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A

La quieres.

Creo que sí.

Y ahora.

Cambia de tema.

Claudia está hablando con él de otras cosas, le está contando lo estupendo que es Sechaba Motsamai y tenerlo de ayudante en el hospital los miércoles. En esos últimos días antes del juicio, Claudia es capaz de sentirse cerca de su hijo, desea que llegue el momento de acudir a la sala de visitas, ahora han encontrado que la comunicación está allí, siempre ha estado allí, basta con que se vean mutuamente entre las barreras de lo indescriptible.

Harald oye sus voces y no sigue la conversación.

Creo que sí.

Él y Claudia nunca sabrán qué fue lo que sucedió. Qué le sucedió a su hijo.

Claudia quería ir a la sala de visitas el día antes de que empezara el juicio. Durante la mañana, Harald sale bruscamente de su despacho, pasa ante la minuciosa concentración de su secretaria frente al ordenador (lo sabe, lo sabe, la gente emana algo especial cuando va a ocuparse de sus problemas); en el ascensor de bajada, unos empleados cuyos nombres no recuerda, y ellos lo saben, saludan al miembro ejecutivo de la dirección como señal de lealtad hacia la empresa que les da de comer; en el aparcamiento del sótano del edificio, le saluda el vigilante de seguridad vestido con uniforme paramilitar, y llega sin ser anunciado al bufete. Hamilton Motsamai está reunido con otro cliente, pero cuando su secretaria -lo sabe, sabe que el juicio empieza mañana- le informa a través del intercomunicador, se excusa ante el cliente y sale a ver a Harald. Nadie lo necesita tanto como Harald; la mano de Motsamai está tendida; su boca, todavía abierta con las palabras que decía al salir de su despacho; el cambio de atención de un grupo a otro de personas en un momento difícil se ve en su cara, como un proyector que retira una diapositiva y deja caer otra. La cara de Motsamai se ha formado con esta sucesión; no importa el motivo por el que le paguen sus clientes, no importa a cuánto asciendan sus honorarios: todos dejan, como iniciales grabadas en la corteza viva de un árbol, su angustia tallada en la superficie de su expresión facial. La fuerza, la confianza y el orgullo de Motsamai llevan inscrita esa angustia como si fuera un palimpsesto. Él y Harald se dirigen a una antesala llena de archivadores y cajas. La lengua de Motsamai se mueve a lo largo de los dientes de su mandíbula inferior, haciendo sobresalir la membrana del labio, su pizca de barba se levanta mientras escucha a Harald: no, no.

– Será mucho mejor que os mantengáis alejados. Voy a verlo, estaré con él esta tarde. Está preparado, nada debe alterarlo. Su madre, no… sólo puede hacer que se ponga a pensar en cómo va a enfrentarse a vosotros mañana en el banquillo, otra vez. Estará bien. Está bien, está tranquilo.

Harald permanece sentado en el coche. La llave está en el contacto. Un mendigo despatarrado delante de una tienda pellizca media hogaza de pan y se mete el trozo en la boca. Los tenderos llaman a gritos a las dientas y discuten entre pirámides de tomates y cebollas. Unas hojas de col a la deriva se pudren en la alcantarilla; la vida pulula aquí y allá. La gente cruza el parabrisas al igual que la oscuridad gana terreno a la luz. ¿Tiene miedo Duncan, el día anterior al juicio?

Duncan no tiene miedo. Nada puede asustarlo más que aquel viernes por la tarde.

Hay una cara en la ventanilla. Es el rostro familiar, el rostro urbano de un chico de la calle: cuando ha llegado, Harald se ha olvidado de darle una limosna por haber silbado y gesticulado para indicarle que había una plaza de aparcamiento disponible. Baja la ventanilla. El chico tiene su botella de plástico para inhalar pegamento medio metida bajo el cuello de la chaqueta, su piel negra está amarillenta, como una planta enferma. Lo que le queda de su inteligencia se precipita sobre la moneda, su supervivencia estriba en distinguir de un vistazo si será suficiente.

Se me ha negado la exaltación de expresarlo todo con el rostro.

