Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Está drogado -siseó McMurphy-. Alguien tendrá que salir a echarle una mano.

Oí que alguien tiraba de la cadena del excusado y se abrió la puerta y el haz de luz del pasillo atrapó a Harding que salía, subiéndose los pantalones del pijama. Oí el sonido entrecortado que emitió la supervisora al verle y él le dijo que por favor le excusara, pero no la había visto en la oscuridad.

– No está oscuro.

– En el lavabo, quiero decir. Siempre apago la luz para facilitar la evacuación. Esos espejos, comprende; cuando la luz está encendida, los espejos parecen observarme como jueces dispuestos a darme un castigo si algo no sale bien.

– Pero el enfermero Turkle dijo que estaba limpiando ahí dentro…

– Y lo hizo muy bien, por cierto… si se tienen en cuenta las limitaciones que supone trabajar en la oscuridad. ¿Quiere echar un vistazo?

Harding abrió ligeramente la puerta y un rayito de luz se proyectó sobre las baldosas del retrete. Capté una fugaz imagen de la supervisora que retrocedía y explicaba que no podía aceptar su invitación pues debía continuar la inspección. Oí otra vez la cerradura de la puerta en el otro extremo del pasillo, y a ella que se marchaba de la galería. Harding le gritó que volviera a visitarnos pronto y todos salimos corriendo y le estrechamos la mano y le palmeamos la espalda felicitándole por lo bien que se la había quitado de encima.

Nos quedamos en el pasillo y volvimos a pasarnos el vino.

Sefelt dijo que le gustaría probar el vodka si podían mezclarlo con algo. Le preguntó al señor Turkle si en la galería no había nada y éste respondió que sólo agua. Fredrickson preguntó: ¿y si le pusiéramos jarabe para la tos?

– A veces me dan un poco, de un gran frasco que tienen en el cuartito de las medicinas. No sabe mal. ¿Tiene la llave de ese cuarto, Turkle?

Turkle dijo que, por las noches, la única que tenía la llave de las medicinas era la supervisora, pero McMurphy le convenció de que nos dejara probar la cerradura. Turkle sonrió y asintió lánguidamente. Mientras él y McMurphy se afanaban intentando abrir la cerradura con clips sujetapapeles, las chicas y todos los demás nos metimos en la Casilla de las Enfermeras y empezamos a abrir los dossiers y a leer las historias clínicas.

– Fijaos -dijo Scanlon-, y agitó una de aquellas carpetas. Esto sí que es un informe completo. Si hasta tienen mi libro de notas del primer curso. Aaah, unas notas terribles, simplemente terribles.

Billy y su chica repasaron su dossier. Ella se apartó un poco para mirarle.

– ¿Todas estas cosas, Billy? ¿Frénico no sé qué y pático no sé cuántos? No parece que tengas todas estas cosas.

La otra chica había abierto un cajón de material y manifestaba sus recelos respecto a para qué necesitaban las enfermeras todas esas bolsas de agua caliente, millones de ellas, y Harding, sentado junto a la mesa de trabajo de la Gran Enfermera, movía la cabeza pensativo.

McMurphy y Turkle consiguieron abrir la puerta del cuartito de las medicinas y sacaron de la nevera una botella de un denso líquido color cereza. McMurphy acercó la botella a la luz y leyó la etiqueta en voz alta.

– Sabor artificial, colorantes, ácido cítrico. Setenta por ciento de materias inertes -eso debe ser agua- y veinte por ciento de alcohol -fantástico- y diez por ciento de codeína, Atención Narcótico Puede ser Adictivo.

Destapó la botella y paladeó un poco, con los ojos cerrados. Se pasó la lengua por los dientes, tomó otro trago y volvió a leer la etiqueta.

– En fin -dijo, y rechinó los dientes como si acabaran de afilárselos-, si lo aclaramos con un poco de vodka, creo que no estará mal. ¿Cómo estamos de cubitos, Turkle, muchacho?

Después de mezclarlo con el licor y el vino, en vasitos de papel, el jarabe sabía a refresco para niños pero con la fuerza del licor de cacto que solíamos tomar en Los Rápidos, frío y suave en la garganta y ardiente y furioso cuando llegaba más abajo. Apagamos las luces de la sala de estar y nos sentamos a beber. Nos tomamos el primer par de copas como si estuviéramos tragando una medicina, en graves y silenciosos sorbos y mirándonos unos a otros para ver si alguno caía fulminado. McMurphy y Turkle iban alternando la bebida con los cigarrillos de Turkle y empezaron a reír otra vez y a comentar cómo resultaría en la cama la enférmenla de la marca de nacimiento.

