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Cuando me senté frente a él nos miramos con cordial curiosidad-. Así que usted es el orador estrella, ¿eh? Tengo muchas ganas de escucharle.

De cerca, parecía unos diez años mayor que yo, y tenía unos ojos extraordinarios de color castaño claro, acuosos y un poco saltones, como los de un basset. Yo ya había reconocido su acento como del norte de Inglaterra.

– Gracias -dije, mientras procuraba no encogerme de manera muy visible-. Yo he disfrutado cada minuto de su disertación. Ha cubierto un espectro muy notable. Me pregunto si conoce a mi, hum, al director de mi tesis, Bartholomew Rossi. También es inglés.

– ¡Claro que sí! -Hugh James desdobló su servilleta con entusiasmo-. El profesor Rossi es uno de mis escritores favoritos. He leído casi todos sus libros. ¿Trabaja con él? Qué suerte.

Había perdido la pista de Helen, pero en aquel momento la vi en el bufet con Géza József a su lado. El hombre le estaba hablando con vehemencia al oído, y al cabo de unos instantes ella le permitió seguirla hasta una pequeña mesa situada al otro lado del salón. La veía lo bastante bien como para distinguir la expresión avinagrada de su rostro, pero eso no me consoló. Géza estaba inclinado hacia ella, con los ojos clavados en su cara, en tanto Helen miraba la comida, y casi me sentí enloquecer por el deseo de saber qué le estaba diciendo el hombre.

– Creo -Hugh James aún seguía hablando de las obras de Rossi- que sus estudios sobre el teatro griego son maravillosos. Ese hombre puede escribir sobre cualquier cosa.

– Sí -dije con aire ausente-. Está trabajando en una obra titulada El fantasma en el ánfora, sobre la utilería usada en las tragedias griegas.

Me callé, cuando comprendí que podía estar traicionando los secretos de Rossi. Sin embargo, aunque no me hubiera callado, la expresión del profesor James me habría enmudecido.

– ¿Cómo? -dijo estupefacto. Dejó los cubiertos sobre la mesa-. ¿Ha dicho El fantasma en el ánfora?

– Sí. -Hasta me había olvidado de Helen y Géza-. ¿Por qué lo pregunta?

– ¡Pero eso es asombroso! Creo que debo escribir al profesor Rossi ahora mismo. Hace poco he estado estudiando un documento interesantísimo de la Hungría del siglo quince.

Por eso he venido a Budapest. He estado investigando ese período de la historia de Hungría, y después me sumé al congreso gracias al amable permiso del profesor Sándor. En cualquier caso, este documento fue escrito por uno de los eruditos del rey Matías Corvino, y habla del fantasma en el ánfora.

Recordé que Helen había hablado del rey Matías Corvino la noche anterior. ¿No había sido el fundador de la gran biblioteca del castillo de Buda? Tía Eva también se había referido a él.

– Explíquese, por favor -le animé.

– Bien, yo… Parece un poco tonto, pero durante varios años he estado muy interesado en las leyendas populares de la Europa Central. Empezó un poco como una broma, hace muchos años, pero estoy absolutamente fascinado por la leyenda del vampiro.

Le miré sin pestañear. Parecía tan normal como antes, con su rostro rubicundo y jovial y su chaqueta de tweed, pero yo pensé que estaba soñando.

– Sé que suena infantil, el conde Drácula y todo eso, pero se trata de un tema muy interesante cuando empiezas a indagar un poco. Drácula fue un personaje real, aunque no un vampiro, claro está, y me interesa averiguar si su historia está relacionada con las leyendas populares del vampiro. Hace algunos años empecé a buscar material escrito sobre el tema, para saber si era factible encontrar alguno, porque el vampiro existió sobre todo en la leyenda oral de los pueblos de la Europa Central y del Este.

Se reclinó en la silla y tamborileó con los dedos sobre el borde de la mesa.

