– Pero esto es uno de tus tesoros -protesté-. En cualquier caso, no nos lo dejarán pasar en la aduana.
– Ah, pero no hay que enseñarlo en la aduana. Tenéis que esconderlo con sumo cuidado.
Mira en la maleta, a ver sí puedes guardarlo entre la ropa blanca o, mejor aún, que lo lleve
la señorita Rossi. No registrarán con demasiado detenimiento el equipaje de una dama. -
Cabeceó para darme ánimos-. Pero mi corazón no estará tranquilo a menos que lo aceptes.
Mientras estés en Budapest, yo examinaré muchos libros para intentar ayudarte, pero tú irás en pos de un monstruo. De momento, guárdalo en el maletín. Es muy delgado y ligero. -
Cogí el estuche de madera sin decir palabra y lo guardé al lado de mi libro del dragón-. Y mientras interrogas a la madre de Helen, yo buscaré por aquí cualquier pista de una tumba.
Aún no he renunciado a la idea. -Entornó los ojos-. Eso explicaría las plagas que han maldecido nuestra ciudad desde el período del que estamos hablando. Si además de poderlas explicar pudiéramos ponerles fin…
En aquel momento, la puerta de su estudio se abrió y la señora Bora asomó la cabeza para llamarnos a comer. Fue un banquete tan delicioso como el del día anterior, aunque mucho más sombrío. Helen estaba callada y parecía cansada, la señora Bora pasaba platos con elegancia silenciosa, y el señor Erozan, si bien se levantó un rato para estar con nosotros, no comió gran cosa. Sin embargo, la señora Bora le obligó a beber unas cuantas copas de vino tinto y a comer un poco de carne, lo cual pareció reanimarle un poco. Hasta Turgut
estaba retraído, con aspecto melancólico. Helen y yo nos marchamos en cuanto la cortesía nos lo permitió.
Turgut nos despidió en la puerta del edificio y estrechó nuestras manos con su cordialidad habitual. Nos rogó que le llamáramos en cuanto hubiéramos trazado nuestros planes de viaje y prometió su inquebrantable hospitalidad a nuestro regreso. Después me hizo una señal con la cabeza y dio unas palmaditas sobre mi maletín, y me di cuenta de que se estaba refiriendo en silencio al equipo que contenía. Asentí a modo de respuesta e hice un ademán en dirección a Helen para indicarle que se lo explicaría más tarde. Turgut agitó la mano hasta que ya no pudimos verle bajo los tilos y álamos, y cuando le perdimos de vista, Helen me cogió del brazo. El aíre olía a lilas, y por un momento, en aquella señorial calle gris, paseando entre manchas de sol polvorientas, casi creí que estábamos de vacaciones en París.
Helen estaba muy cansada, y la dejé a regañadientes para que descabezara un sueñecito en la pensión. No me gustaba que se quedara sola, pero ella señaló que la luz del día debía ser protección suficiente. Aunque el pérfido bibliotecario conociera nuestro paradero, no era probable que pudiera entrar en habitaciones cerradas con llave en pleno día, y además Helen llevaba encima su crucifijo. Faltaban varías horas para que pudiera volver a llamar a
su tía, y debíamos esperar sus instrucciones para preparar el viaje. Dejé mi maletín a su cuidado y me obligué a salir a la calle, pues pensaba que me volvería loco si me quedaba y fingía leer o intentaba pensar.
Me pareció una buena oportunidad de ver algo más de Estambul, y me encaminé hacia el complejo del palacio de Topkapi, una especie de laberinto con cúpulas, encargado por el sultán Mehmet como nueva sede de su conquista. Me había atraído desde la primera tarde que habíamos pasado en la ciudad, tanto por el aspecto que presentaba desde lejos como por la descripción de la guía. Topkapi abarca una amplia zona de la punta de Estambul, y el agua lo protege por tres lados: el Bósforo, el Cuerno de Oro y el mar de Mármara.
Sospechaba que, si me lo perdía, me perdería la esencia de la historia otomana de Estambul.
Quizá me estaba alejando una vez más de Rossi, pero pensé que él habría hecho lo mismo si hubiera tenido a su disposición varias horas libres.
Me decepcionó averiguar, mientras paseaba por los parques, patios y pabellones donde había latido el corazón del imperio durante cientos de años, que se exhibían muy pocas cosas de la época del sultán Mehmet, aparte de unos pocos objetos de su tesoro y algunas espadas que le pertenecieron, melladas y rayadas a causa de su prodigioso uso. Creo que, más que nada, esperaba ver otra faceta del sultán cuyo ejército había luchado contra Vlad Drácula y cuya policía se había preocupado por la seguridad de su supuesta tumba en Snagov. Era más bien, pensé (al recordar la partida que jugaban los ancianos en el bazar), como intentar determinar la posición del shah de tu contrincante en una partida de shahmat, cuando sólo conoces la del tuyo.
No obstante, había muchas cosas en el palacio capaces de ocupar mis pensamientos. Según lo que Helen me había contado el día anterior, se trataba de un mundo en el que más de cinco mil sirvientes, con títulos como «Gran Enrollador de Turbantes», habían obedecido en otro tiempo la voluntad del sultán, donde los eunucos protegían la virtud de su enorme harén en lo que no dejaba de ser una cárcel lujosa. Desde aquí, Solimán el Magnífico, que reinó a mediados del siglo XVI, había consolidado el imperio, codificado sus leyes y convertido Estambul en una metrópolis tan gloriosa como lo había sido bajo el gobierno de los emperadores bizantinos. Al igual que ellos, el sultán había peregrinado una vez a la semana a esta ciudad para rezar en Santa Sofía. Pero los viernes, el día santo de los musulmanes, no los domingos. Era un mundo de rígidos protocolos y banquetes suntuosos, de telas maravillosas y bellas baldosas sensuales, de visires vestidos de verde y chambelanes vestidos de rojo, de botas coloreadas con gran fantasía y altos turbantes.
