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– Leche de oveja mezclada con agua -explicó Helen-. Imagina que es un batido de leche.

– Ahora le preguntaré si va a cantar -dijo Ranov-. Eso es lo que quieren, ano?

Conversó un momento con el hermano Ivan, quien se volvió hacia Baba Yanka. La mujer se encogió y cabeceó con vehemencia. No, no iba a cantar. Estaba claro que no quería. Nos señaló y escondió las manos bajo el delantal. Pero el hermano Ivan asintió.

– Primero le pediremos que cante lo que le dé la gana -explicó Ranov-. Después podrán interrogarla sobre la canción que les interesa.

Dio la impresión de que Baba Yanka se había resignado, y me pregunté si toda la protesta había sido una exhibición ritual de modestia, porque ya estaba sonriendo de nuevo. Suspiró y enderezó los hombros bajo su gastada blusa floreada. Nos miró sin astucia y abrió la boca. El sonido que surgió se me antojó asombroso, primero porque fue asombrosamente fuerte, de modo que los vasos estuvieron a punto de vibrar sobre la mesa, y la gente que estaba delante de la puerta abierta (me dio la impresión de que se había congregado la mitad del pueblo) asomó la cabeza. Las paredes y el suelo retemblaron, y las ristras de cebollas y pimientos que colgaban sobre la cocina oscilaron. Tomé la mano de Helen a escondidas. Primero nos estremeció una nota, después otra, cada una larga y lenta, cada una un aullido de sufrimiento y desesperación. Recordé a la doncella que había saltado al precipicio antes que ir a parar al harén del bajá, y me pregunté si se trataría de un texto similar. Por extraño que pareciera, Baba Yanka sonreía en cada nota, respiraba hondo y nos sonreía. Escuchamos en estupefacto silencio hasta que enmudeció de repente. La última nota pareció prolongarse indefinidamente en la diminuta casa.

– Queremos saber el significado de la letra, por favor -dijo Helen.

Con aparente dificultad, que no borró su sonrisa, Baba Yanka recitó la letra de la canción, y Ranov tradujo.

El héroe yace en lo alto de la verde montaña.

El héroe agoniza con nueve heridas en el costado.

Oh, tú, halcón, vuela hacia él y dile que sus hombres están a salvo,

a salvo en las montañas, todos sus hombres.

El héroe tenía nueve heridas en el costado,

pero fue la décima la que le mató.

Cuando terminó, Baba Yanka aclaró algún punto a Ranov, sin dejar de sonreír y agitando un dedo hacia él. Tuve la sensación de que le daría unos azotes y le enviaría a la cama sin cenar si se portaba mal en su casa.

– Pregúntele la antigüedad de la canción y dónde la aprendió -dijo Helen.

Ranov formuló la pregunta y Baba Yanka estalló en carcajadas, señaló hacia atrás y agitó las manos, Hasta Ranov sonrió.

– Dice que es antigua como las montañas y ni siquiera su bisabuela sabía su antigüedad. La aprendió de su bisabuela, que vivió hasta los noventa y tres años.

A continuación, Baba Yanka nos hizo preguntas. Cuando clavó los ojos en nosotros, vi que eran unos ojos maravillosos, casi como si el sol y el viento les hubieran dado forma, de un color castaño dorado, casi ámbar, con el brillo realzado por el rojo de su pañuelo. Asintió, como incrédula, cuando le dijimos que éramos de Norteamérica.

– ¿Amerika?-. Dio la impresión de que meditaba-. Eso debe estar más allá de las montañas.

– Es una mujer muy ignorante -comentó Ranov-. El Gobierno se está esforzando al máximo por aumentar el nivel de educación en estos parajes. Es una prioridad importante.

Helen había sacado una hoja de papel y tomó la mano de la mujer.

– Pregúntele si conoce una canción como ésta. Se la tendrá que traducir. «El dragón bajó a nuestro valle. Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.»