– Bien, ocurre que, trabajando en la biblioteca universitaria de aquí, encontré este documento que, al parecer, encargó Corvino. Quería que alguien reuniera todos los conocimientos sobre vampiros de tiempos pretéritos. Fuera quien fuera el estudioso que recibió el encargo, era un erudito en lenguas clásicas, pues en lugar de patearse pueblos, como habría hecho cualquier buen antropólogo, empezó a examinar textos griegos y latinos (Corvino tenía un montón) con el fin de encontrar referencias a los vampiros, y descubrió esta idea griega, que no he visto en ningún otro sitio, al menos hasta que usted la mencionó hace un momento, del fantasma en el ánfora. En la antigua Grecia, y en las tragedias griegas, el ánfora contenía en ocasiones cenizas humanas y la gente ignorante de Grecia creía que, si el ánfora no se enterraba como era debido, podía crear un vampiro, aunque aún no estoy muy seguro de cómo. Tal vez el profesor Rossi sepa algo de esto si está escribiendo sobre el fantasma en el ánfora. Una coincidencia notable, ¿verdad? De hecho, todavía existen vampiros en la Grecia moderna, según la tradición. -Lo sé -dije-. Los vrykolakas.

Esta vez fue Hugh James quien me miró fijamente. Sus protuberantes ojos color avellana se agigantaron.

– ¿Cómo lo sabe? -susurró-. Quiero decir… Le ruego que me disculpe. Me sorprende encontrar a alguien más que…

– ¿Se interesa por los vampiros? -dije con sequedad-. Sí, eso también me sorprendía a mí, pero últimamente me estoy acostumbrando. ¿Cómo llegó a interesarse por los vampiros, profesor James?

– Hugh -dijo poco a poco-. Llámame Hugh, por favor. Yo… -Me miró fijamente un segundo, y por primera vez vi bajo su risueña fachada exterior una intensidad que brillaba como una llama-. Es muy extraño y no suelo hablar a la gente de esto, pero…

Ya no podía aguantar más demoras.

– ¿Encontraste por casualidad un libro antiguo con un dragón en el centro? -dije.

Me miró con ojos desorbitados y el color se retiró de su saludable rostro.

– Sí -contestó-. Encontré un libro. -Sus manos aferraron el borde de la mesa-. ¿Quién eres?

– Yo también encontré uno.

Nos miramos durante unos largos segundos, y tal vez habríamos seguido así más rato de no ser porque nos interrumpieron. La voz de. Géza József sonó en mi oído antes de que reparara en su presencia. Se había parado detrás de mí y estaba inclinado sobre nuestra mesa con una sonrisa afable. Helen se acercó corriendo, con expresión extraña, casi culpable, pensé.

– Buenas tardes, camaradas -dijo con cordialidad el hombre-. ¿De qué libros están hablando?

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Cuando el profesor József se inclinó sobre nuestra mesa con su amigable pregunta, por un momento no supe qué decir. Tenía que hablar de nuevo con Hugh James lo antes posible, pero en privado, no entre tanta gente, y de ninguna manera con la persona de la que Helen me había precavido (¿por qué?) echándome el aliento en la nuca. Por fin, farfullé unas palabras.

– Estábamos compartiendo nuestro amor por los libros antiguos -dije-. Todos los eruditos deberían admitir eso, ¿no cree?

Helen ya había llegado a nuestra mesa y me estaba mirando con una mezcla de alarma y aprobación. Me levanté para ofrecerle una silla. Pese a mi necesidad de deshacerme de Géza József, debí comunicarle cierto entusiasmo, porque Helen nos miró con curiosidad a Hugh y a mí. Géza nos observaba con afabilidad, pero me pareció ver que entornaba ligeramente sus bellos ojos mongoles. Así debían haber mirado los hunos a través de las rendijas de sus gorros de cuero, para protegerse del sol occidental. Procuré no volver a mirarle.

