La voz del bibliotecario sonó irritada y plañidera al mismo tiempo.
– No ha de tocar esos libros. No son apropiados para una señorita. Devuélvalos hoy y no se hable más.
– ¿Quién los desea hasta tal punto? -La voz de Helen era firme y clara-. ¿Acaso están relacionados con el profesor Rossi?
Agazapado detrás del Feudalismo inglés, no estaba seguro de si encogerme o lanzar vítores.
No sabía lo que pensaba Helen de todo aquello, pero al menos estaba intrigada. Al parecer, no me consideraba loco. Y quería ayudarme, aunque sólo fuera para recabar información sobre Rossi y utilizarla para sus propios fines.
– ¿El profesor qué? No sé a qué se refiere -replicó con brusquedad el bibliotecario.
– ¿Sabe dónde está? -contraatacó Helen.
– Jovencita, no tengo ni idea de qué está hablando, pero necesito que devuelva esos libros, para los cuales la biblioteca tiene otros planes, o se producirán graves consecuencias para su carrera académica.
– ¿Mi carrera? -se burló Helen-. No puedo devolver esos libros en este momento.
Tengo que hacer un trabajo importante con ellos.
– En ese caso, tendré que obligarla a devolverlos. ¿Dónde están?
Oí un paso, como si Helen se hubiera apartado. Yo estaba a punto de doblar el extremo de la estantería y golpear a la desagradable comadreja con un infolio de las abadías cistercienses, cuando Helen jugó una nueva carta.
– Le propongo algo -dijo-. Si me dice alguna cosa sobre el profesor Rossi, tal vez le enseñe… -hizo una pausa- un pequeño mapa que vi hace poco.
El estómago me dio un vuelco. ¿El mapa? ¿En qué estaba pensando Helen? ¿Por qué proporcionaba una información tan vital? El mapa podía ser nuestra posesión máspeligrosa, si el análisis efectuado por Rossi sobre su significado era cierto, y la más importante. Mi posesión más peligrosa, me corregí. ¿Me estaba traicionando Helen? Lo comprendí en un segundo: quería usar el mapa para adelantar a Rossi, completar su investigación, utilizarme para averiguar todo lo que él había averiguado y entregado a mi consideración, publicarlo, desenmascararle… Sólo tuve tiempo para esa fugaz revelación, porque enseguida el bibliotecario lanzó un rugido.
– ¡El mapa! ¡Usted tiene el mapa de Rossi! ¡La mataré con tal de obtener ese mapa! -Una exclamación ahogada de Helen, después un grito y un golpe sordo-. ¡Deje eso! -chilló el bibliotecario.
Me abalancé sobre él. Su pequeña cabeza golpeó el suelo con un impacto que también hizo vibrar mis sesos. Helen se acuclilló a mi lado. Estaba muy pálida, pero serena. Estaba sosteniendo en alto el crucifijo que había cogido en la iglesia, extendido hacia el hombre, que se revolvía y escupía bajo mi peso. El bibliotecario era débil, y pude inmovilizarle más o menos durante unos minutos, por suerte para mí, porque había pasado los tres últimos años examinando frágiles documentos holandeses, no levantando pesas. Se debatió y apoyé la rodilla sobre sus piernas.
– ¡Rossi! -chilló-. ¡No es justo! Yo tendría que haber ido en su lugar. ¡Me tocaba a mí! ¡Déme el mapa! Esperé tanto tiempo… ¡Veinte años de investigaciones para esto!
Empezó a sollozar, un sonido feo, lastimero. Cuando su cabeza se agitó de un lado a otro, vi la doble herida cerca del borde del cuello de su camisa, dos agujeros cubiertos de costras.
Mantuve las manos alejadas de ellos lo máximo posible.
– ¿Dónde está Rossi? -rugí-. Dinos ahora mismo dónde está. ¿Le atacaste?
Helen acercó más la cruz y el hombre volvió la cara hacia el otro lado, mientras se retorcía bajo mis rodillas. Era asombroso para mí, incluso en ese momento, ver el efecto del símbolo en aquel ser. ¿Era Hollywood, superstición o historia? Me pregunté cómo había podido entrar en la iglesia, pero recordé que se había mantenido alejado del altar y las capillas, y hasta de la anciana que cuidaba del altar.
– ¡Yo no le toqué! ¡No sé nada de eso!
– Oh, sí, ya lo creo que sabes.
Helen se acercó un poco más a nosotros. Su expresión era feroz, pero estaba muy pálida, y observé que con la mano libre se cubría el cuello.
– ¡Helen!
Debí de lanzar una exclamación en voz alta, pero ella me acalló con un ademán y fulminó con la mirada al bibliotecario.
– ¿Dónde está Rossi? ¿Qué habías esperado durante años? -El hombre se encogió-. Voy a apoyarte esto en la cara -dijo, y bajó el crucifijo.
– ¡No! -chilló el bibliotecario-. Se lo diré. Rossi no quería ir. Yo sí. No fue justo. ¡Se llevó a Rossi en lugar de a mí! Se lo llevó por la fuerza. Yo habría ido por mi propia voluntad para servirle, para ayudarle, para catalogar…
De pronto, cerró la boca.
– ¿Qué? -Le di un leve golpe contra el suelo para advertirle-. ¿Quién se llevó a Rossi?
¿Le oculta en algún sitio?
Helen sostuvo el crucifijo delante de su nariz, y el hombre se puso a sollozar de nuevo.
– Mi amo -lloriqueó. Helen, a mi lado, respiró hondo y se meció hacia atrás, como si las palabras la hubieran obligado a retroceder.
– ¿Quién es tu amo? -Hundí la rodilla en su pierna-. ¿Adónde llevó a Rossi?
