al igual que tú, cuando lo descubrí y acaricié con un dedo curiosamente reacio. Con el tiempo se convirtió en parte de la geografía de tu suave espalda, pero en aquel primer momento insufló un temor reverente en mi deseo. Si esto sucedió o no en nuestro hotel de Sofía, debí descubrirlo más o menos cuando estaba memorizando el borde de tus dientes inferiores y la hermosa hilera que formaban, así como la piel que cercaba tus ojos, con sus primeras señales de envejecimiento, como telarañas…

Aquí se interrumpe la nota de mi padre, y sólo puedo volver a las cartas que me dirigió, más mesuradas.

50

Turgut Bora y Selim Aksoy nos estaban esperando en el aeropuerto de Estambul.

– ¡Paul! -Turgut me abrazó y besó, y me dio palmadas en los hombros-. ¡Madame profesora! -Estrechó la mano de Helen entre las suyas-. Gracias a Dios que habéis vuelto sanos y salvos. ¡Bienvenidos en vuestro triunfal regreso!

– Bien, yo no lo llamaría triunfal -dije, y reí a pesar de todo.

– ¡Conversaremos, conversaremos! -gritó Turgut al tiempo que me daba sonoras

palmadas en la espalda. Selim Aksoy seguía el reencuentro con más calma. Al cabo de una hora estábamos a la puerta del apartamento de Turgut, donde la señora Bora se mostró muy contenta por nuestra reaparición. Helen y yo lanzamos una exclamación al verla: ese día iba vestida de azul muy claro, como una florecilla de primavera. Nos miró con aire inquisitivo.

– Nos gusta su vestido -dijo Helen, al tiempo que estrechaba la menuda mano de la señora Bora.

Ella rió.

– Gracias -dijo-. Me hago todos los vestidos.

Después Selim Aksoy y ella nos sirvieron café y algo a lo que ella llamó biirek, un rollo de hojaldre relleno de queso salado, así como un banquete compuesto por cinco o seis platos más.

– Ahora, amigos míos, contadnos lo que habéis averiguado.

Era una orden perentoria, pero entre los dos le explicamos nuestras experiencias en el congreso de Budapest, mi encuentro con Hugh James, la historia de la madre de Helen.

Turgut nos miró con ojos desorbitados cuando dijimos que Hugh James también tenía un libro con el dragón. Mientras contaba todo esto, me di cuenta de que habíamos averiguado muchas cosas. Por desgracia, ninguna indicaba el paradero de Rossi.

Turgut nos dijo a su vez que habían padecido graves problemas durante nuestra ausencia de Estambul. Dos noches antes, su buen amigo el archivista había sido atacado por segunda vez en el apartamento donde ahora descansaba. El primer hombre que le había vigilado se había quedado dormido estando de guardia y no había visto nada. Ahora habían apostado un guardia nuevo y confiaban en que sería más puntilloso. Estaban tomando todas las precauciones posibles, pero el pobre señor Erozan no se encontraba nada bien.

También tenían otro tipo de noticias. Turgut vació su segunda taza de café y fue a recuperar algo de su macabro estudio (me sentí aliviado cuando no me pidió que le acompañara).

Salió con una libreta y se sentó al lado de Selim Aksoy. Los dos nos miraron muy serios.

– Te dije por teléfono que habíamos descubierto una carta en tu ausencia -empezó Turgut-. La carta original está en eslavo, el antiguo idioma de las iglesias cristianas.

Como ya te dije, la escribió un monje de los Cárpatos, y se refiere a sus viajes a Estambul.

A mi amigo Selim le sorprende que no esté en latín, pero quizás ese monje era eslavo. ¿La leo?

– Por supuesto -dije, pero Helen levantó la mano.

– Un momento, por favor. ¿Cómo y dónde la encontraron?

Turgut asintió con aire de aprobación.

– El señor Aksoy la descubrió en el archivo que ustedes visitaron con nosotros. Se ha pasado tres días mirando todos los manuscritos del siglo quince que hay en el archivo. Allí encontró una pequeña colección de documentos de las iglesias infieles, o sea, de las iglesias cristianas que recibieron permiso para seguir abiertas en Estambul durante el reinado del conquistador y sus sucesores. No hay muchos en el archivo, porque solían guardarlos en los monasterios, sobre todo en el patriarcado de Constantinopla. No obstante, algunos documentos eclesiásticos llegaban a manos del sultán, sobre todo si estaban relacionados con nuevos acuerdos establecidos con las iglesias bajo el imperio. Esos acuerdos se llamaban firman. A veces el sultán recibía cartas de… ¿Cómo se dice? Peticiones relacionadas con algunos asuntos eclesiásticos, y ésas también están en el archivo.

Tradujo a toda prisa para Aksoy, quien quería que Turgut explicara algo más.

– Sí, mi amigo nos proporciona buena información sobre esto. Me recuerda que en cuanto el conquistador se apoderó de la ciudad nombró a un nuevo patriarca para los cristianos, el patriarca Gennadius. -Aksoy, que estaba escuchando, asintió enérgicamente-. El sultán y Gennadius mantenían una amistad muy civilizada. Ya te dije que el sultán fue tolerante con los cristianos de su imperio una vez que los conquistó. El sultán Mehmet pidió a Gennadius que le escribiera una explicación de la fe ortodoxa, y después mandó traducirla para su biblioteca particular. Hay una copia de esta traducción en el archivo. Además, hay copias de algunos estatutos de las iglesias, los cuales debían ser aprobados por el conquistador, y también están. El señor Aksoy estaba estudiando uno de esos estatutos, el de una iglesia de Anatolia, y encontró esta carta entre dos de las hojas.

– Gracias.

Helen se reclinó en los almohadones.

– La pena es que no puedo enseñaros el original, porque no pudimos sacarlo del archivo.

Podéis ir a verlo mientras estéis aquí si queréis. Está escrito con una hermosa caligrafía, en una pequeña hoja de pergamino, con un borde roto. Ahora os leeré la traducción, que hemos hecho. Recordad que es la traducción de una traducción, y puede que se hayan perdido algunos detalles en el camino.

Y nos leyó lo siguiente:

Su Excelencia, señor abad Maxim Eupraxius:

Un humilde pecador suplica vuestra atención. Como ya he descrito, se produjo una gran controversia en esta congregación desde que nuestra misión fracasó ayer. La ciudad no es un lugar seguro para nosotros, y no obstante pensamos que no podíamos abandonarla sin saber qué ha sido del tesoro que buscamos. Esta mañana, por la gracia del Todopoderoso, se ha abierto una nueva vía, que debo explicaros. El abad de Panachantros, al saber por el abad nuestro anfitrión, su buen amigo, de nuestras penalidades, vino a vernos en persona a Santa Irene. Es un hombre santo y gentil de unos cincuenta años, que ha vivido su larga vida primero en el Gran Lavra de Azos y ahora, desde muchos años, es monje y abad de

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