– ¿Es la típica reunión previa a un congreso aquí?
No sabía muy bien a qué me refería, pero era una excusa para apartar mis ojos de Helen.
– Sí -dijo mi interlocutor con orgullo. Era un hombre bajo, de unos sesenta años, con chaqueta gris y corbata gris-. Celebramos muchos congresos internacionales en la universidad, sobre todo ahora.
Iba a preguntar lo que significaba «sobre todo ahora», pero el profesor Sándor se había materializado a mi lado de nuevo y me estaba guiando hacia un hombre apuesto que parecía ansioso por conocerme.
– Le presento al profesor Géza József -me dijo-. Tiene muchas ganas de conocerle.
Helen se volvió al mismo tiempo, y ante mi sorpresa vi una expresión de desagrado (¿o de disgusto?) destellar en su cara. Se precipitó al instante hacia nosotros, como si quisiera intervenir.
– ¿Cómo estás, Géza?
Le estrechó las manos con formalidad y cierta frialdad, antes de que yo tuviera tiempo de saludar al hombre.
– Me alegro de verte, Helen -dijo el profesor József al tiempo que hacía una breve reverencia, y percibí algo extraño en su voz, que tanto podía ser un toque burlón como cualquier otra emoción. Me pregunté si estaban hablando inglés en deferencia hacia mí.
– Y yo a ti -replicó ella-. Permíteme presentarte a un colega con el que he estado trabajando en Estados Unidos…
– Es un placer conocerle -dijo, y me dedicó una sonrisa que iluminó sus hermosas facciones. Era más alto que yo, de espeso cabello castaño y con el porte confiado de un hombre enamorado de su virilidad. Habría estado magnífico a lomos de un caballo, cabalgando por las llanuras con rebaños de ovejas, pensé. Su apretón de manos fue cálido, y me dio una palmada de bienvenida con la otra mano en el hombro. No pude fijarme en si Helen le consideraba repulsivo, aunque no pude sacudirme de encima la impresión de que así era-. De modo que nos va a honrar mañana con una conferencia. Esto es espléndido – dijo. Hizo una breve pausa-. Pero mi inglés no es muy bueno. ¿Prefiere que hablemos en francés o alemán?
– Estoy seguro de que su inglés es mucho mejor que mi francés o mi alemán -respondí enseguida.
– Es usted muy amable. -Su sonrisa era un prado henchido de flores-. Tengo entendido que su especialidad es la dominación otomana de los Cárpatos, ¿verdad?
Aquí, las noticias viajaban con celeridad, pensé. Igual que en casa.
– Ah, sí -admití-. Aunque estoy seguro de que su facultad va a enseñarme muchas cosas sobre el tema.
– No creo -murmuró cortésmente-, pero he llevado a cabo una pequeña investigación sobre la materia, que me encantaría comentar con usted.
– Los intereses del profesor József son muy variados -intervino Helen. Su tono habría helado el agua caliente. Todo esto era muy desconcertante, pero me recordé que todo departamento académico padece disturbios civiles, cuando no una guerra declarada, y éste no debía ser la excepción. Antes de que pudiera pensar en una fórmula conciliadora, Helen se volvió hacia mí con brusquedad-. Profesor, hemos de ir a nuestra siguiente reunión.
Por un segundo, no supe a quién estaba hablando, pero apoyó la mano con firmeza debajo de mi brazo.
– Ah, ya veo que está muy ocupado. -El profesor József era todo pesar-. Tal vez podamos hablar de la cuestión otomana en otro momento. Me encantaría enseñarle algunas cosas de nuestra ciudad, profesor, o llevarle a comer…
– El profesor estará muy ocupado mientras dure el congreso -dijo Helen. Estreché la mano del hombre con toda la cordialidad que la mirada gélida de Helen me permitió, y después Géza József se apoderó de la mano libre de ella.
– Es un placer volver a verte en tu patria -le dijo, inclinó la cabeza y besó su mano. Helen la retiró al instante, pero una extraña expresión cruzó por su cara. Estaba algo conmovida por el gesto, decidí, y por primera vez me cayó mal el encantador historiador húngaro.
Helen me condujo de nuevo hacia el profesor Sándor. Nos disculpamos y expresamos nuestra impaciencia por escuchar las conferencias del día siguiente.
– Y nosotros estamos deseosos de asistir a la suya.
Apretó mi mano entre las suyas. Los húngaros eran un pueblo muy afectuoso, pensé, con una agradable sensación de bienestar que sólo era en parte el efecto de la bebida en mi organismo. Mientras aplazara cualquier pensamiento real sobre la conferencia, me sentiría ahíto de satisfacción. Helen me cogió del brazo, y creí que escudriñaba la habitación con una veloz mirada antes de salir.
– ¿Qué ha pasado? -El aire de la noche era de un frescor vivificante, pero yo me sentía mejor que nunca-. Tus compatriotas son las persona más cordiales que he conocido en mi vida, pero tuve la impresión de que estabas a punto de decapitar al profesor József.
– En efecto -replicó-. Es insufrible.
– Insufrible, diría yo -corregí-. ¿Por qué le tratas así? Te saludó como si fueras una vieja amiga.
– Oh, no tengo ningún problema con él, salvo que es un buitre. Un vampiro, en realidad.
– Calló enseguida y me miró, con ojos desorbitados-. No quería decir…
– Pues claro que no -dije-. Me fijé en sus caninos.
– Tú también eres insufrible -dijo, y se soltó de mi brazo. La miré con pesar.
