De repente se oyeron nuevos pasos en la escalera, esta vez más ligeros, acompañados por el haz de una potente linterna. Habían sorprendido a Drácula, quien se volvió demasiado tarde, una mancha de oscuridad. Alguien inspeccionó la escena a toda prisa con la luz, levantó un brazo y efectuó un disparo.
Drácula no se movió tal como yo había esperado un momento antes, sino que en lugar de abalanzarse sobre nosotros osciló, primero hacia atrás, de modo que su rostro pálido y cincelado se reveló un momento, y después hacia adelante, hasta que se oyó un golpe sobre la piedra, un ruido como el de huesos al romperse. Fue presa de convulsiones un segundo y luego se quedó inmóvil. A continuación dio la impresión de que su cuerpo se transformaba en polvo, en nada, incluso sus ropajes se pudrían a su alrededor, marchitos a la luz desconcertante.
Mi padre bajó el brazo y corrió hacia el haz de la linterna, con cuidado de no pisar la masa que cubría el suelo.
– Helen -gritó. O tal vez lloró su nombre, o lo susurró.
Barley también echó a correr, y se apoderó del farol de mi padre. Un hombretón yacía sobre las baldosas con un cuchillo a su lado.
– Oh, Elspeth -dijo una quebrada voz inglesa. Manaba un poco de sangre oscura de su cabeza, y mientras mirábamos paralizados de horror, sus ojos se inmovilizaron.
Barley se arrojó junto a la forma destrozada. Pensé que se debatía entre la sorpresa y el dolor.
– ¿Master James?
El hotel de Les Bains contaba con un salón de techo alto provisto de chimenea, y el jefe de comedor había encendido el fuego y cerrado las puertas con testarudez a los demás huéspedes.
– Su excursión al monasterio les ha agotado -fue lo único que dijo, al tiempo que dejaba una botella de coñac y copas al lado de mi padre, cinco copas, observé, como si nuestro compañero ausente aún estuviera con nosotros, pero deduje, por la mirada que mi padre y él intercambiaron, que sabía más de lo que aparentaba.
El jefe de comedor se había pasado toda la noche colgado del teléfono y había allanado la situación con la policía, que sólo nos había interrogado en el hotel, para luego dejarnos en paz bajo su benévola vigilancia. Yo sospechaba que también se había tomado la molestia de llamar al depósito de cadáveres o a una funeraria. Ahora que todas las autoridades se habían marchado, me senté en el cómodo sofá de damasco con Helen, que me acariciaba el pelo cada pocos minutos, y procuré no imaginar el rostro bondadoso y la forma robusta de Master James bajo una sábana. Mi padre estaba sentado en una mullida butaca junto al fuego y la miraba, nos miraba. Barley había apoyado sus largas piernas sobre una otomana y se esforzaba, pensé, en no mirar el coñac, hasta que mi padre recobró la serenidad y nos sirvió una copa a cada uno. Los ojos de Barley estaban rojos a causa de llorar en silencio, pero me dio la impresión de que no deseaba que le molestaran. Cuando le miré, mis ojos se llenaron de lágrimas un momento, sin que pudiera controlarlas.
Mi padre miró a Barley y pensé por un momento que él también se iba a poner a llorar.
– Era muy valiente -dijo mi padre en voz baja-. Sabes muy bien que, al atacarle, concedió a Helen la oportunidad de dispararle. No habría podido atravesarle el corazón si el monstruo no hubiera estado distraído. Creo que James, en el último momento, supo que su intervención había sido decisiva. Y vengó a la persona que más quería… y a muchas más.
Barley asintió, todavía incapaz de hablar, y se hizo un breve silencio.
– Te prometí que te lo contaría todo cuando pudiéramos encontrar un momento de tranquilidad -dijo Helen por fin, y dejó la copa sobre la mesa.
– ¿Están seguros de que no quieren que los deje solos? -preguntó Barley a regañadientes.
Helen rió, y me sorprendió la melodía de su carcajada, tan diferente de su voz cuando hablaba. Incluso en aquella habitación llena de dolor, su risa no parecía fuera de lugar.
– No, no, querido -dijo a Barley-. Tú también tienes que conocer la historia completa.
Me encantaba su acento, el inglés áspero pero al mismo tiempo dulce que me daba la impresión de conocer desde tiempo inmemorial. Era una mujer alta y delgada vestida de negro, con un vestido algo pasado de moda, y una masa de rizos grises alrededor de la cabeza. Su rostro era sorprendente: arrugado, ajado, pero de ojos juveniles. Verla me impresionaba cada vez que volvía la cabeza, no sólo porque estaba a mi lado, real, sino porque siempre había imaginado a una Helen joven. Nunca había incluido en mi imaginación los años de separación.
– Contar toda la historia llevará mucho tiempo -dijo en voz baja-, pero al menos os adelantaré algunas cosas. En primer lugar, que lo siento. Os he causado mucho dolor, Paul, lo sé. -Miró a mi padre. Barley se removió, violento, pero ella le detuvo con un gesto firme-. Yo me causé a mí misma un dolor todavía mayor. En segundo lugar, ya tendría que habéroslo dicho, pero ahora nuestra hija -su sonrisa era dulce y brillaban lágrimas en sus ojos-, nuestra hija y nuestros amigos pueden ser mis testigos. Estoy viva, no soy una No Muerta. No me atacó por tercera vez.
Quise mirar a mi padre, pero ni siquiera me pude obligar a volver la cabeza. Era un momento que les pertenecía sólo a ellos. De todos modos, no le oí sollozar de manera audible.
