El adosado es un tribunal, un lugar donde sólo hay acusadores y acusados. Ella se recuesta en la butaca, con los brazos extendidos sobre los de ésta, preparándose, blindándose.
¿Qué le he hecho yo a Duncan que tú no hicieras?
Naturalmente, lo que el abogado persigue, lo que quiere, es poder convencer al juez de que el asesino confeso es un individuo al que, debido a su formación como católico devoto, su propio crimen resulta abominable. Sin duda, la confesión misma es un punto fuerte; confiesa su pecado, a través de la más alta ley secular del país, a la ley de Dios. Se pone a merced de la misericordia de Dios. Jesucristo murió por los demás, matar a otro es una aberración contra la ética cristiana en la que el chico fue educado y que sigue viva en él.
Y quizá si ella -sentada al otro lado de la habitación, paseando al perro por la calle, colgando la ropa delante de la cama, acostada a su lado con el busca a mano (que se vayan al infierno)-, si ella hubiera podido ir más allá de la capacidad de comprensión del microscopio y de los hallazgos del patólogo y comprender que hay muchas cosas que existen pero no pueden conocerse ni demostrarse en un tubo de ensayo o mediante la comparación con otros resultados con placebo… Si ella no se hubiera atrofiado en esta dimensión de la existencia, el chico podría haber sido un hombre que, a los veintisiete años, fuera incapaz de matar, de haberse convertido en alguien más terrible que las aguas. «No intenté influir en él en ningún sentido.» Pero ¿no era esta afirmación su auténtica postura? Ahí radicaba el poder de su actitud. Mamá podía ser perfectamente una madre cariñosa, cuidar y hacer el bien a los demás curando a los enfermos. Podía cuidar de sí misma. Resultaba evidente que no necesitaba rendir cuentas a nadie para controlar ninguna tentación; todos los niños y adolescentes las conocen: la de mentir, hacer trampas, agredir para conseguir lo que uno quiere. «Se vuelven hacia la madre.» De manera que lo que encontraba en ella era una autosuficiencia materialista -y eso incluye su labor de médico, la preocupación experta por la carne- que, si era suficiente para ella, no lo era para él. Si es que se conformó con eso cuando dejó de ir a la iglesia.
Dejó de ir; bueno, eso no significa necesariamente que dejara de creer, que perdiera a Dios. Eso es algo que este padre no sabe, como tampoco lo sabe su madre. A pesar de que -mientras recibe la comunión no sólo con Dios, sino con los desconocidos que lo rodean en la catedral, en el extremo malo de la ciudad, una comunión con la vida que lo protege contra la posibilidad de hacer daño a nadie, a ninguno de ellos, al margen de lo que sean- sabe que hay hombres y mujeres que permanecen cerca de Dios sin compartir el ritual delante de un cura. Tal vez su hijo todavía crea, a pesar de ella; mi hijo.
También hay otra capacidad de comprensión especial: la del abogado, el mejor que se puede conseguir. Él sí sabe lo que quiere, lo que será útil. Podría ser que quisiera presentar, no una, sino dos influencias morales; la fe religiosa del padre, el humanismo secular de la madre. Dos esquemas de preceptos morales en los que todo el mundo confía -qué otra cosa hay- para mantener a raya nuestro instinto tendente a la violencia, a poner bombas, a prender fuego, a imponer la voluntad de uno sobre la de otro en todo tipo de violación, no sólo la de la vagina y el ano, sino de la mente y las emociones, a coger un arma y matar a un amigo, con el que convives, de un tiro en la cabeza. En qué poderoso argumento para la defensa podría convertir todo esto un dramaturgo como Motsamai: cuánta debía ser la fuerza de perversión y de mal de la mujer llamada Natalie para llevar a este acusado a tirar en un macizo de helechos los sólidos principios de los que estaba imbuido; uno, el sagrado mandamiento: no matarás; dos, el código secular: la vida es el más alto valor que hay que respetar.
Una visita antes de que vaya de un destino a otro que también se ha ganado; de la cárcel al manicomio.
