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Al final de esta ceremonia al aire libre, seguimos a la congregación al interior de la iglesia, oscura como una tumba después del resplandor de los campos y las arboledas. Era una iglesia pequeña, pero el interior poseía una especie de exquisitez, de la que iglesias más grandes que habíamos visto no podían presumir. El sacerdote joven había colocado el icono de Sveti Petko en un lugar de honor cerca de la parte delantera, apoyado en un podio tallado. Observé que el hermano Ivan se inclinaba ante el altar.

Como de costumbre, no había bancos. La gente estaba de pie o arrodillada sobre el frío suelo de piedra, y algunas mujeres se habían postrado en el centro de la iglesia. Las paredes laterales albergaban nichos con frescos o iconos, y en una de ellas destaca una abertura oscura que, pensé, debía descender a la cripta. Era fácil imaginar los siglos de campesinos que habían rezado allí, y en la iglesia anterior que se había alzado en este mismo lugar.

Después de lo que se me antojó una eternidad, los cánticos cesaron. La gente se inclinó de nuevo y empezamos a salir de la iglesia. Algunas personas se detuvieron a besar iconos o a encender velas, que colocaban en los candelabros de hierro cercanos a la entrada. Las campanas de la iglesia empezaron a tocar, y seguimos a los feligreses al exterior, donde el sol, la brisa y los campos rutilantes nos asaltaron sin previo aviso. Habían dispuesto una mesa larga bajo los árboles, y las mujeres ya estaban sacando platos y sirviendo algo contenido en jarras de cerámica. Entonces vi que había una segunda hoguera encendida a este lado de la iglesia, más pequeña, sobre la que colgaba un cordero ensartado. Dos hombres le estaban dando vueltas sobre las brasas, y se me hizo la boca agua al percibir aquel aroma primitivo. Baba Yanka llenó nuestros platos y nos condujo hasta una manta alejada de la muchedumbre. Allí conocimos a su hermana, que era igual que ella, aunque un poco más alta y delgada, y todos disfrutamos de la excelente comida. Hasta Ranov, sentado con su traje de ciudad sobre la manta, parecía casi contento. Otros aldeanos se detuvieron a saludarnos y a preguntar a Baba Yanka y su hermana cuándo cantarían, atención que ellas desecharon con un ademán digno de estrellas de la ópera.

Cuando no quedó nada del cordero y las mujeres se pusieron a lavar platos sobre un cubo de madera, reparé en que tres hombres habían sacado instrumentos musicales y se estaban preparando para tocar. Uno de ellos sostenía el instrumento más raro que había visto de cerca en mi vida, una bolsa hecha de piel blanca de animal muy limpia, con tubos de madera que sobresalían de ella. Era una especie de gaita, y Ranov nos dijo que era un instrumento antiguo de Bulgaria, la gaida, hecha de piel de cabra. El anciano que la acunaba en sus brazos fue soplando poco a poco hasta transformarla en un gran globo; este proceso duró sus buenos diez minutos, y el hombre estaba rojo como un tomate antes de terminar. La colocó bajo el brazo y sopló por un tubo, y todo el mundo aplaudió y le animó.

Emitió un sonido animal, un balido intenso, un chillido o un graznido. Helen rió.

– Hay gaitas en todas las culturas ganaderas del mundo -me informó.

Entonces el viejo se puso a tocar, y al cabo de un momento sus amigos se le unieron, uno provisto de una larga flauta de madera cuya voz remolineó a nuestro alrededor como una cinta móvil, mientras el segundo golpeaba un tambor de piel suave con una baqueta forrada de fieltro. Algunas mujeres se levantaron de un brinco y formaron una hilera, y un hombre con un pañuelo blanco, tal como habíamos visto con Stoichev, las guió alrededor del prado.

La gente demasiado vieja o enferma para bailar sonreía con sus terribles dientes y encías vacías, pateaban el suelo o seguían el ritmo con sus bastones.

Baba Yanka y su hermana estaban calladas, como si su momento aún no hubiera llegado.

Esperaron a que el flautista las llamara con gestos y sonrisas, y luego a que el público se sumara a la llamada, fingieron cierta vacilación, y al final se levantaron y caminaron cogidas de la mano hacia los músicos, a cuyo lado se colocaron. Todo el mundo enmudeció, y la gaida tocó una pequeña introducción. Las dos mujeres empezaron a cantar, con los brazos enlazados mutuamente alrededor de la cintura, y el sonido que produjeron (una armonía que me llegaba a las entrañas, áspera y bella) dio la impresión de emanar de un solo cuerpo. El sonido de la gaida se intensificó a su alrededor, y después las tres voces, las voces de las dos mujeres y la cabra, se elevaron juntas y se dispersaron sobre nosotros como el gemido de la propia tierra. De pronto, los ojos de Helen se inundaron de lágrimas, algo tan inusual que la rodeé con mi brazo delante de todo el mundo.

Después de que las mujeres interpretaran cinco o seis canciones, con vítores procedentes de la multitud, todo el mundo se levantó, aunque no supe a qué señal se debía hasta que el sacerdote se acercó. Portaba un icono de Sveti Petko, envuelto en terciopelo rojo, y detrás venían dos muchachos, cada uno vestido con un hábito oscuro y cargados con un icono cubierto por completo de seda blanca. Esta procesión se dirigió al otro lado de la iglesia,

seguida de los músicos, que interpretaban una triste melodía, hasta detenerse entre la iglesia y la hoguera grande. El fuego se había apagado por completo. Sólo quedaba un círculo de brasas consumidas, de un rojo infernal. Hilillos de humo se elevaban de ellas, como si debajo hubiera algo vivo que aún respirara. El sacerdote y sus ayudantes se pararon junto a la pared de la iglesia, sosteniendo sus tesoros delante de ellos.

