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– ¿Y después naciste tú? -pregunté en voz baja.

– Y después nací yo, en un hospital de Budapest, y mis tíos contribuyeron a mi educación.

Vivimos con ellos hasta que fui al instituto. Eva nos llevó al campo durante la guerra y encontró comida para todos, aún no sé cómo. Mi madre también se educó aquí y aprendió húngaro. Siempre se negó a enseñarme rumano, aunque a veces la he oído hablar en sueños en su idioma natal. -Me dirigió una mirada amarga-. Ya ves a qué redujo nuestras vidas tu amado Rossi -dijo, y torció la boca-. De no haber sido por mis tíos, mi madre habría muerto sola en algún bosque de la montaña y los lobos la habrían devorado. A las dos en realidad.

– Yo también estoy agradecido a tus tíos -dije, y después, temeroso de su mirada sardónica, me apresuré a servirle más café de la cafetera metálica que había a mi lado.

Helen no contestó, y al cabo de un momento sacó unos papeles de su bolso.

– ¿Repasamos la conferencia una vez más?

El sol de la mañana y el frío aire del exterior representaban una amenaza para mí. Mientras caminábamos hacia la universidad, sólo podía pensar en que se estaba acercando el momento, y a marchas forzadas, en que debía pronunciar mi conferencia. Sólo había dado una conferencia antes, una presentación conjunta con Rossi el año anterior, cuando había organizado un congreso sobre el colonialismo holandés. Cada uno había escrito la mitad de la conferencia. Mi mitad había sido un patético intento de destilar en veinte minutos lo que yo creía que iba a ser mi tesis antes de haber escrito una sola palabra de ella. La de Rossi

había sido un brillante y amplio tratado sobre la herencia cultural de los Países Bajos, el poderío estratégico de la marina holandesa y la naturaleza del colonialismo. Pese a mi sensación general de insuficiencia en lo tocante a todo el tema, me halagó que me incluyera. También me sentí apoyado durante toda la experiencia por su rotunda y segura presencia a mi lado en el estrado, su cordial palmada en el hombro cuando le pasé el testigo. Hoy estaría solo. La perspectiva era deprimente, cuando no aterradora, y sólo pensar en cómo se las habría arreglado Rossi me tranquilizaba un poco.

La elegante Pest se extendía a nuestro alrededor, y ahora, a plena luz del día, podía ver que su magnificencia estaba en construcción (reconstrucción, mejor dicho) allí donde todavía perduraban los efectos devastadores de la guerra. Muchas casas carecían de paredes o ventanas en sus pisos superiores, o de todos los pisos superiores, y si examinabas de cerca cada superficie, veías aún los agujeros de las balas. Ojalá hubiera tenido tiempo de pasear más y recorrer Pest a mis anchas, pero habíamos acordado que aquel día asistiríamos a todas las sesiones matutinas del congreso, para conferir mayor legitimidad a nuestra presencia.

– Por la tarde quiero hacer otra cosa -dijo Helen con aire pensativo-. Iremos a la biblioteca de la universidad antes de que cierre.

Cuando llegamos al gran edificio donde la noche anterior se había celebrado la recepción, se detuvo.

– Hazme un favor.

– Desde luego. ¿Cuál?

– No hables con Géza József de nuestros viajes, ni de que estamos buscando a alguien.

– No es muy probable que lo haga -repuse indignado.

– Sólo te estoy advirtiendo. Puede ser muy seductor. Levantó la mano enguantada en un gesto conciliador.

– De acuerdo. Sostuve la gran puerta barroca para que pasara y entramos. En una sala de conferencias del segundo piso, muchas de las personas a las que había visto la noche anterior ya estaban sentadas en filas de sillas y hablaban con animación o revisaban papeles.

– Dios mío -murmuró Helen-. El Departamento de Antropología también ha venido.

Un momento después se había zambullido en saludos y conversaciones. La vi sonreír, lo más probable a viejos amigos, colegas de años de trabajar en su especialidad, y una oleada de soledad me invadió. Daba la impresión de que me estaba señalando, intentaba presentarme desde lejos, pero el torrente de voces y su húngaro ininteligible erigían una barrera casi palpable entre nosotros.

Justo en aquel momento sentí que alguien me palmeaba el brazo, y el formidable Géza apareció ante mí. Su apretón de manos y su sonrisa eran cordiales.

– ¿Le ha gustado nuestra ciudad? -preguntó-. ¿Todo está a su gusto?

– Todo -contesté con idéntica cordialidad. Tenía la advertencia de Helen grabada en mi mente, pero era difícil que aquel hombre no te cayera bien.

– Ah, estoy muy contento -dijo-. ¿Va a pronunciar su conferencia esta tarde? Tosí.

– Sí -dije-. Sí, exacto. ¿Y usted? ¿Va a dar una conferencia hoy?

– Oh, no, no -dijo-. En realidad, estoy investigando un tema de gran interés para mí, pero aún no estoy preparado para disertar sobre él.

– ¿Cuál es el tema?

No pude reprimir la pregunta, pero en aquel momento, el profesor Sándor, con su imponente copete blanco, abrió la sesión desde el estrado. La multitud se acomodó en los asientos como pájaros sobre cables telefónicos y enmudeció. Yo me senté al fondo junto a Helen y consulté mi reloj. Eran sólo las nueve y media, de modo que podía relajarme un rato. Géza József se había sentado en la primera fila. Podía ver la nuca de su hermosa cabeza. Miré a mí alrededor y también vi caras conocidas de la fiesta de la noche anterior.