Ranov tradujo esto a Baba Yanka. Ella escuchó con atención un momento, y de repente su rostro se contrajo de miedo y desagrado. Retrocedió en su silla de madera y se persignó a toda prisa.

– ¡Ne! -dijo con vehemencia, y liberó su mano de la de Helen-. Ne, ne.

Ranov se encogió de hombros.

– Ya lo entienden. No la sabe.

– Pues claro que sí -dije en voz baja-. Pregúntele por qué tiene miedo de hablarnos de ella.

Esta vez la mujer se puso seria.

– No quiere hablar de la canción -dijo Ranov.

– Dígale que la recompensaremos.

Ranov enarcó las cejas, pero comunicó la oferta a Baba Yanka.

– Dice que hemos de cerrar la puerta. -Se levantó y cerró puertas y postigos,

ocultándonos a los espectadores de la calle-. Ahora cantará.

No habría podido existir mayor contraste entre la interpretación de la primera canción y la de ésta. Dio la impresión de que la mujer se encogía en su silla, acurrucada en el asiento con la vista clavada en el suelo. Su alegre sonrisa había desaparecido, y tenía los ojos de color ámbar clavados en los pies. La melodía era ciertamente melancólica, aunque el último verso se me antojó que finalizaba con una nota desafiante. Ranov tradujo con meticulosidad. ¿Por qué se mostraba tan colaborador?, volví a preguntarme.

El dragón bajó a nuestro valle.

Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.

Asustó al turco infiel y protegió nuestros pueblos.

Su aliento secó los ríos y caminamos sobre sus aguas.

Ahora hemos de defendernos solos.

El dragón era nuestro protector,

pero ahora hemos de defendernos de él.

– Bien -dijo Ranov-, ¿era eso lo que querían oír?

– Sí. -Helen palmeó la mano de Baba Yanka y la mujer se puso a farfullar en tono admonitorio.

– Pregúntele de dónde es la canción y por qué le tiene miedo – pidió Helen.

Ranov necesitó unos minutos para abrirse paso entre los reproches de Baba Yanka.

– Aprendió esta canción en secreto de su bisabuela, quien le dijo que nunca la cantara después de oscurecer. La canción trae mala suerte. Parece lo contrario, pero no. Aquí no la cantan, salvo el día de San Jorge. Es el único día que se puede cantar sin peligro, sin traer mala suerte. Confía en que ustedes no hayan provocado la muerte de su vaca o algo peor.

Helen sonrió.

– Dígale que tengo una recompensa para ella, un regalo que ahuyenta la mala suerte y la sustituye por buena. -Abrió la mano de Baba Yanka y depositó un medallón de plata en ella-. Esto pertenece a un hombre muy devoto y sabio, que se lo envía para protegerla. Es la efigie de Sveti Ivan Rilski, un gran santo búlgaro.

Deduje que éste debía ser el pequeño objeto que Stoichev había puesto en la mano de Helen. Baba Yanka lo miró un momento, le dio vueltas en su áspera palma y luego se lo llevó a los labios para besarlo. Lo guardó en algún compartimiento secreto de su delantal.

– Blagodarya -dijo. Besó la mano de Helen y la acarició como si hubiera encontrado a una hija perdida mucho tiempo atrás. Helen se volvió hacia Ranov.

– Haga el favor de preguntarle si sabe lo que significa la canción y de dónde procede. ¿Por qué la cantan el día de San Jorge?

Baba Yanka se encogió de hombros.

– Esta canción no significa nada. Sólo es una antigua canción que trae mala suerte. Mi bisabuela dijo que alguna gente creía que procedía de un monasterio, pero eso no es posible, porque los monjes no cantan canciones así. Cantan alabanzas a Dios. La cantan el día de San Jorge porque invita a Sveti Georgi a matar al dragón y acabar con los tormentos de su pueblo.

– ¿Qué monasterio? -interrogué-. Pregúntele si conoce un monasterio llamado Sveti Georgi, que desapareció hace mucho tiempo.

