– ¿Robaron algo?
Hugh llenó mi copa.
– Nada -dije de mal humor-. No había dejado dinero en la habitación, claro está, ni ninguna de mis posesiones valiosas, y los pasaportes están en recepción, o quizás en la comisaría de policía, no hay forma de saberlo.
– Entonces, ¿qué estaban buscando?
Hugh brindó conmigo y bebió.
– Es una larga, larga historia -suspiré-. Pero encaja a la perfección con algunas cosas de las que hemos de hablar.
Asintió.
– De acuerdo. Vamos a ello.
– Si tú correspondes.
– Desde luego.
Bebí media copa para cobrar fuerzas y empecé por el principio. No necesitaba vino para apaciguar mis dudas sobre contarle a Hugh James la historia de Rossi. Si no le decía nada, no averiguaría nada de lo que él conocía. Escuchó en silencio, fascinado, excepto cuando hablé de la decisión de Rossi de llevar a cabo investigaciones en Estambul. Pegó un bote.
– Santo cielo -exclamó-. Yo también pensaba ir allí. Volver, quiero decir. He ido dos veces, pero nunca para buscar a Drácula. -Permíteme que te ahorre algunas molestias.
Esta vez fui yo quien le llenó la copa, y le hablé de las aventuras de Rossi en Estambul y de su desaparición, momento en que Hugh me miró con ojos desorbitados, aunque no dijo nada. Por fin describí mi encuentro con Helen, sin revelar su presunto parentesco con Rossi, todos nuestros viajes e investigaciones hasta la fecha, incluyendo nuestras entrevistas con Turgut.
– Como ves -concluí-, en este momento no me sorprende nada que hayan puesto patas
arriba nuestra habitación del hotel.
– Claro. -Dio la impresión de que reflexionaba unos momentos. A esas alturas nos habíamos abierto paso entre una multitud de guisos y encurtidos, y dejó el tenedor sobre la mesa con aire triste, como si lamentara que se hubieran terminado-. Conocernos así ha sido extraordinario, pero lamento mucho la desaparición del profesor Rossi, muchísimo. Es muy extraño. Nunca hubiera dicho antes de escuchar tu historia que investigar el personaje de Drácula implicara algo excepcional, aunque desde el primer momento mi libro me produjo una extraña sensación. A nadie le gusta dejarse guiar por sensaciones extrañas, pero así son las cosas.
– Bien, temía que no me creyeras.
– Ya son cuatro libros -musitó-. El mío, el tuyo, el del profesor Rossí y el que pertenece a ese profesor de Estambul. Es muy extraño que existan cuatro iguales.
– ¿Conoces a Turgut Bora? -pregunté-. Has dicho que habías estado en Estambul unas cuantas veces.
Negó con la cabeza.
– No, nunca había oído ese nombre, pero es normal que no me lo haya encontrado en el Departamento de Historia ni en ninguna conferencia si se dedica a la literatura. Te agradeceré que me ayudes a ponerme en contacto con él algún día. No he visitado el archivo que describes, pero leí acerca de él en Inglaterra y pensé en ir a verlo. No obstante, tal como has dicho, me has ahorrado molestias. Nunca se me habría ocurrido que esa cosa, el dragón del libro, podía ser un plano. Es una idea extraordinaria.
– Sí, y tal vez una cuestión de vida o muerte para Rossi -dije-, pero ahora te toca a ti. ¿Cómo encontraste tu libro?
Su rostro se puso serio.
– Tal como has explicado en tu caso, y en los otros dos, más que encontrar mi libro lo recibí, aunque ignoro desde dónde o de quién. Tal vez debería ponerte en antecedentes. – Guardó silencio un momento e intuí que le costaba abordar el tema-. Me licencié en Oxford hace nueve años y después fui a dar clases a la Universidad de Londres. Mi familia vive en Cumbria, en el Distrito de los Lagos, País de Gales, y no son ricos. Se esforzaron, y yo también, en que recibiera la mejor educación. Siempre me sentí un poco marginado, sobre todo en el colegio privado. Mi tío me ayudó a superarlo. Supongo que estudié con más ganas que la mayoría con la intención de destacar. La historia fue mi gran amor desde el principio.
Hugh se secó los labios con la servilleta y meneó la cabeza, como si rememorara locuras juveniles.
– Al final de mi segundo año en la universidad supe que me iba a ir bastante bien, y esto me animó aún más. Entonces estalló la guerra y tuve que dejarlo todo. Estaba a punto de terminar tercero en Oxford. Por cierto, allí fue donde oí hablar por primera vez de Rossi, aunque nunca llegué a conocerle. Ya debía haberse marchado a Estados Unidos cuando yo empecé la universidad.
Se acarició la barbilla con una mano grande y bastante agrietada.
– No habría podido amar más mis estudios, pero también amaba a mi país y me alisté enseguida en la Armada. Me enviaron a Italia, y un año después estaba en casa con heridas en los brazos y las piernas.
Se acarició con cautela su camisa de algodón, justo por encima del puño, como si le sorprendiera sentir la sangre en sus venas.
– Me recuperé con bastante rapidez y quise volver al frente, pero no me aceptaron. La explosión que voló el barco me había afectado un ojo. Regresé a Oxford y traté de hacer caso omiso de los cantos de sirenas, y me licencié justo después de que terminara la guerra.