La dócil caminata por los pasillos, donde siempre hay algún preso negro arrodillado puliendo, puliendo; el lugar donde se tiene en cuarentena a toda la suciedad y corrupción de la vida debe mantenerse obsesivamente limpio. Como si los desinfectantes lavaran el dolor, el de las víctimas y el de sus criminales, allí retenidos. ¿En qué está pensando Claudia? ¿Que él no pudo hacerlo? ¿Todavía se aferra a esa idea? Muy útil. Nos servirá de mucho.
En una casa, en el despacho de un director ejecutivo, en una consulta, cuando uno vuelve a entrar, nada está igual que el día anterior. Una flor en un jarro ha dejado caer algunos pétalos. El fragmento del día de ayer que contenían las papeleras ha sido vaciado, un cenicero ha sido sustituido. Han entregado los informes del patólogo.
La sala de visitas, la mesa, las dos sillas y las paredes vigilantes son siempre exactamente iguales. Los dos vigilantes, uno a cada lado del acusado, son los mismos individuos anónimos; sólo Duncan es el elemento que está fuera de sitio, no pertenece a ese lugar. Duncan es Duncan, su rostro, el timbre de su voz, el mismo ángulo de sus orejas. La atención del visitante lo rodea con un nimbo, la realidad de su presencia en otro lugar, como debe ser si hay alguna continuidad en estar vivo, en los lugares de la ciudad que lo conocen, en el adosado, al que iba a comer algún domingo; en esa casita. Ellos traen consigo al propio Duncan; dado que nunca han conocido la cárcel, no saben qué es lo que un preso recibe de las visitas.
Está bien, sí; están bien, sí. Su madre le pasa la mano ligeramente por la mejilla, indicando la presencia de la barba que ha crecido fuerte y rojiza, como los filamentos de una bombilla. Superado el preámbulo.
No se menciona el lugar al que Motsamai lo envía para que lo observen y valoren en relación con su capacidad para saber lo que ha aprendido de ellos, para distinguir el bien del mal. Se refieren a ese sitio con rodeos, de modo tangencial.
– El abogado ha venido a verme a la consulta. Todo un interrogatorio. Me ha preguntado todo sobre cómo eras, de pequeño y de mayor.
– Sí.
Harald hace un gesto, como si fuera a hablar. Madre e hijo hacen caso omiso de ese intento de interrupción.
– Duncan, ¿tú crees que he tenido alguna influencia concreta sobre ti? ¿Lo tuvo algo que hice?
– Eres mi madre, claro. Los dos habéis tenido influencia en mi vida, no podría ser de otro modo. No se trata de eso. Todo lo que habéis hecho. Y los motivos por los que lo habéis hecho. ¿Qué quieres que te diga? Me habéis querido. Ya lo sabéis. Yo lo sé.
Este tipo de afirmación nunca se haría en otro lugar, sólo en esta trastornada sala de espera de su vida.
Él los mira a los dos y los ve esperar una acusación o un juicio procedente de él.
– La carta.
Es lo único que dice Duncan. Pero es como si, con su habilidad para trazar líneas arquitectónicas, hubiera dibujado las que confinan a los tres en un triángulo.
– Así que te acuerdas de cuando tu padre y yo fuimos a verte al colegio después de lo que sucedió.
– Pero primero escribisteis una carta. Incluso es posible que todavía la tenga en algún sitio.
– ¿Te acuerdas de quién la firmó?
– Papá… hace tanto tiempo.
– Pero te acordabas de la carta.
De repente, se mostró cariñoso con su madre.
– El otro día, cuando viniste, ¿no te acuerdas?, me repetiste lo que decía la carta.
– El abogado… nos ha preguntado si creías en Dios. -Claudia aborda el tema.
Pero él sonríe (es siempre inquietante y extraordinario que sonría en ese lugar, una indiscreción ante las dos figuras ajenas de los vigilantes) y ella puede sonreír con él.
– Sí. Nada es irrelevante para Motsamai. Es un hombre muy meticuloso.