Me la han negado esos dos, unidos como perros en celo en el sofá. La exaltación, en eso consiste la violencia, la violencia callejera. La conozco, ahora formo parte de ella. Sé cómo viene a ti porque no te queda nada más.

Vuelve a mí durante las horas pasadas con los dos psiquiatras con sus cuidadosas expresiones de paciencia: qué difícil es para nosotros, los seres humanos, adoptar una expresión de la que esté ausente todo juicio de valor: es muestra de imbecilidad, o de arrogancia, algo sobrehumano: pero no podrán sacármelo. Comprender. Tampoco Motsamai. Ni el tribunal. Nadie.

Esa expresión. La expresión de él. Bra.

Sólo ella sabe por qué pude hacerlo. Ella lo hizo posible en mí.

La sala es un presente tan intenso que se convierte en eternidad; todo lo que ha pasado desde aquel viernes por la tarde se ha hecho uno, en ella; no hay nada concebible tras ella.

Hay muchos testigos. No en el estrado vacío de la sala, sino alrededor de Harald y Claudia. Un juicio por asesinato, fuera de la clase criminal habitual, con un hijo privilegiado de profesionales liberales acusado de asesinato, ha proporcionado a los periódicos del domingo una historia de «triángulo amoroso» que no sólo apela a la concupiscencia de los lectores, sino también a algunos prejuicios poco enterrados: el medio en que se movían es descrito como «una comuna», una casa donde negros y blancos, «homosexuales y normales», viven juntos, y han publicado fotografías conseguidas no se sabe cómo: unas grandes de Natalie James y la reproducción de otra, de grupo, tomada en un club nocturno por un fotógrafo ambulante, en la que aparece Cari Jespersen con Khulu. A su alrededor: los curiosos, capaces o no de identificar a los padres. Entre los susurros, roces y crujidos, no destacan entre los desconocidos; y, en cuanto a ellos mismos, comparten una única identidad, como nunca lo han hecho en años de matrimonio. Sólo existe esa sala, ese momento, esa existencia, madre/padre.

No todos los ocupantes de los asientos del público son voyeurs. Están los amigos de Duncan. Algunos amigos inesperados que no conocían; qué persona tan reservada era, con ellos, con sus padres. Una madre y una hija, ambas con mucho cabello, que parecen dos versiones distintas de la misma mujer con algunos años de diferencia. Judías, probablemente. Duncan tenía amigos judíos y negros, cosa que Harald y Claudia no tuvieron; había ido más lejos que ellos. Las dos mujeres se acercaron y se presentaron. La versión más joven decía: Para mí, es como si todo esto le estuviera sucediendo a mi hermano; pero la voz de la mayor se impuso sobre la suya, hablando en francés: Nous sommes tous créatures mélées d'amour et du mal. Tous.

Claudia les dio las gracias por acudir; siempre existe una fórmula adecuada para cada situación, se te ocurre de modo espontáneo.

Qué era eso.

Claudia buscó afanosamente en el francés aprendido en el colegio. Algo así como que somos una mezcla de amor y de mal, todos nosotros. No sé muy bien qué quería decir.

Pero Harald sí.

Otros se acercaban, estrechaban las manos de los padres, pero ninguno sabía qué decir, al contrario que la mujer extranjera, fuera quien fuera: una mensajera. Y el otro mensajero también estaba allí. Estaba de pie, afligido, sintiéndose culpable para siempre por haber sido quien llevó la noticia, una maldición que no podía tirar como si fuera un arma, por el camino, el anuncio de que aquel viernes por la tarde había sucedido algo terrible.

Ahora empezaba a representarse aquello para lo que Hamilton los había preparado. Duncan estaba en el estrado de la sala vestido con una camisa de rayas anchas, una corbata roja, pantalones grises y una de esas grandes americanas de lino que los jóvenes llevan ahora: lo más parecido al elegante traje de Motsamai que el abogado había conseguido que se pusiera; probablemente, Duncan no tenía traje. Un aspecto en consonancia con el mundo moral que ocupaban el juez y los asesores que éste había escogido, la madre y el padre del acusado prestaban mucha atención al traje y a lo que éste implicaba acerca del adusto hombre sentado en su trono. Un juez urbano, había dicho Hamilton en un tono que insinuaba satisfacción. Allá arriba, el único rasgo distintivo del hombre vestido con una toga carmesí eran las orejas redondas despegadas de su cráneo en señal de alerta. ¿El tipo de vestimenta que Duncan había adoptado era aceptable para un juez mundano que no asociara los criterios morales con un traje? ¿Importaba lo que llevaba puesto un hombre cuando, al margen de lo que pudieran decir sus ropas sobre él, había matado? La voz de un funcionario -el ayudante del juez- confirma la identidad de Duncan en ese lugar y por ese motivo concreto.