Era una multitud interesada, algo zarrapastrosa, y todo el mundo miraba al profesor Sándor.

– Guten Morgen -tronó, y el micrófono chirrió hasta que un estudiante vestido con camisa azul y corbata negra subió a arreglarlo-. Buenos días, honorables visitantes. Guten Morgen, bonjour, bienvenidos a la Universidad de Budapest. Estamos orgullosos de presentarles la primera convención europea de historiadores de… -El micrófono se puso a chirriar de nuevo y nos perdimos varias frases. Por lo visto, al profesor Sándor se le había agotado el inglés, al menos de momento, y continuó durante unos minutos en una mezcla de húngaro, francés y alemán. Del alemán y el francés deduje que se serviría la comida a las doce y después, ante mi horror, que yo sería el orador principal, el momento culminante del congreso, la atracción fundamental de las jornadas, que yo era un distinguido estudioso estadounidense, un especialista no sólo en la historia de los Países Bajos, sino también en la economía del imperio otomano y los movimientos obreros de Estados Unidos (¿se habría inventado eso tía Eva?), que mi libro sobre los gremios mercantiles holandeses en la era de Rembrandt aparecería al año siguiente, y que tenían la inmensa fortuna de haber podido incorporarme al programa a última hora.

Esto era peor que mis sueños más pesimistas, y juré que Helen me las pagaría si había intervenido en ello. Muchos estudiosos del público se estaban volviendo para mirarme, sonreían, cabeceaban, incluso me señalaban a otros. Helen estaba sentada seria y majestuosa a mi lado, pero algo en la curva del hombro de su chaqueta negra sugería (sólo a mí, esperé) el deseo casi perfectamente oculto de reír. Intenté componer también una actitud digna, y recordar que esto, incluso todo esto, era por Rossi.

Cuando el profesor Sándor dejó de tronar, un hombrecillo calvo pronunció una conferencia que, al parecer, versaba sobre la Liga Hanseática. Le siguió una mujer de pelo cano vestida de azul, cuyo tema concernía a la historia de Budapest, aunque no entendí ni una palabra.

El último orador antes de la comida era un joven estudioso de la Universidad de Londres (parecía de mi edad), y para mi gran alivio habló en inglés, mientras un estudiante de filología húngara leía una traducción de su conferencia al alemán. Era extraño, pensé, oír todo esto en alemán, tan sólo una década después de que los alemanes hubieran destruido casi por completo Budapest, pero me recordé que había sido la lingua franca del imperio austrohúngaro. El profesor Sándor presentó al inglés como Hugh James, profesor de historia de la Europa oriental.

El profesor James era un hombre corpulento vestido con traje de tweed marrón y corbata color aceituna. Con dicho atuendo parecía tan inenarrable, tan característicamente inglés, que tuve que reprimir una carcajada. Sus ojos centellearon y nos dedicó una agradable sonrisa.

– Nunca había esperado encontrarme en Budapest -dijo, y miró alrededor de él-, pero es muy gratificante estar aquí, en esta gran ciudad de la Europa Central, una puerta entre Oriente y Occidente. Debería pedirles unos minutos de su tiempo para reflexionar sobre la cuestión de qué herencia dejó el imperio otomano en Europa Central cuando se retiró, después de su fallido asedio a Viena, en 1685.

Hizo una pausa y sonrió al estudiante de filología, quien nos leyó la primera frase en alemán. Procedieron de esta manera, alternando idiomas, pero el profesor James debía improvisar más que otra cosa, porque mientras hablaba, el estudiante le dirigía de vez en cuando miradas de perplejidad.

– Todos hemos oído hablar, sin duda, de la historia de la invención del cruasán, el tributo de un pastelero parisino a la victoria de Viena sobre los otomanos. El cruasán representaba, por supuesto, la medía luna de las banderas otomanas, un símbolo que Occidente devora con el café hasta hoy mismo. -Miró en torno a él, radiante, y entonces pareció caer en la cuenta, al igual que yo, de que la mayoría de aquellos ansiosos estudiosos húngaros nunca habían estado en París o Viena-. Sí, bien, el legado otomano puede sintetizarse en una sola palabra, creo: estética.

Continuó describiendo la arquitectura de media docena de ciudades de la Europa Central y del Este, juegos y modas, especias y diseños de interiores. Yo escuchaba con una fascinación que sólo era en parte el alivio de poder comprender por completo sus palabras.

Muchas cosas que había visto en Estambul acudieron a mi mente cuando Hugh James habló de los baños turcos de Budapest, así como de los edificios protootomanos y austrohúngaros de Sarajevo. Cuando describió el palacio de Topkapi, me descubrí asintiendo con entusiasmo, hasta que comprendí que debía ser más discreto.

Aplausos tumultuosos siguieron a la conferencia, y después el profesor Sándor nos invitó a dirigirnos al comedor para almorzar. En la confusión que se produjo cuando los estudiosos atacaron la comida, conseguí localizar al profesor James justo cuando se sentaba a una mesa.

– ¿Puedo acompañarle?

Se puso en pie de un brinco, sonriente.

– Desde luego, desde luego. Mucho gusto. -Me presenté y nos estrechamos las manos.

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