– No me importa que me cojas del brazo -dije con desenvoltura-, pero ¿es una buena idea que lo hagas delante de toda tu universidad?
Me miró un momento, y fui incapaz de descifrar la oscuridad de sus ojos.
– No te preocupes. No había nadie de Antropología presente. -Pero conoces a muchos historiadores, y la gente habla -insistí. Oh, aquí no. -Lanzó una carcajada seca-. Aquí todos somos camaradas. Ni habladurías ni conflictos, sólo dialéctica entre camaradas. Ya lo verás mañana. Todo es como una pequeña utopía.
– Helen -gemí-, ¿quieres hacer el favor de hablar en serio al menos por una vez? Sólo estoy preocupado por tu reputación…, tu reputación política. Al fin y al cabo, algún día volverás aquí y te encontrarás con toda esta gente.
– ¿De veras?
Cogió mi brazo de nuevo y seguimos andando. Yo no intenté soltarme. Poco habría podido valorar más en aquel instante que el roce de su manga negra contra mi codo.
– De todos modos, valió la pena. He conseguido que los dientes de Géza rechinaran. Los colmillos, quiero decir.
– Bien, gracias -mascullé, pero no dije nada más porque había perdido la confianza en mi cordura. Si su intención había sido dar celos a alguien, conmigo le había salido bien. De pronto, la imaginé en los fuertes brazos de Géza. ¿Habían sido amantes antes de que Helen abandonara Budapest? Debieron formar una pareja impresionante, pensé: los dos eran guapos, altos y elegantes, de pelo oscuro y hombros anchos. De repente, me sentí insignificante y anglosajón, nada comparable a los jinetes de la estepa. Sin embargo, la cara de Helen prohibía más preguntas, y tuve que contentarme con el peso silencioso de su brazo.
Con excesiva prontitud atravesamos las puertas doradas del hotel y entramos en el silencioso vestíbulo. Al instante, una figura solitaria se levantó de entre las butacas tapizadas en negro y palmeras plantadas en macetas y esperó con calma a que nos acercáramos. Helen emitió un gritito y corrió hacia ella con las manos extendidas. -¡ Eva!
Desde que la conocí -sólo la vi tres veces, y la segunda y tercera fueron breves-, he pensado muchas veces en Eva, la tía de Helen. Hay personas que permanecen grabadas en la memoria con mucha más definición tras un breve encuentro que otras a las que ves cada día durante un período largo. Tía Eva era una de esas personas, y mi memoria e imaginación han conspirado para conservarla en vívidos colores durante veinte años. Con frecuencia la he utilizado para recrear a personajes de libros o de figuras históricas. Por ejemplo, se materializó de manera automática cuando me topé con madame Merle, la agradable conspiradora de Retrato de una dama, de Henry James.
De hecho, tía Eva ha personificado a tantas mujeres formidables, agradables y sutiles en mis reflexiones que es un poco difícil para mí retrotraerme a la verdadera tal como la conocí una noche de verano de 1954 en Budapest. Sí recuerdo que Helen se precipitó en sus brazos con afecto desmesurado, mientras que tía Eva permaneció inmóvil, serena y digna, y abrazó y besó sonoramente a su sobrina en cada mejilla. Cuando Helen se volvió, ruborizada, para presentarnos, vi lágrimas brillar en los ojos de ambas mujeres.
– Eva, éste es mi colega norteamericano, de quien ya te he hablado. Paul, te presento a mi tía, Eva Orbán.
Le estreché la mano y procuré no mirarla fijamente. La señora Orbán era una mujer alta y de aspecto distinguido, de unos cincuenta y cinco años. Lo que me hipnotizó de ella fue su asombroso parecido con Helen. Podrían haber sido hermanas, una mayor y otra mucho más
joven, o bien gemelas, una de las cuales había envejecido por obra de amargas
experiencias, mientras que la otra se había mantenido joven y fresca como por arte de magia. Tía Eva sólo era un ápice más baja que Helen y poseía el porte elegante y enérgico de su sobrina. Cabía la posibilidad de que su rostro hubiera sido más adorable que el de su sobrina, y todavía era muy hermosa, con la misma nariz larga y recta, los pómulos pronunciados y los melancólicos ojos oscuros. El color de su pelo me intrigó hasta que comprendí que no era el natural. Era de un peculiar rojo púrpura, con un poco de blanco en las raíces. Durante nuestra estancia en Budapest vi ese color de pelo en muchas mujeres, pero aquella primera visión me sorprendió. Llevaba pequeños pendientes de oro en las orejas y un traje negro igual al de Helen, con una blusa roja debajo.
Cuando nos estrechamos la mano, tía Eva escudriñó mi cara con mucha seriedad, casi con severidad. Tal vez estaba buscando alguna debilidad de carácter de la que debiera advertir a su sobrina, pensé, y luego me reprendí. ¿Por qué iba a considerarme un pretendiente en potencia? Vi una red de finas arrugas alrededor de sus ojos y en las comisuras de sus labios, la herencia de una sonrisa sempiterna. Aquella sonrisa emergió un momento, como si no pudiera reprimirla durante mucho tiempo. No me extrañó que aquella mujer pudiera conseguir una conferencia de más en un congreso y sellos en visados en tan poco tiempo, pensé. La inteligencia que proyectaba sólo tenía parangón con su sonrisa. Al igual que los de Helen, sus dientes eran blancos y rectos, algo que no era muy común entre los húngaros, según había observado.