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Pero a ti no, podría haber añadido, aunque no lo hizo. Su rostro brillaba, alegre y cansado.

Helen bajó la vista.

– En cualquier caso, encontré un lugar donde quedarme unos días, lejos de Les Bains, hasta que mis heridas cicatrizaron. Me escondí hasta poder salir de nuevo al mundo.

Se llevó los dedos a la garganta y vi la pequeña cicatriz blanca en la que ya había reparado tantas veces.

– En el fondo, sabía que Drácula no me había olvidado, y que volvería a buscarme. Llené mis bolsillos de ajos y mi mente de fuerza. No me separaba de mi pistola, ni de mi cuchillo, ni de mi crucifijo. En todos los pueblos donde paraba iba a la iglesia y pedía la bendición, aunque a veces, cuando entraba, me dolía la vieja herida. Siempre llevaba el cuello tapado.

Al final me corté más el pelo y me lo teñí, cambié mi forma de vestir, me puse gafas de sol.

Durante mucho tiempo me mantuve alejada de las ciudades, y después, poco a poco, empecé a frecuentar los archivos donde siempre había deseado investigar.

»Fui muy minuciosa. Le encontraba allí donde iba: Roma, en la década de 1620; Florencia, bajo los Médici; Madrid; París durante la Revolución. A veces era un informe sobre una extraña epidemia, a veces un brote de vampirismo en algún cementerio, el de Père Lachaise, por ejemplo. Daba la impresión de que siempre le gustaban los escribas, los archivistas, los bibliotecarios, los historiadores, cualquiera que rebuscara en el pasado por mediación de los libros. Intenté deducir a partir de sus movimientos dónde se hallaba su nueva tumba, dónde se había escondido después de que descubriéramos su tumba de Sveti Georgi, pero no hallé ningún dato concreto. Pensaba que una vez que le descubriera, una vez que le matara, volvería y os diría que el mundo era seguro. Os ganaría para mí. Vivía

en el terror de que me encontrara antes que yo a él. Y a todas partes adonde iba os echaba de menos… Me sentía tan sola…

Tomó mi mano de nuevo y la acarició como una adivina, y yo sentí, bien a mi pesar, una oleada de ira por todos aquellos años sin ella.

– Por fin pensé que, aunque fuera indigna de ti, quería verte. A los dos. Ya había leído sobre tu fundación en los periódicos, Paul, y sabía que estabas en Amsterdam. No fue difícil localizarte, o sentarme en un café cerca de tu despacho, o seguirte en un viaje o dos, con mucha cautela. Nunca me dejé ver, por temor a que me vieras. Iba y venía. Si mi investigación marchaba bien, me permitía una visita a Amsterdam y te seguía desde allí. Un día, en Italia, en Monteperduto, le vi en la piazza. Te estaba siguiendo, vigilando. Fue cuando comprendí que él había adquirido suficiente energía para pasear a plena luz del día.

Sabía que estabas en peligro, pero pensé que si te advertía, tal vez el peligro fuera mayor

aún. Al fin y al cabo, podía estar siguiéndome a mí, no a ti, o intentando que yo lo

condujera hasta ti. Era una agonía. Sabía que debías haber vuelto a iniciar otra

investigación, que debías estar interesado en él de nuevo, y por eso habías atraído su atención. No sabía que hacer.

– Fue… culpa mía -murmuré, al tiempo que apretaba su mano arrugada-. Yo encontré el libro.

Me miró un momento con la cabeza ladeada.

– Tú eres historiadora -dijo al cabo de un momento. No era una pregunta. Suspiró-.Durante varios años, te he estado escribiendo postales, hija mía…, sin enviarlas, por supuesto. Un día pensé que podría comunicarme con los dos desde lejos, para informaros de que estaba viva sin permitir que nadie más me viera. Las envié a Amsterdam, a tu casa, en un paquete dirigido a Paul.

Esta vez me volví hacia mi padre, asombrada y enfurecida.

– Sí -me dijo con tristeza-. Pensé que no te las podía enseñar, no podía disgustarte sin antes haber encontrado a tu madre. Ya puedes imaginar lo duro que fue ese tiempo para mí.

Lo imaginaba. Recordé de repente su terrible fatiga en Atenas, la noche que le había visto con aspecto de cadáver en el escritorio de su habitación. Pero sonrió, y comprendí que ahora sonreiría cada día.

– Ah.

Ella también sonrió. Vi profundas arrugas en las comisuras de su boca y alrededor de sus ojos.

– Y empecé a buscarte… y a él.

La sonrisa de mí padre se tornó grave.

Ella le estaba mirando.

– Y después comprendí que debía abandonar mi investigación y seguirle mientras os seguía. Te vi a veces y descubrí que estabas investigando otra vez. Te veía entrar en las bibliotecas, Paul, o salir de ellas, y deseaba comunicarte todo cuanto había averiguado.

Después fuiste a Oxford. No había viajado a Oxford en el curso de mis investigaciones,aunque había leído que habían padecido una epidemia de vampirismo a finales de la Edad Media. En Oxford dejaste un libro abierto…

– Lo cerró cuando me vio entrar -intervine.

– Y a mí -dijo Barley con su luminosa sonrisa. Era la primera vez que hablaba, y me alivió comprobar que todavía parecía risueño.

– Bien, la primera vez que lo examinó se olvidó de cerrarlo.

Helen nos guiñó el ojo.

– Tienes razón -dijo mi padre-. Ahora que lo pienso, me olvidé.

Helen se volvió hacia él con una sonrisa encantadora.

– ¿Sabes que nunca había visto ese libro, Vampires du Moyen Âge?