Los ojos de la comadreja echaban chispas. Era una visión terrible: la contorsión, las facciones humanas normales convertidas en un horrible jeroglífico.
– ¡Donde tendría que haberme llevado a mí! ¡A la tumba!
Tal vez había aflojado mi presa, o quizá su confesión le dotó de nuevas fuerzas, como aterrorizado de ella, comprendí más tarde. En cualquier caso, consiguió liberar de pronto una mano, giró en redondo como un escorpión y dobló hacia atrás la muñeca de la mano con la que lo sujetaba por los hombros. El dolor fue insoportable y retiré la mano, enfurecido. Desapareció antes de que yo pudiera comprender lo sucedido, y le perseguí escaleras abajo, dejando atrás el seminario de estudiantes y los reinos silenciosos de conocimiento. Pero me estorbaba el maletín, que aún asía en la mano. Incluso en el primer momento de la persecución, comprendí, no había querido soltarlo. O arrojarlo a Helen. Ella le había hablado del mapa. Era una traidora. Y él la había mordido, aunque sólo por un instante. ¿Estaría contaminada?
Por primera y última vez atravesé corriendo la nave silenciosa de la biblioteca en lugar de hacerlo andando, viendo tan sólo a medias los rostros atónitos que se volvían hacia mí. Ni rastro del bibliotecario. Podía haberse escondido en cualquier zona apartada, comprendí cualquier mazmorra de catalogación o en el armario de los artículos de limpieza. Abrí la pesada puerta principal, una abertura practicada en las grandes puertas dobles de estilo gótico, que nunca estaban abiertas del todo. Entonces paré en seco. El sol de la tarde me cegó como si yo también hubiera estado viviendo en un mundo subterráneo, una cueva infestada de murciélagos y roedores. En la calle, delante de la biblioteca, se habían detenido varios coches. De hecho, el tráfico estaba parado, y una muchacha con uniforme de camarera estaba llorando en la acera y señalaba algo. Alguien estaba gritando, y había un par de hombres arrodillados junto a una de las ruedas delanteras de uno de los coches parados. Las piernas del bibliotecario sobresalían por debajo del coche, torcidas en un ángulo imposible. Tenía un brazo alzado por encima de su cabeza. Estaba tumbado cabeza abajo sobre el pavimento, en un pequeño charco de sangre, dormido para siempre.
Mi padre se resistía a llevarme a Oxford. Estaría allí seis días, dijo, mucho tiempo para saltarme el colegio de nuevo. Me sorprendió que aceptara dejarme en casa. No lo había hecho desde que había descubierto el libro del dragón. ¿Pensaba dejarme con precauciones especiales? Indiqué que nuestro periplo por la costa yugoslava había durado casi dos semanas, sin la menor señal de detrimento en la calidad de mis deberes. Dijo que la educación siempre era lo primero. Señalé que él siempre había defendido que viajar era la mejor forma de educación posible, y que mayo era el mes más agradable para viajar. Le mostré mis últimas notas, llenas de sobresalientes, y un examen de historia en que mi profesor, bastante ampuloso, había escrito: «Demuestras una perspicacia extraordinaria en la naturaleza de la investigación histórica, especialmente en alguien de tu edad», un comentario que me había aprendido de memoria y repetía a menudo antes de dormir como si fuera un mantra.
Mi padre vaciló visiblemente, y dejó el tenedor y el cuchillo sobre la mesa de una forma que significaba una pausa en la cena, que tomábamos en el viejo comedor holandés, no el final del primer plato. Dijo que su trabajo le impediría esta vez enseñarme la ciudad como se merecía, y que no quería estropear mis primeras impresiones de Oxford teniéndome encerrada en algún sitio. Dije que prefería estar encerrada en Oxford que en casa con la señora Clay. En ese momento bajamos la voz, aunque era la noche libre de la mujer.
Además, yo ya era lo bastante mayor, dije, para ir a pasear sola. Él dijo que no sabía si era una buena idea que yo fuera, puesto que aquellas conversaciones prometían ser bastante…tensas. Quizá no fuera muy… Pero no pudo continuar y supe por qué. Al igual que yo no podía esgrimir mi verdadera razón de querer ir a Oxford, él no podía utilizar la suya para impedirlo. No podía decirle en voz alta que no podía soportar dejarle, con sus ojeras y los hombros y la cabeza encorvados por el agotamiento, lejos de mi vista. Y él no podía replicar en voz alta que tal vez no estaría a salvo en Oxford, y que por lo tanto yo no estaría a salvo en su compañía. Guardó silencio uno o dos minutos, y después me preguntó con mucha gentileza qué había de postre, y yo traje el temible budín de arroz con pasas de Corinto que la señora Clay siempre dejaba a modo de compensación por ir al cine en el British Center sin nosotros.
Yo había imaginado Oxford silencioso y verde, una especie de catedral al aire libre donde rectores vestidos a la usanza medieval paseaban por los terrenos, cada uno con un solo estudiante a su lado, hablando de historia, literatura, teología abstrusa. La realidad era mucho más animada: motos ruidosas, coches pequeños que corrían de un lado a otro, y que no atropellaban a los estudiantes de milagro cuando cruzaban las calles, una multitud de turistas que fotografiaban una cruz en la acera, donde hacía cuatrocientos años habían quemado en la hoguera a dos obispos, antes de que existieran aceras. Tanto los rectores como los estudiantes iban vestidos a la moda, sobre todo con jerseys de lana, pantalones de franela oscura los rectores, y tejanos los alumnos. Pensé con pesar que, en los tiempos de Rossi, unos cuarenta años antes de que bajáramos del autobús en Broad Street, en Oxford debía vestirse con más dignidad.