– Tuve la sensación de que estaba buscando algo concreto. Esperaba encontrarlo, conmigo. Bueno, hace ya tiempo que eres adulto.
Como otras veces, él se dirigió a su padre para decirle que estaba quedándose sin libros, fue su forma de despedirse también en esa ocasión.
– Los necesitaré, en ese sitio.
– Por lo que parece, nos piden que no te visitemos, aunque, como médico, no pueden prohibírmelo. Acuérdate de eso. Si cualquier cosa va mal, cualquier cosa, insiste en tu derecho a llamarnos.
– ¿Has leído a Thomas Mann? Te traeré La montaña mágica.
En el coche, Harald dice:
No te ha contestado.
¿A qué pregunta?
Pero él sabe que ella lo sabe.
Fe. Dios.
Ha quedado muy claro. Si «nada es irrelevante» para Motsamai, esta llamémosla cuestión sí lo es para Duncan, no existe en su vida.
Así es como tú quieres entender el que haya soslayado la pregunta que le has soltado de repente, sin avisar. La pregunta más personal que se puede hacer. Lo has puesto en tu banquillo de acusados.
Pero Harald tampoco ha contestado la que ella le ha hecho, en otro momento. Eso debe de significar que él cree que ella tiene mayor responsabilidad que él en lo que le ha sucedido a Duncan, en lo que se ha convertido Duncan. Ella sigue este razonamiento en voz alta: en lo que se ha convertido Duncan, sea lo que sea, ninguno de nosotros quiere admitir lo que podría ser. Quiero decir que cómo puede nadie, cómo puede esperarse que nosotros…
Él, gran lector, corrige su imprecisión con su vocabulario superior.
Demasiado ingenuos en nuestra seguridad.
Claudia resiste el impulso de decir muchas gracias; la falta de aprecio por uno mismo es mala para la salud, que le aproveche.
Durante toda su vida, deben de haber considerado -definido- la moral como aquello que domina las pasiones. Lo que las controla. Tanto si esta creencia inconsciente viniera de las enseñanzas de la palabra de Dios o de un principio de contención que el racionalista se impone a sí mismo. Y esto puede seguir así, sin que se ponga en cuestión en absoluto, hasta que sucede algo en el límite de la transgresión, de la rebelión: la catástrofe que se encuentra en el destrozado límite de toda moralidad, la indescriptible pasión que quita la vida. Las cosas que han puesto a prueba su moral -cada uno de ellos conoce las del otro- son ridículas: si Harald debía permitir que su contable desgravara los gastos de representación, si el médico debía dar una carta certificando una ausencia del trabajo por enfermedad cuando el paciente había cedido ante la tentación de un día de vacaciones. Pero ¿dónde deja de ser trivial lo que se halla en un extremo de la escala? No han necesitado pensar en ello, durante toda su vida, ninguno de los dos, porque este dominio nunca ha tenido que ser puesto a prueba. ¡No, Dios mío (el Dios de él), claro que no! ¿Dónde empiezan de veras los tabúes? ¿A partir de qué punto su hijo atravesó los límites de sus padres para ir más allá de lo que ellos pudieran nunca prever? ¡Oh!, ahora sienten que son dueños de él, como si fuera de nuevo el niño pequeño que formaban mediante el precepto y el ejemplo, mediante lo que ellos mismos eran. Padres. Puesto que estuvieron juntos en esta conspiración adulta, ninguno de los dos puede absolverse de que su hijo haya ido más allá de sus límites, como tampoco pueden absolverse de las acusaciones que se hacen a sí mismos. Por separado, han perdido todo interés y concentración en sus actividades, y están atados por grilletes, aunque se sienten solos, en una proximidad inevitable que les produce rozaduras. Se sienten atacados por observaciones fuera de lugar en conversaciones con otras personas que afectan, naturalmente, al mundo normal en el que se mueven sin derecho. Heridos, llevan esos ataques a casa, al adosado, y desde el silencio, por encima del ruido de la cubertería, sobre los platos o la voz del locutor declamando en la pantalla del televisor, lanzan afirmaciones fuera de contexto.