La lectura de estos documentos dejará de manifiesto cómo fueron ordenados. Se han eliminado todos los elementos carentes de importancia, con el fin de que una historia que se halla casi en discrepancia con las creencias actuales pueda erigirse como un simple dato. No existe la menor descripción de acontecimientos pretéritos que haya dejado espacio a un error de la memoria, porque todos los documentos elegidos son rigurosamente contemporáneos, expresados desde el punto de vista y los conocimientos de quienes los redactaron.
Bram Stoker,
Drácula, 1897
En 1972 yo tenía dieciséis años. Mi padre decía que era joven para acompañarle en sus misiones diplomáticas. Prefería saber que estaba sentada atentamente en mi aula de la Escuela Internacional de Amsterdam. En aquel tiempo, su fundación tenía la sede en Amsterdam, y había sido mi hogar durante tanto tiempo que casi había olvidado nuestra vida anterior en Estados Unidos. Se me antoja peculiar ahora que fuera tan obediente en mi adolescencia, mientras el resto del mundo estaba experimentando con drogas y protestando contra la guerra imperialista en Vietnam, pero me habían criado en un mundo tan protegido que, en comparación, mi vida académica adulta parece positivamente aventurera. Para empezar, era huérfana de madre, y un doble sentido de responsabilidad impregnaba el amor que me deparaba mi padre, de manera que me protegía de una forma más abrumadora que en circunstancias normales. Mi madre había muerto cuando yo era pequeña, antes de que mi padre fundara el Centro por la Paz y la Democracia. Mi padre nunca hablaba de ella, y desviaba la cabeza en silencio cuando yo hacía preguntas. Desde muy pequeña comprendí que era un tema demasiado doloroso para él, y que no deseaba hablar de ello. A cambio, se ocupó de mí de manera ejemplar y me proporcionó toda una serie de institutrices y amas de llaves. El dinero no significaba nada para él en lo tocante a mi educación, aunque vivíamos al día con bastante sencillez.
La última de estas amas de llaves fue la señora Clay, que cuidaba de nuestra casa holandesa del siglo XVII situada en el Raamgracht, un canal que atravesaba el corazón de la ciudad vieja. La señora Clay me abría la puerta cada día cuando volvía del colegio, y era como un sustituto de mi padre cuando éste viajaba, lo cual sucedía con frecuencia. Era inglesa, mayor de lo que habría sido mi madre de estar viva, experta con el plumero y torpe con los adolescentes. A veces, en la mesa del comedor, cuando miraba su rostro de dientes largos y demasiado compasivo, yo experimentaba la sensación de que debía estar pensando en mi madre, y la odiaba por ello. Cuando mi padre se hallaba ausente, la hermosa casa se llenaba de ecos como si estuviera vacía. Nadie podía ayudarme con mi álgebra, nadie admiraba mi nuevo abrigo o pedía que me acercara para abrazarme, ni expresaba sorpresa por lo mucho que había crecido. Cuando mi padre regresaba de algún nombre del mapa de Europa colgado en la pared de nuestro comedor, olía a otros tiempos y lugares, especiado y cansado. Para las vacaciones íbamos a París o Roma, estudiaba con diligencia los lugares de interés turístico que mi padre pensaba que debía ver, pero anhelaba esos otros lugares en los que desaparecía, aquellos extraños lugares antiguos en los que yo nunca había estado. Durante sus ausencias, yo iba y venía de la escuela, dejaba caer mis libros con estrépito sobre la pulida mesa del vestíbulo. Ni la señora Clay ni mi padre me dejaban salir de noche, excepto a la ocasional película seleccionada con sumo cuidado, en compañía de amigas aprobadas con sumo cuidado, y ahora me doy cuenta con estupor de que nunca quebranté esas normas. De todos modos, prefería la soledad. Era el medio en el que me había criado, en el que nadaba con comodidad. Destacaba en mis estudios, pero no en mi vida social. Las chicas de mi edad me aterrorizaban, sobre todo las sofisticadas de nuestro círculo diplomático, que hablaban con apabullante seguridad y no paraban de fumar. Con ellas siempre pensaba que mi vestido era demasiado largo, o demasiado corto, o que tendría que haberme puesto algo muy diferente. Los chicos me desconcertaban, aunque soñaba vagamente con hombres. De hecho, era muy feliz sola en la biblioteca de mi padre, una estancia amplia y elegante situada en la primera planta de nuestra casa. Es probable que la biblioteca de mi padre fuera en otro tiempo una sala de estar, pero se sentaba en ella sólo para leer, y consideraba que una biblioteca grande era más importante que una sala de estar grande. Desde hacía mucho tiempo me había dado permiso para inspeccionar su colección. Durante sus ausencias, me pasaba horas haciendo los deberes en el escritorio de caoba, o examinando las estanterías que revestían cada pared. Comprendí más adelante que mi padre, o bien había medio olvidado lo que había en una de las estanterías superiores, o bien, lo más probable, daba por sentado que yo nunca podría acceder a ella. Llegó el día en que no sólo bajé una traducción del Kamasutra, sino también un volumen mucho más antiguo y un sobre con papeles amarillentos. Ni siquiera ahora sé lo que me impulsó a bajarlos, pero la imagen que había en el centro del libro, el olor a vejez que proyectaba y el descubrimiento de que los papeles eran cartas personales, todo ello llamó poderosamente mi atención. Sabía que no debía examinar los papeles privados de mi padre, ni de nadie, y también tenía miedo de que la señora Clay entrara de repente para sacar el polvo al inmaculado escritorio. Tal vez por eso no dejé de mirar hacia la puerta, pero no pude evitar leer el primer párrafo de la carta situada encima de las demás. La sostuve durante un par de minutos, cerca de los estantes.