– Un clásico -dijo mi padre-. Pero muy raro.

– Creo que Master James debió verlo también -dijo Barley poco a poco-. Le vi allí poco después de que le sorprendiéramos en su investigación, señor. -Mi padre puso una expresión de perplejidad-. Sí -dijo Barley-, había dejado mi impermeable en la planta baja de la biblioteca, y volví a buscarlo menos de una hora después. Vi a Master James saliendo de la cripta de la galería, pero él no me vio. Me pareció muy preocupado, como contrariado y distraído. Pensé en eso cuando decidí telefonearle.

– ¿Llamaste a Master James? -Yo también estaba sorprendida, casi indignada-.

¿Cuándo? ¿Por qué?

– Le llamé desde París porque me acordé de algo -dijo Barley, y estiró las piernas. Tuve ganas de rodearle el cuello con el brazo, pero no delante de mis padres. Me miró-. En el tren te dije que estaba intentando recordar algo, algo acerca de Master James, y cuando llegamos a París me vino a la cabeza. En una ocasión había visto una carta sobre su escritorio, cuando estaba guardando unos papeles. Un sobre, de hecho, y me gustó el sello, de modo que lo examiné con más detenimiento.

»Era de Turquía, y antiguo, por eso miré el sello, y bien, llevaba un matasellos de veinte años antes; la carta era de un tal profesor Bora, y pensé que algún día me gustaría tener un gran escritorio y recibir cartas de todas partes del mundo. El apellido Bora me llamó la atención, incluso entonces. Sonaba muy exótico. No abrí el sobre ni leí la carta, por supuesto -se apresuró a añadir Barley-. Nunca lo habría hecho.

– Pues claro que no.

Mi padre resopló con suavidad, pero me pareció ver que sus ojos brillaban con afecto.

– Bien, cuando bajamos del tren en París, vi a un anciano en el andén, creo que musulmán, con un gorro rojo oscuro provisto de una enorme borla y una blusa larga, como un bajá otomano, y de repente recordé la carta. Después recordé la historia de tu padre. Ya sabes, el nombre del profesor turco -me dirigió una mirada sombría-, y fui a buscar un teléfono.

Comprendí que Master James también estaba participando en la cacería.

– ¿Dónde estaba yo? -pregunté celosa.

– En el lavabo, supongo. Las chicas siempre están en el lavabo. -Podría haberme enviado un beso, pero no estábamos solos-. Master James se enfadó mucho conmigo, pero cuando le conté lo que estaba pasando, dijo que siempre podría contar con él. -Los labios rojos de Barley temblaron un poco-. No me atreví a preguntarle qué quería decir, pero ahora lo sabemos.

– Sí -coreó mi padre con tristeza-. Debió efectuar sus cálculos a partir de ese libro antiguo, y se dio cuenta de que habían transcurrido dieciséis años menos una semana desde la última visita de Drácula a Saint Matthieu. Entonces debió comprender adónde me dirigía yo. De hecho, debía estar vigilándome cuando fue al rincón de los libros raros. En Oxford me preguntó varias veces por mi salud y mi estado de ánimo. Yo no quería arrastrarle a mi investigación, sabiendo los peligros que implicaba.

Helen asintió.

– Sí. Supongo que debí llegar antes que él. Encontré el libro abierto y efectué los cálculos, y después oí a alguien en la escalera y me escabullí en dirección contraria. Al igual que nuestro amigo, comprendí que ibas a venir a Saint Matthieu, Paul, con la intención de encontrarme y encontrar al monstruo, y viajé con la mayor rapidez posible. Pero no sabía qué tren tomarías, y tampoco sabía que nuestra hija te pisaba los talones.

– Te vi -dije asombrada.

Me miró, y aparcamos el tema de momento. Habría mucho tiempo para hablar. Vi que estaba cansada, que todos estábamos agotados, que ni siquiera podíamos empezar a expresar nuestra alegría por el triunfo logrado aquella noche. ¿Era el mundo más seguro porque estábamos todos juntos o porque él había desaparecido definitivamente de la faz de la tierra? Imaginé un futuro desconocido hasta aquel momento. Helen viviría con nosotros y apagaría las velas del comedor. Asistiría a mi graduación en el instituto y a mi primer día de universidad, y me ayudaría a vestirme el día de mi boda, si algún día me casaba. Nos leería en voz alta en el salón después de cenar, se uniría al mundo de nuevo y volvería a dar clases, me acompañaría a comprar zapatos y blusas, pasearía con su brazo alrededor de mi cintura.

No podía saber entonces que también se aislaría de nosotros en algunos momentos, que no hablaría durante horas, que se acariciaría el cuello o que una enfermedad cruel se la llevaría nueve años después, mucho antes de que nos hubiéramos acostumbrado a su regreso, aunque tal vez nunca nos habríamos acostumbrado a ello, nunca nos habríamos cansado de haber recuperado su presencia. No podía saber que nuestro último regalo sería saber que descansaba en paz, cuando habría podido ser al contrario, y que esta certeza sería desoladora y curativa para nosotros. Si hubiera sido capaz de prever todas estas cosas, habría sabido que mi padre desaparecería durante un día después del funeral, y que aquel pequeño cuchillo guardado en el armario de nuestro salón se iría con él, y que yo nunca le interrogaría al respecto.

Pero ante el hogar de Les Bains, los años que compartiríamos con ella se extendían ante nosotros como una bendición eterna. Empezaron pocos minutos después, cuando mi padre se levantó y me besó, estrechó la mano de Barley con momentáneo fervor y ayudó a Helen a levantarse del diván.

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