Mi madre calló y tomó aliento.
– Paul, cuando fuimos a Saint Matthieu y me enteré de sus tradiciones, el abad que se había levantado de entre los muertos y el hermano Kiril que le vigilaba, estaba desesperada, y también era presa de una terrible curiosidad. Creía que no era una coincidencia que quisiera ver ese lugar, que ardiera en deseos de visitarlo. Antes de ir a Francia, había realizado algunas investigaciones en Nueva York, sin decírtelo, Paul, con la esperanza de descubrir el segundo escondite de Drácula y vengar la muerte de mi padre. Pero nunca había visto algo semejante a Saint Matthieu. Mi anhelo de ir a verlo empezó cuando leí la referencia de tu guía. Era un simple anhelo, sin la menor base académica.
Paseó la mirada por la habitación, y su hermoso perfil adoptó una postura lánguida.
– Había reanudado mi investigación en Nueva York porque pensaba que yo había sido la causante de la muerte de mi padre, debido a mi deseo de superarle, de revelar la traición cometida contra mi madre, y no podía soportar la idea. Después empecé a pensar que era mi sangre malvada, la sangre de Drácula, la culpable, y me di cuenta de que la había transmitido a mi hija, aunque parecía que yo me hubiese curado del contacto con los No Muertos.
Se detuvo para acariciar mi mejilla y tomar mi mano entre las suyas. Yo me estremecí debido a la cercanía de aquella mujer desconocida y familiar a la vez, apoyada contra mi hombro en el diván.
– Cada vez me sentía más indigna, y cuando oí la explicación que dio el hermano Kiril de la leyenda de Saint Matthieu, pensé que no hallaría descanso hasta que averiguara algo más.
Creía que si podía encontrar a Drácula y exterminarle, volvería a sentirme bien, a ser una buena madre, una persona con una nueva vida.
»Después de que te durmieras, Paul, salí a los claustros. Había pensado en volver a la cripta otra vez con mi pistola para intentar abrir el sarcófago, pero llegué a la conclusión de que no podía hacerlo sola. Mientras me debatía entre despertarte o no, suplicarte que me ayudaras, me senté en el banco del claustro y miré el precipicio. Sabía que no debía estar sola allí, pero el lugar me atraía. La luz de la luna era hermosa y la niebla trepaba por las paredes de las montañas.
Los ojos de Helen se desorbitaron de una manera extraña.
– Mientras estaba sentada allí, sentí que se me erizaba el vello de la nuca, como si algo me acechara. Me volví al instante, y al otro lado del claustro, el que no bañaba la luz de la luna,
me pareció ver una figura oscura. Su rostro estaba en sombras, pero sentí, más que vi, su mirada clavada en mí. Bastaría un segundo para que extendiera las alas y me alcanzara, y yo estaba completamente sola en el parapeto. De repente me pareció oír voces, voces agonizantes en mi cabeza que me advertían de que jamás podría vencer a Drácula, de que este mundo era de él, no mío. Me decían que saltara mientras aún era yo, y me puse en pie como una sonámbula y salté.
Se sentó muy tiesa y clavó la mirada en el fuego. Mi padre se tapó la cara con la mano. -Deseaba lanzarme en caída libre como Lucifer, como un ángel, pero no había visto aquellas rocas. Caí sobre ellas y me hice cortes en la cabeza y los brazos, pero también había un amplio colchón de hierba, así que no me maté ni me rompí ningún hueso. Al cabo de unas horas desperté en el frío de la noche, sentí sangre alrededor de mi cara y mi cuello, vi la luna que se ponía y el precipicio. Dios mío, si hubiera rodado en lugar de perder el conocimiento… -Hizo una pausa-. Sabía que no podía explicarte lo que había intentado hacer, y la vergüenza cayó sobre mí como una especie de locura. Pensé que, a partir de ese momento, ya no podría ser digna de ti y de nuestra hija. Cuando reuní fuerzas me levanté y descubrí que no había sangrado mucho. Aunque me dolía todo el cuerpo, no me había roto nada y me di cuenta de que él no se había abalanzado sobre mí. Me habría dado por perdida cuando salté. Me sentía muy débil y me costó andar, pero rodeé los muros del monasterio y bajé por la carretera en la oscuridad.
Pensé que mi padre se pondría a llorar otra vez, pero guardó silencio, sin apartar ni un momento los ojos de los de mi madre.
– Salí al mundo. No fue tan difícil. Había cogido el bolso, por pura costumbre, supongo, y porque en él guardaba la pistola y las balas de plata. Recuerdo que casi reí cuando lo descubrí todavía colgado del brazo, en el precipicio. También llevaba dinero, un montón en el forro, y lo utilicé con prudencia. Mi madre siempre llevaba encima todo su dinero.
Supongo que son costumbres aldeanas. Nunca confió en los bancos. Mucho más tarde, cuando necesité más, lo saqué de nuestra cuenta de Nueva York e ingresé una parte en un banco suizo. Después me fui de Suiza a toda prisa por si intentabas seguir mi rastro, Paul.
¡Ay, perdóname! -exclamó de repente, y apretó más mis dedos. Supe que se refería al hecho de haberse ausentado, no al de haber dispuesto de ese dinero.
Mi padre apretó sus manos.
– Ese reintegro en metálico me insufló esperanza unos meses, o al menos me dio que pensar, pero mi banco no pudo seguir tu rastro. Recuperé el dinero.