12 de diciembre de 1930 Trinity College, Oxford
Mi querido y desventurado sucesor:
Con pesar te imagino, seas quien seas, leyendo el informe que debo consignar en estas páginas. En parte lo lamento por mí, porque sin duda me veré metido en dificultades, estaré muerto, o algo peor, si esto llega a tus manos. Pero también lo lamento por ti, mi todavía desconocido amigo, porque sólo alguien que necesite una información tan horripilante leerá esta carta algún día. Si no es mi sucesor en algún otro sentido, pronto será mi heredero, y me apena transmitir a otro ser humano mi experiencia de la maldad, acaso increíble. Ignoro por qué la heredé, pero espero descubrirlo a la larga, tal vez mientras escribo esta carta, o tal vez en el curso de futuros acontecimientos.
En aquel momento, mi sentido de culpa (y también algo más) me empujó a devolver la carta a toda prisa al sobre, pero estuve pensando en ello todo aquel día y el siguiente. Cuando mi padre volvió de su último viaje, busqué una oportunidad de preguntarle por las cartas y el extraño libro. Esperé a que estuviera ocioso, a que estuviéramos solos, pero estaba muy ocupado aquellos días, y algo relativo a lo que yo había encontrado me dificultaba abordarle. Por fin, le pedí que me dejara acompañarle en su siguiente viaje. Era la primera vez que le ocultaba algo, y la primera vez que insistía en algo. Mi padre accedió a regañadientes. Habló con mis profesores y con la señora Clay, y me recordó que tendría tiempo de sobra para hacer los deberes mientras él estuviera en sus reuniones. No me sorprendió. Los hijos de los diplomáticos siempre tenían que esperar. Hice mi maleta azul marino, metí mis libros del colegio y demasiados pares de limpios calcetines largos hasta la rodilla. Aquella mañana, en lugar de salir de casa para ir al colegio, me fui con mi padre, caminé en silencio y muy contenta a su lado hasta la estación. Un tren nos condujo a Viena. Mi padre odiaba los aviones, pues decía que eliminaban todo placer del acto de viajar. Allí pasamos una breve noche en un hotel. Otro tren nos llevó a través de los Alpes, todas aquellas alturas blancas y azules del mapa de casa. Ante una polvorienta estación amarilla, mi padre puso en marcha nuestro coche alquilado, y yo contuve el aliento hasta entrar por las puertas de una ciudad que él me había descrito muchas veces, y que yo ya podía ver en mis sueños.
El otoño llega pronto al pie de los Alpes eslovenos. Aun antes de septiembre, repentinas y feroces tormentas, que se prolongan durante días y siembran de hojas las calles de lospueblos, siguen a las abundantes cosechas. Ahora, ya adentrada en la cincuentena, me descubro viajando en esa dirección cada tantos años, reviviendo mi primer vislumbre de la campiña eslovena. Es un país antiguo. Cada otoño lo madura un poco más, in aeternum, y cada uno empieza con los mismos tres colores: un paisaje verde, dos o tres hojas amarillas que caen en el curso de una tarde gris. Supongo que los romanos (que dejaron sus murallas aquí y sus gigantescos circos en la costa, a sólo unas horas en coche hacia el oeste) vieron el mismo otoño y experimentaron el mismo escalofrío. Cuando el coche de mi padre atravesó las puertas de la más antigua de las ciudades julianas, me sentí impresionada. Por primera vez, había experimentado la emoción del viajero que mira el sutil rostro de la historia.
Como es en esta ciudad donde comienza mi relato, la llamaré Emona, su nombre romano, para protegerla un poco del tipo de turista que camina a la perdición con una guía. Emona fue construida sobre columnas de la Edad del Bronce, a lo largo de un río flanqueado ahora por arquitectura art nouveau. Durante los dos días siguientes paseamos ante la mansión del alcalde, las casas del siglo XVII adornadas con flores de lis, la sólida parte posterior dorada de un gran mercado, cuyos peldaños descendían hasta la superficie del agua desde viejas puertas provistas de pesados barrotes. Durante siglos, los cargamentos procedentes del río se habían depositado en este lugar para alimentar a la ciudad. En la orilla, donde antes habían proliferado cabañas primitivas, crecían ahora sicomoros (el plátano europeo), los cuales formaban un inmenso dosel sobre las paredes del río y dejaban caer rulos de corteza en la corriente.
Cerca del mercado, la plaza principal de la ciudad se extendía bajo el cielo encapotado.
Emona, como sus hermanas del sur, exhibía florituras de un pasado camaleónico: decoración vienesa a lo largo de la línea del horizonte, grandes iglesias rojas del Renacimiento de sus católicos de habla eslovena, capillas medievales de color pardo con rasgos de las islas Británicas (san Patricio había enviado misioneros a esta región, haciendo que el círculo del nuevo credo se cerrara volviendo a sus orígenes mediterráneos, de modo que la ciudad reivindica una de las historias cristianas más antiguas de Europa). De vez en cuando, un elemento otomano se destacaba en portales o en el marco puntiagudo de una ventana. Cerca del mercado sonaron las campanas de una pequeña iglesia austríaca, llamando a la misa vespertina. Hombres y mujeres vestidos con monos de trabajo azul de algodón volvían a casa al final del día laborable socialista, sosteniendo paraguas sobre sus bultos. Cuando mi padre y yo nos internamos en el corazón de Emona, cruzamos el río por un hermoso puente antiguo, custodiado en cada extremo por dragones de bronce de piel verde.