Pero Baba Yanka se limitó a asentir y chasquear la lengua.

– Aquí no hay ningún monasterio. El monasterio está en Bachkovo. Sólo tenemos la iglesia, donde yo cantaré con mi hermana esta tarde.

Rezongué y pedí a Ranov que probara de nuevo, Esta vez él también chasqueó la lengua.

– Dice que no sabe nada de ningún monasterio. Aquí nunca ha habido un monasterio.

– ¿Cuándo es el día de San Jorge? -pregunté.

– El seis de mayo. -Ranov me miró de arriba abajo-. Se les ha escapado por unas pocas semanas.

Me quedé en silencio, pero entretanto Baba Yanka había vuelto a animarse. Estrechó nuestras manos, besó a Helen y nos hizo prometer que iríamos a escucharla por la tarde.

– Es mucho mejor con mi hermana. Hace la segunda voz.

Le aseguramos que no faltaríamos. Insistió en obsequiarnos con algo de comer, que estaba preparando cuando entramos. Consistía en patatas y una especie de engrudo, y más leche de oveja. Supuse que me acostumbraría si me quedaba unos meses. Comimos y alabamos sus artes culinarias, hasta que Ranov nos dijo que debíamos volver a la iglesia si queríamos ver el inicio del oficio religioso. Baba Yanka se separó de nosotros de mala gana, apretó nuestros brazos y manos y palmeó las mejillas de Helen.

La hoguera que habían encendido junto a la iglesia casi se había apagado, aunque algunos troncos todavía ardían sobre las brasas, pálidas a la brillante luz de la tarde. Los aldeanos estaban empezando a congregarse cerca de la iglesia, incluso antes de que las campanas empezaran a tañer. Las campañas tañeron en la pequeña torre de piedra, y después, un joven sacerdote apareció en la puerta. Ahora iba vestido de rojo y dorado, con una larga capa bordada sobre su hábito y un chal negro encima del gorro. Llevaba un incensario con cadena de oro, que hizo oscilar en tres direcciones ante la puerta de la iglesia.

La gente congregada (mujeres vestidas como Baba Yanka con rayas y flores, o de negro de pies a cabeza, y hombres con toscos chalecos y pantalones de lana color castaño, camisas blancas atadas o abotonadas en el cuello) retrocedió cuando el sacerdote salió. Se mezcló con ellos, les bendijo con la señal de la cruz, y algunos inclinaron la cabeza o se arrodillaron delante de él. Detrás venía un hombre de mayor edad, vestido como un monje con un sencillo hábito negro. Supuse que debía ser su ayudante. Este hombre sostenía un icono en los brazos, cubierto con seda púrpura. Lo vi apenas un momento, un rostro rígido, pálido, de ojos oscuros. Debía ser Sveti Petko, pensé. Los aldeanos siguieron al icono en silencio alrededor del perímetro de la iglesia. Muchos se apoyaban en bastones o en los brazos de los más jóvenes. Baba Yanka nos localizó y tomó mi brazo con orgullo, como para demostrar a sus vecinos los buenos contactos que tenía. Todo el mundo nos miró. Se me ocurrió que estábamos recibiendo al menos tanta atención como el icono.

Los dos sacerdotes nos guiaron en silencio por la parte posterior de la iglesia y el otro lado, donde vimos el anillo de fuego a corta distancia y percibimos el olor del humo que se alzaba de él. Las llamas estaban languideciendo, sin que nadie se ocupara de ellas, los últimos troncos y ramas tenían un color naranja intenso, y el conjunto se iba convirtiendo poco a poco en una masa de brasas. Repetimos tres veces esta procesión alrededor de la iglesia, y después el sacerdote se detuvo de nuevo en el porche y empezó a cantar. A veces su ayudante le contestaba y a veces los feligreses murmuraban una respuesta, se persignaban o inclinaban la cabeza. Baba Yanka había soltado mi brazo, pero no se había alejado de nosotros. Helen lo observaba todo con mucho interés, y también Ranov.

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