Me había sorprendido en particular la descripción que me había hecho Helen de los jenízaros, un soberbio cuerpo de guardia formado por niños robados a lo largo y ancho del imperio. Sabía que había leído algo sobre esos muchachos cristianos, nacidos en lugares como Serbia y Valaquia y educados en el Islam, adiestrados para odiar a los pueblos de donde procedían y lanzados contra ellos cuando llegaban a la madurez, como halcones asesinos. Había visto imágenes de los jenízaros en alguna parte, de hecho, tal vez en un libro de pintura. Cuando pensé en sus jóvenes rostros inexpresivos, en formación para
defender al sultán, sentí intensificarse el frío de los edificios que me rodeaban.
Mientras pasaba de una habitación a otra, se me ocurrió que el joven Vlad Drácula habría podido ser un excelente jenízaro. El imperio había perdido una gran oportunidad, la oportunidad de añadir un poco más de crueldad a su enorme fuerza. Tendrían que haberle capturado muy joven, pensé, para luego retenerle tal vez en Asia Menor en lugar de devolverlo a su padre. Había sido demasiado independiente después de eso, un renegado, leal sólo a sí mismo, tan veloz a la hora de exterminar a sus propios seguidores como a los enemigos turcos. Como Stalin. Me sorprendí con este salto mental cuando desvié la vista
hacia el brillo del Bósforo. Stalin había muerto el año anterior, y nuevos relatos de sus atrocidades se habían filtrado a la prensa occidental. Recordé un informe acerca de un general, en apariencia leal, al que Stalin había acusado, justo antes de la guerra, de querer derrocarle. Habían secuestrado al general en su apartamento en plena noche, para luego colgarlo cabeza abajo de las vigas de una transitada estación de tren, en las afueras de Moscú, durante varios días, hasta que murió. Todos los pasajeros que habían subido y bajado de los trenes le habían visto, pero nadie osó mirar dos veces en su dirección. Mucho después la gente del barrio ni siquiera había sido capaz de ponerse de acuerdo sobre la veracidad del hecho.
Este inquietante pensamiento me siguió de una maravillosa habitación del palacio a otra. En todas partes presentía algo siniestro o peligroso, que bien podía ser la abrumadora evidencia del supremo poder del sultán, un poder no tanto oculto como revelado por los estrechos corredores, los pasillos serpenteantes, las ventanas con barrotes, los jardines con claustros.
Por fin, en busca de un poco de alivio de la mezcla de sensualidad y encarcelamiento, de elegancia y opresión, volví al exterior, a los árboles iluminados por el sol del patio exterior.
Una vez allí, no obstante, me topé con el fantasma más alarmante de todos, porque mi guía explicaba que ahí había estado el tajo del verdugo y describía, con todo lujo de detalles, la costumbre del sultán de decapitar a los oficiales, y a quien fuera, con quienes discrepaba.
Sus cabezas eran exhibidas en las verjas del palacio, un severo ejemplo para el populacho.
El sultán y el renegado de Valaquia formaban una agradable pareja, pensé, y di media vuelta asqueado. Un paseo por el parque circundante calmó mis nervios, y el centelleo rojizo del sol sobre las aguas, que convirtieron un barco que pasaba en una silueta negra,
me recordó que la tarde estaba agonizando y debía volver con Helen, y quizá saber noticias de su tía.
Helen estaba esperando en el vestíbulo con un periódico inglés cuando yo llegué.
– ¿Qué tal tu paseo? -preguntó al tiempo que alzaba la vista.
– Horripilante -dije-. He ido al palacio de Topkapi.
– Ah. -Cerró el diario-. Lamento habérmelo perdido.
– No lo sientas. ¿Cómo van las cosas en el mundo?
Helen siguió los titulares con el dedo.
– Horripilantes. Pero tengo buenas noticias para ti.
– ¿Has hablado con tu tía?
Me dejé caer en una de las hundidas butacas a su lado.
– Sí, y se ha portado de manera extraordinaria, como siempre. Estoy segura de que me reñirá, como de costumbre, pero eso no importa. Lo importante es que ha encontrado un congreso al que podemos asistir.
– ¿Un congreso?
– Sí. La verdad es que es algo maravilloso. Hay un congreso internacional de historiadores en Budapest esta semana. Asistiremos como estudiosos, y se ha movido de modo que podremos obtener los visados aquí. -Sonrió-. Por lo visto, mi tía tiene un amigo historiador en la Universidad de Budapest.
– ¿Cuál es el tema del congreso? -pregunté con aprensión.
– Problemas laborales europeos hacia 1600.
– Un tema muy amplio. Supongo que asistimos en calidad de especialistas otomanos, ¿verdad?
– Exacto, mi querido Watson.
Suspiré.
– Menos mal que he ido a Topkapi.
Helen me sonrió, pero no sé si con malicia o por la confianza en mi capacidad para el disimulo.
– El congreso empieza el viernes, de manera que sólo podemos estar aquí dos días más.