Podríamos habernos pasado todo el día así, intercambiando o esquivando miradas, si el profesor Sándor no hubiera aparecido de repente.

– Muy bien -atronó-. Veo que disfrutan de nuestra comida. ¿Han terminado? Y ahora, si es tan amable de acompañarme, prepararemos todo para que pueda empezar su conferencia.

Me encogí (había olvidado durante unos minutos la tortura que me aguardaba), pero me levanté obediente. Géza se colocó respetuosamente detrás del profesor Sándor (¿quizás un poco demasiado respetuosamente?, me pregunté), y eso me concedió un momento para mirar a Helen. Abrí al máximo los ojos e hice un ademán en dirección a Hugh James, quien también se había puesto de pie como un caballero cuando Helen se acercó, y estaba esperando junto a la mesa sin decir nada. Ella frunció el ceño, confusa, y después el profesor Sándor, para mi gran alivio, dio una palmada a Géza en el hombro y se lo llevó.

Pensé leer cierta irritación en el joven húngaro, pero tal vez se me había contagiado la paranoia de Helen con respecto a él. En cualquier caso, nos brindó un instante de libertad.

– Hugh encontró un libro -susurré, y traicioné sin el menor remordimiento la confianza del inglés.

Helen me miró fijamente, sin comprender.

– ¿Hugh?

Indiqué con la cabeza en dirección a nuestro acompañante y él nos miró. Después Helen se quedó boquiabierta. Hugh la miró.

– ¿Ella también…?

– No -susurré-. Me está ayudando. Te presento a Helen Rossi, antropóloga.

Hugh le estrechó la mano con brusca cordialidad, sin dejar de mirarla, pero el profesor

Sándor había dado media vuelta y nos estaba esperando, y no podíamos hacer otra cosa que seguirle. Helen y Hugh se pusieron tan cerca de mí que parecíamos un rebaño de ovejas.

La sala de conferencias estaba empezando a llenarse y yo me senté en la primera fila, para luego sacar las notas de mi maletín con una mano que no tembló del todo. El profesor Sándor y su ayudante estaban manipulando otra vez el micrófono, y se me ocurrió que tal vez el público no podría oírme, en cuyo caso tenía poco de qué preocuparme. No obstante, el equipo estuvo arreglado enseguida, y el amable profesor empezó a presentarme, al tiempo que sacudía la cabeza con entusiasmo sobre sus notas. Resumió de nuevo mis notables credenciales, describió el prestigio de mi universidad en Estados Unidos y felicitó

al congreso por el raro privilegio de poder escucharme, todo en inglés esta vez, supongo que en mi honor. Caí en la cuenta de repente de que no tenía intérprete que tradujera al alemán mis notas improvisadas mientras yo hablaba, y esta idea me insufló una inyección de confianza cuando me enfrenté a mi prueba de fuego.

– Buenas tardes, colegas, compañeros historiadores -empecé, y después, con la sensación de que había sido algo pomposo, bajé mis notas-. Gracias por concederme el honor de dirigirles la palabra hoy. Me gustaría hablar con ustedes sobre el período de la incursión otomana en Transilvania y Valaquia, dos principados que ustedes conocen bien, pues forman parte en la actualidad de Rumanía. -El mar de caras pensativas me miró fijamente, y me pregunté si detectaba cierta tensión en la sala. Transilvania, para los historiadores húngaros, así como para muchos otros húngaros, era material sensible-. Como ya saben, el imperio otomano retuvo territorios en toda la Europa oriental durante más de quinientos años, que administraba desde una base segura después de la conquista de la antigua Constantinopla en 1453. El imperio invadió con éxito una docena de países, pero jamás logró reducir por completo algunas zonas, muchas de ellas bolsas montañosas de los bosques de Europa del Este, cuya topografía y nativos desafiaron a la conquista. Una de estas zonas fue Transilvania.

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