– ¿Es usted Duncan Peter Lindgard?

– Está usted acusado de haber cometido el asesinato de Cari Jespersen el 19 de enero de 1996. ¿Cómo se declara?

Igual que aquel viernes por la noche en el adosado, cuando el mensajero hizo su declaración, todo se ha detenido; sostenido por el perfil de Duncan, su presencia. Pero Hamilton Motsamai, abogado de la defensa, rompe el momento. Se ha levantado rápidamente.

– Señoría, en vista de la naturaleza de la defensa del acusado, ¿me permite declarar en nombre de mi cliente? Se declara no culpable. La naturaleza de la defensa, señoría, será evidente cuando proceda a interrogar al primer testigo de la acusación, cuya identidad mi distinguido colega en representación del Estado me ha comunicado.

El juez ha asentido con la cabeza.

Entre tanto, la gente se deslizaba sobre los bancos para que pudieran sentarse otros; si bien ahora todos han identificado a la pareja constituida por los padres del acusado y nadie los empuja en la hilera donde están sentados.

Aparece la chica; ella. Era la que estaba en el sofá con las bragas bajadas, la que podía ser vista: el otro está fuera de la vista de cualquiera, bajo tierra junto con todos los demás acuchillados, estrangulados o asesinados a tiros en la violencia de la ciudad, el camino de la muerte. Esa misma mañana, habían asesinado a tres más en una riña entre propietarios de taxis minibús en una parada situada a la vuelta de la esquina. Pero Duncan, cuando estaba a la espera de juicio, se había equivocado al pensar que lo que le había sucedido se perdería entre la violencia fortuita y no despertaría el interés del público. Son los asesinatos callejeros los que no interesan, ya son hechos cotidianos.

Allí está ella. Ella. Hay mujeres que tienen días malos y días buenos. Puede tener algo que ver con una serie de cosas: digestión, fase del ciclo biológico y el modo en que desean presentarse. Ella tenía un día bueno. Claudia no se sintió sorprendida ante el aspecto que presentaba; sabía, por su práctica médica, cómo las personalidades neuróticas disfrutan con la audiencia, cualquier audiencia, incluso aquella que puede imaginársela abierta de piernas en un sofá. Harald la vio por primera vez tal como Duncan debía de haberla visto siempre, en una imagen definitiva para él, incluso en sus días malos. La piel suave y bonita, tallada, en un giro de cincel sobre una estatua, hasta la curvatura del labio a cada lado de la boca. La frente rosada y alta bajo mechones de flequillo. Las perezosas, intensas pupilas de unos ojos cuyos extremos algo caídos, donde las densas pestañas se unían, adoptaban un disfraz de rechazo infantil. Las ropas que escondían e insinuaban su cuerpo, una recatada falda larga y suelta que se deslizó de un lado a otro sobre la división de sus nalgas cuando se dirigió al estrado de los testigos, una blusa de cosaco cuya amplitud sedosa caía de sus hombros de Modigliani hasta tocar las puntas de sus magros senos. No es una belleza pero maneja la belleza a su antojo. Y mirarla es ver que el diseño de su rostro puede transformarse en algo amenazador. En los días malos. Cuando entró en el estrado de la sala, resultó difícil saber si deseaba evitar el encuentro con Duncan; de repente -Harald lo vio -, desde el estrado, miró directamente a Duncan, quieta y concentrada; y Harald se preguntó si Duncan contestaría del modo previsto: Aquí estoy. Harald no podía verlo, no podía ver los ojos de Duncan y, tremendamente agitado, apenas supo cómo contener esa -supuesta- empatía masculina con su hijo.

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