Por fin, los músicos atacaron una nueva canción, alegre pero triste al mismo tiempo, pensé, y uno a uno, los aldeanos que podían bailar, o al menos caminar, formaron una larga línea serpenteante que se puso a dar vueltas poco a poco alrededor del fuego. Cuando la hilera pasó delante de la iglesia, Baba Yanka y otra mujer (esta vez no era su hermana, sino una mujer todavía más curtida por la intemperie, cuyos ojos nublados parecían casi ciegos) se adelantaron e inclinaron la cabeza ante el sacerdote y los iconos. Se quitaron los zapatos y calcetines y los dejaron con cuidado junto a la escalera de la iglesia. Besaron el rostro adusto de Sveti Petko y recibieron la bendición del sacerdote. Los jóvenes ayudantes de éste entregaron un icono a cada mujer, al tiempo que retiraban las fundas de seda. La música alcanzó una nueva intensidad. El hombre que tocaba la gaida sudaba profusamente, con el rostro amoratado y las mejillas infladas.

A continuación, Baba Yanka y la mujer de los ojos nublados se pusieron a bailar, sin perder el paso en ningún momento, y después, mientras yo presenciaba la escena inmóvil, bailaron descalzas sobre las brasas. Cada mujer sostenía el icono delante de ella cuando entró en el círculo. Cada una lo sostenía en alto, con la vista clavada con dignidad en otro mundo. La mano de Helen estrujó la mía hasta que me dolieron los dedos. Los pies de las mujeres se alzaban y caían sobre las brasas, levantaban chispas. En un momento dado vi que del dobladillo de la falda a rayas de Baba Yanka salía humo. Bailaron entre las brasas al misterioso ritmo del tambor y la gaita, y cada una tomó una dirección diferente dentro del círculo de fuego.

Yo no había visto los iconos cuando entraron en el círculo, pero ahora observé que uno, en manos de la mujer ciega, plasmaba a la Virgen María, con el Niño sobre la rodilla, la cabeza inclinada bajo una pesada corona. No pude ver el icono de Baba Yanka hasta que dio la vuelta al círculo. El rostro de Baba Yanka era asombroso, los ojos enormes y fijos, los labios relajados, la piel marchita brillante a causa del terrible calor. El icono que portaba en brazos debía ser muy antiguo, como el de la Virgen, pero a través de las manchas de humo y el calor, distinguí muy bien una imagen. Mostraba a dos figuras enfrentadas en una especie de baile, dos seres terribles y amenazadores por igual. Uno era un caballero con armadura y capa roja, el otro un dragón de cola larga y ensortijada.

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Diciembre de 1963

Querida hija:

Ahora estoy en Nápoles. Este año voy a intentar ser más sistemática en mi investigación.

Hace calor en Nápoles, pese a ser diciembre, cosa que agradezco porque estoy muy

resfriada. Nunca supe lo que significaba sentirse sola antes de dejarte, porque nunca nadie me había amado como tu padre, y como tú, creo. Ahora soy una mujer solitaria en una biblioteca, que se suena la nariz y toma notas. Me pregunto si alguien se ha sentido tan solo como yo me siento aquí en la habitación de mi hotel. En público, llevo el pañuelo sobre la blusa de cuello alto. Mientras desayuno sola, alguien me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa.

Después aparto la vista. Tú no eres la única persona con la que no me merezco

relacionarme.

Tu madre que te quiere,

Helen

Febrero de 1964

Querida hija:

Atenas es sucia y ruidosa, y me resulta difícil acceder a los documentos que necesito del Instituto de Grecia Medieval, que parece ser tan medieval como su contenido. Pero esta mañana, sentada en la Acrópolis, casi puedo imaginar que esta separación terminará algun día, y nos sentaremos, cuando ya seas una mujer, tal vez, sobre estas piedras derrumbadas miraremos la ciudad. Yamos a ver: serás alta como tu padre, como yo, de pelo oscuro revuelto (¿muy corto o recogido en una trenza gruesa?), llevarás gafas de sol y zapatillas de deporte, tal vez un pañuelo en la cabeza si el viento es tan fuerte como hoy. Y yo estaré vieja, arrugada, sólo orgullosa de ti. Los camareros de los cafés te mirarán a ti, no a mí, y

yo reiré feliz, mientras tu padre les lanza una mirada fulminante por encima del periódico.

Tu madre que te quiere,

Helen

Marzo de 1964

Querida hija:

Ayer, mis fantasías acerca de la Acrópolis eran tan intensas que he vuelto esta mañana sólo para escribirte. Sin embargo, en cuanto me senté a contemplar la ciudad, me empezó a doler la herida del cuello, y pensé que una presencia me estaba acechando en las cercanías, de modo que sólo pude mirar a mi alrededor una y otra vez, con la intención de ver a alguien sospechoso entre las multitudes de turistas. No puedo entender por qué este monstruo no ha venido todavía desde el abismo de los siglos para encontrarme. Ya estoy a su alcance, contaminada, casi deseosa de él. ¿Por qué no toma la iniciativa y me alivia de esta desdicha? Pero en cuanto pienso esto, me doy cuenta de que debo seguir oponiéndole resistencia, rodeándome y protegiéndome con todo tipo de amuletos, hasta descubrir sus añagazas con la esperanza de sorprenderle en una de ellas, tan desprevenido que yo sea capaz de pasar a la historia por haberlo destruido. Tú, mi ángel perdido, eres el fuego que alimenta esta ambición desesperada.

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