– Hugh dijo lo mismo -murmuré.
– ¿Qué?
– Te lo explicaré después. Continúa.
– Bien, no quería dejar ninguna piedra por levantar, así que leí una enorme cantidad de material sobre la historia de Valaquia y Transilvania. Tardé varios meses. Me obligué a leer lo que había en rumano. Montones de documentos y crónicas sobre Transilvania están en húngaro, por supuesto, debido a cientos de años de dominación húngara, pero también hay documentación rumana. Esto es una colección de textos de canciones populares de Transilvania y Valaquia, publicadas por un recopilador anónimo. Algunas son mucho más que canciones populares. Son poemas épicos.
Me sentí un poco decepcionado. Esperaba alguna especie de documento histórico raro, algo acerca de Drácula.
– ¿Alguna habla de nuestro amigo?
– No, me temo que no. No obstante, una canción se me quedó grabada y pensé en ella otra vez cuando me hablaste de lo que Selim Aksoy quería que viéramos en el archivo de Estambul, ya sabes, ese pasaje sobre los monjes de los Cárpatos que entran en la ciudad de Estambul con sus carretas y mulas, ¿te acuerdas? Lamento no haberle pedido a Turgut que nos escribiera la traducción.
Empezó a pasar las páginas del volumen con mucho cuidado. Algunos de los largos textos estaban ilustrados en la parte superior con xilografías, la mayoría adornos con aspecto de bordados populares, pero también algunas toscas representaciones de árboles, casas y animales. La tipografía era muy nítida, pero el libro en sí era chapucero, como hecho en casa. Helen siguió con los dedos las primeras líneas de los poemas, mientras sus labios se movían poco a poco, y meneó la cabeza.
– Algunas de estas baladas son muy tristes -dijo-. En el fondo, los rumanos somos muy diferentes de los húngaros.
– ¿Por qué?
– Bien, existe un proverbio húngaro que dice: «El magiar vive los placeres con tristeza». Y es verdad. Hungría está plagada de canciones tristes, y en las aldeas hay violencia, alcoholismo y suicidios.
Pero los rumanos son aún más tristes. Creo que no nos hace tristes la vida, sino que somos tristes por naturaleza. -Inclinó la cabeza sobre el libro-. Escucha esto. Es típico de estas canciones.
Tradujo despacio, y el resultado fue algo parecido a esto, aunque esta canción en concreto es diferente y procede de un pequeño volumen de traducciones del siglo XIX que se encuentra ahora en mi biblioteca privada:
La niña que ha muerto fue siempre dulce y bondadosa.
Ahora la hermana menor exhibe la misma sonrisa.
Dijo a su madre: «Oh, madre querida,
mi buena hermana muerta me dijo que no temiera.
La vida que no pudo vivir me entrega,
para darte renovada felicidad».
Pero no, la madre no pudo levantar la cabeza,
y siguió llorando por la hija que estaba muerta.
– Santo Dios -dije estremecido-. No cuesta creer que una cultura capaz de crear una canción semejante creyera en vampiros e incluso los engendrara.
– Sí -dijo Helen, y meneó la cabeza, pero ya estaba pasando más páginas del volumen-.
Espera. -Hizo una repentina pausa-. Podría ser esto.
Estaba señalando un breve verso con una vistosa xilografía debajo que parecía plasmar edificios y animales enmarañados en un bosque espinoso.
Soporté la tensión durante varios minutos, mientras Helen leía en silencio, y por fin levantó la vista. Había un brillo de entusiasmo en sus ojos.
– Escucha esto. Traduciré lo mejor que pueda.
Reproduzco aquí una traducción exacta, que he guardado durante estos veinte años entre mis papeles.
Llegaron a las puertas, llegaron a la gran ciudad.
Llegaron a la gran ciudad desde el país de la muerte.
«Somos hombres de Dios, hombres de los Cárpatos.
Somos monjes y hombres santos,
pero sólo traemos malas noticias.
Traemos noticias de una epidemia en la gran ciudad.
Servíamos a nuestro amo, y venimos a llorar por su muerte.»
Llegaron a las puertas y la ciudad lloró con ellos cuando entraron.
El siniestro verso me produjo un escalofrío, pero tuve que poner las debidas objeciones.
– Esto es muy general. Se mencionan los Cárpatos, pero deben aparecer en docenas, incluso centenares, de textos antiguos. Y la «gran ciudad» podría significar cualquier cosa.
Quizá signifique la Ciudad de Dios, el reino de los cielos.
Helen meneó la cabeza.
– No lo creo -dijo-. Para los pueblos de los Balcanes y la Europa Central, tanto cristianos como musulmanes, la gran ciudad siempre ha sido Constantinopla, a menos que cuentes a la gente que peregrinó a Jerusalén o a La Meca a lo largo de los siglos. Por otra parte, la mención de la epidemia y los monjes me parece relacionada con la historia del párrafo de Selim Aksoy. ¿El amo al que se refieren no podría ser Vlad Tepes?
– Supongo -dije dudoso-, pero ojalá tuviéramos más datos. ¿Qué antigüedad crees que tiene la canción?
– Es algo muy difícil de precisar cuando se trata de letras tradicionales. -Helen compuso una expresión pensativa-. Este volumen fue impreso en el año 1790, como puedes ver, pero no consta el nombre del editor ni el del lugar en que se imprimió. Las canciones tradicionales pueden sobrevivir doscientos, trescientos o cuatrocientos años sin problemas, de modo que ésta podría ser varios siglos más antigua que el libro. Podría datar de finales del siglo quince, o podría ser incluso más antigua, lo cual daría al traste con nuestros propósitos.