Las últimas semanas fueron las más felices de mi vida pese a todas las privaciones. Aquella terrible maldición había sido erradicada del mundo, casi había terminado mis estudios postergados y la chica a la que siempre había amado había accedido por fin a casarse conmigo. No tenía dinero y no había muchos alimentos, pero comía sardinas en mi habitación y escribía cartas de amor (supongo que no te importa que te cuente esto).
Estudiaba como un poseso para aprobar los exámenes. Fui presa del más atroz agotamiento, por supuesto.
Levantó la botella de Tokay, que estaba vacía, y la volvió a dejar con un suspiro.
– Casi había terminado mi odisea, Ni fijamos la fecha de la boda para finales de junio. La noche antes de mi último examen me quedé levantado hasta la madrugada repasando mis notas. Sabía que ya había abarcado todo cuanto necesitaba, pero no podía parar. Estaba trabajando en un rincón de la biblioteca de mi colegio, agazapado detrás de algunas estanterías, para no ver a los demás chiflados que también estaban consultando sus notas.
»Hay algunos libros hermosísimos en esas pequeñas bibliotecas, y por un momento llamó mi atención un volumen de sonetos de Dryden, que estaba al alcance de mi mano. Enseguida pensé que sería mejor salir a fumar un cigarrillo y tratar de concentrarme después. Metí el libro en su estante y salí al patio. Era una espléndida noche de primavera, y me quedé pensando en Elspeth y la casa que estaba amueblando para nosotros, y en mi mejor amigo, que habría sido mi padrino de bodas y que había muerto en los yacimientos petrolíferos de Ploiesti con los norteamericanos. Después volví a entrar en la biblioteca. Ante mi sorpresa, Dryden estaba sobre mi mesa, como si nunca lo hubiera guardado, y pensé que tal vez me había despistado con tanto trabajo. Me volví para colocarlo en su estantería, y vi que no había sitio. Su lugar estaba al lado de Dante, de eso estaba seguro, pero ahora había un libro diferente, con un lomo de aspecto muy antiguo y un pequeño ser grabado en él. Lo saqué y cayó abierto en mis manos para…
Bien, ya sabes lo que sigue.
Su rostro cordial estaba pálido ahora. Buscó primero en su camisa y después en los bolsillos de los pantalones hasta que encontró un paquete de cigarrillos.
– ¿Tú no fumas? -Encendió un pitillo y dio una profunda calada-. Me sorprendió el aspecto del libro, su aparente antigüedad, el aspecto amenazador del dragón, todo lo que también te fascinó a ti del tuyo. No había bibliotecarios a las tres de la mañana, así que bajé al fichero y busqué un poco, pero sólo averigüé el nombre y el linaje de Vlad Tepes. Como no tenía sello de la biblioteca, me lo llevé a casa.
»Dormí mal y no pude concentrarme en mi examen de la mañana siguiente. Sólo podía pensar en ir a otras bibliotecas, y tal vez a Londres, para ver qué podía averiguar. Pero no tenía tiempo, y cuando me desplacé para la boda, cogí el libro y le echaba un vistazo de vez en cuando. Elspeth me sorprendió mirándolo, y cuando le expliqué lo sucedido, no le gustó, no le gustó nada. Faltaban cinco días para nuestra boda, pero no podía dejar de pensar en el libro, ni de hablar de él, hasta que Elspeth me prohibió hacerlo.
»Entonces, una mañana, faltaban dos días para la boda, tuve una repentina inspiración. Hay una mansión no lejos del pueblo de mis padres, una mole jacobina frecuentada por turistas en viajes organizados en autocar. Siempre me había parecido un aburrimiento en nuestros viajes escolares, pero recordé que el noble que la había construido había sido coleccionista de libros y tenía cosas de todo el mundo. Como no podía ir a Londres hasta después de la boda, pensé en dejarme caer por la biblioteca de esa casa, que era famosa, y husmear un poco, pues tal vez encontraría algo sobre Transilvania. Les dije a mis padres que iba a dar un paseo, y supuse que pensarían que iba a ver a Elspeth.
»Era una mañana lluviosa, neblinosa y también fría. El ama de llaves dijo que aquel día la mansión no estaba abierta a las visitas guiadas, pero me dejó echar un vistazo a la biblioteca. Había oído hablar de la boda en el pueblo, conocía a mi madre y me preparó una taza de té. Cuando me quité la gabardina y descubrí veinte estantes de libros de aquel antiguo viajero jacobino, que había llegado más al este que nadie, me olvidé de todo lo demás.
»Examiné todas aquellas maravillas, y otras que había recogido en Inglaterra, tal vez después de su viaje, hasta que me topé con una historia de Hungría y Transilvania, y en ella descubrí una mención a Vlad Tepes, y después otra, y por fin, para mi alegría y estupefacción, una descripción del entierro de Vlad en el lago Snagov, ante el altar de una iglesia que él había fundado. Esta narración era una leyenda anotada por un aventurero inglés que pasaba por la región. Se autodenominaba simplemente El Viajero en la página del título y era contemporáneo del coleccionista jacobino. Esto debió ocurrir unos ciento treinta años después de la muerte de Vlad.
»El Viajero había visitado el monasterio de Snagov en 1605. Había hablado con los monjes y le habían revelado que, según la leyenda, un gran libro, un tesoro de su monasterio, había sido colocado sobre el altar durante el funeral de Vlad y los monjes presentes en la ceremonia habían firmado en él, y los que no sabían escribir habían dibujado un dragón en honor de la Orden del Dragón. No se hablaba, por desgracia, de la suerte posterior del libro,