– La xilografía es curiosa -dije, y la miré con más detenimiento. -El libro está lleno de este tipo de xilografías -murmuró Helen-. Recuerdo que me sorprendió la primera vez que lo examiné.
Esta no parece relacionada con el poema. Me recuerda a un monje orando o a una ciudad de elevadas murallas.
– Sí -dije-, pero acércate más. -Nos inclinamos sobre la diminuta ilustración, y nuestras cabezas casi se tocaron-. Ojalá tuviéramos una lupa -dije-. ¿No te da la impresión de que en este bosque o arboleda hay cosas escondidas? No se ve ninguna gran ciudad, pero si te fijas bien, aquí se ve un edificio similar a una iglesia, con una cruz en la punta de la cúpula, y al lado…
– Un animal pequeño. -Helen entornó los ojos-. Dios mío -exclamó-. Es un dragón.
Asentí, y nos acercamos más, casi sin respirar. La forma tosca y diminuta era
espantosamente familiar: alas extendidas, cola ensortijada. No tuve que sacar mi libro del maletín para comparar.
– ¿Qué significa esto?
Aquella imagen, aunque fuera en miniatura, aceleró mi corazón.
– Espera. -Helen examinó la xilografía acercando su cara a dos o tres centímetros de la página-. Maldición. Apenas se ve, pero aquí hay una palabra, espaciada entre los árboles,
de letra en letra. Son muy pequeñas, pero estoy segura de que son letras.
– ¿Drakulya? -pregunté en voz muy baja.
Ella negó con la cabeza.
– No, pero podría ser un nombre. Ivi… Ivireanu. No lo conozco. Nunca lo había visto escrito, pero muchos nombres rumanos acaban en «u». ¿Qué demonios debe significar este nombre aquí?
Suspiré.
– No lo sé, pero creo que tu instinto no te engaña: esta página está relacionada con Drácula. De lo contrario, no saldría el dragón. Ese no, al menos.
Nos miramos, impotentes. La sala, tan plácida e invitadora media hora antes, se me antojaba deprimente ahora, un mausoleo de conocimientos olvidados.
– Los bibliotecarios no saben nada de este libro -dijo Helen-. Recuerdo que ya pregunté sobre él, porque es una rareza.
– Bien, esto tampoco lo podemos solucionar -dije por fin-. Llevémonos al menos una traducción, para acordarnos de lo que hemos visto.
Tomé su dictado en una hoja de cuaderno y efectué un apresurado dibujo de la xilografía.
Helen estaba consultando su reloj. -He de volver al hotel -dijo.
– Yo también, o Hugh James se me escapará.
Recogimos nuestras pertenencias y devolví el libro a su estante con todo el respeto debido a una reliquia.
Tal vez fue producto del estado agitado de mi mente, incitado por el poema y la ilustración, o quizás estaba más cansado de lo que pensaba a causa del viaje, de la prolongada velada en el restaurante con Eva y de pronunciar una conferencia ante una multitud de desconocidos.
El caso es que cuando entré en mi habitación tardé mucho rato en asimilar lo que vi y mucho más aún en llegar a la conclusión de que Helen tal vez estaba viendo lo mismo en su cuarto, dos pisos más arriba. Después temí de repente por su seguridad y subí la escalera sin detenerme a examinar nada. Habían registrado mi habitación, cajón, armario y ropa de cama, y todas mis posesiones habían sido manoseadas, tiradas de cualquier manera, incluso rotas por manos que no sólo eran apresuradas sino malintencionadas.
– ¿No puedes pedir ayuda a la policía? Me parece que esta ciudad está llena de policías. -
Hugh James partió por la mitad un panecillo y le dio un buen mordisco-. Es terrible que te pase esto en un hotel extranjero.
– Hemos llamado a la policía -le tranquilicé-. Al menos, eso creo, porque el
recepcionista del hotel lo hizo por nosotros. Dijo que no podría venir nadie hasta última hora de la noche o mañana por la mañana, y que no tocáramos nada. Nos ha dado nuevas habitaciones.
– ¿Cómo? ¿Quieres decir que la habitación de la señorita Rossi también fue registrada? – Los grandes ojos de Hugh se hicieron todavía más redondos-. ¿Le ha pasado a algún huésped más?
– Lo dudo -dije en tono sombrío.
Estábamos sentados en un restaurante al aire libre de Buda, no lejos de la colina del castillo, desde donde podíamos contemplar el Danubio y el Parlamento, en el lado de Pest. Aún había mucha luz y el cielo nocturno proyectaba un resplandor azul y rosa sobre el agua.
Hugh había elegido el sitio. Era uno de sus favoritos, dijo. Habitantes de Budapest de todas las edades paseaban por la calle delante de nosotros y muchos de ellos se detenían ante las balaustradas que daban al río para contemplar la hermosa panorámica, como si nunca tuvieran bastante. Hugh había pedido varios platos típicos para que yo los probara, y acabábamos de acomodarnos con el ubicuo pan de corteza dorada y una botella de Tokay, el famoso vino de la zona noreste de Hungría, me explicó. Ya habíamos acabado con los preliminares, es decir, nuestras universidades, mi olvidada tesis (se rió cuando le conté hasta qué punto andaba errado el profesor Sándor sobre mi obra), la investigación efectuada por Hugh sobre la historia de los Balcanes y su próximo libro sobre ciudades otomanas en Europa.