– Yo tendría miedo -dijo Turkle- de que se le ocurriera golpearme con la enorme cruz que lleva colgada. ¿No sería terrible?

– Lo que a mí me preocuparía -dijo McMurphy- es que, en el momento que empezara a correrme, ¡me metiera mano por detrás con el termómetro y me tomara la temperatura!

Esto provocó una carcajada general. Harding interrumpió las risas un momento para añadir también la suya.

– Peor aún -dijo-. Que se quedara tendida debajo muy quieta con una expresión de terrible concentración en la cara, y luego anunciara -¿qué os parece ésta?- ¡el número de pulsaciones por minuto!

– Oh, no… qué horror…

– Peor aún, que se quedara quieta y consiguiera calcular el pulso y la temperatura: ¡sin instrumentos!

– Oh, oh, no, por favor…

Nos reímos hasta rodar entre los sofás y las sillas, jadeantes y con los ojos llenos de lágrimas. La risa había debilitado tanto a las chicas que no consiguieron levantarse hasta el segundo o tercer intento.

– Tengo que… hacer un pis -dijo la más alta y se encaminó al lavabo toda risitas y ademanes pero se equivocó de puerta y se metió en el dormitorio mientras todos nos llevábamos los dedos a los labios pidiendo silencio, hasta que dio un chillido y oímos el bramido del viejo coronel Matterson, «La almohada es… ¡un caballo!», y el coronel salió del dormitorio pisándole los talones a la chica con su silla de ruedas.

Sefelt condujo al coronel de vuelta al dormitorio y le enseñó personalmente el lavabo a la chica, le explicó que, en general, sólo lo usaban los hombres, pero que él vigilaría la puerta y no dejaría entrar a nadie mientras ella hacía sus necesidades, la defendería de cualquier intruso, vaya por Dios. Ella se lo agradeció con solemnes palabras y le estrechó la mano y se hicieron una reverencia, y mientras la chica estaba dentro, el coronel volvió a emerger del dormitorio con su silla de ruedas, y a Sefelt le costó lo suyo impedirle la entrada en el retrete. Cuando la chica apareció en la puerta, Sefelt intentaba repeler las embestidas de la silla de ruedas con el pie, mientras todos nos manteníamos al margen del alboroto y animábamos a uno u otro contrincante. La chica ayudó a Sefelt a acostar al coronel y luego los dos recorrieron el pasillo valsando al compás de una música que nadie podía oír.

Harding bebía, observaba y movía la cabeza.

– No es real. Es una coproducción de Kafka, Mark Twain y Martini.

McMurphy y Turkle empezaron a preocuparse de que tal vez aún hubiera demasiadas luces encendidas y se pusieron a recorrer el pasillo apagando todo lo que brillaba, incluso las pequeñas luces de noche situadas a la altura de la rodilla, hasta que el lugar quedó oscuro como una boca de lobo. Turkle sacó linternas y jugamos a corre que te pillo por el pasillo con sillas de ruedas que sacamos del almacén y lo pasamos en grande, hasta que de pronto oímos los gritos de Sefelt, en plena convulsión, y cuando acudimos lo encontramos tendido y retorciéndose junto a la chica alta, Sandy. Ella estaba sentada en el suelo y se alisaba la falda mientras miraba a Sefelt.

– Nunca había tenido una experiencia igual -dijo con mudo respeto.

Fredrickson se arrodilló junto a su amigo, le metió una billetera entre los dientes para que no se mordiera la lengua y le ayudó a abrocharse los pantalones.

– ¿Estás bien, Seef? ¿Seef?

Sefelt no abrió los ojos, pero alzó una mano inerte y retiró la billetera de su boca. Sonrió entre las babas.

– Estoy bien -dijo-. Dame la medicina y suéltame sobre ella otra vez.

– ¿De verdad quieres tomar la medicina, Seef?

– Medicina.

– Medicina -gritó Fredrickson por encima del hombro, aún de rodillas.

– Medicina -repitió Harding y salió rumbo al botiquín con su linterna. Sandy lo miró con ojos vidriosos. Estaba sentada junto a Sefelt y le acariciaba la cabeza, llena de admiración.

– Tal vez también deberías traer algo para mí -le gritó con voz ebria a Harding que ya se alejaba-. Nunca había tenido una experiencia ni siquiera parecida.

Oímos ruido de cristal roto al final del pasillo y Harding regresó con dos puñados de pastillas; las esparció sobre Sefelt y la mujer como si estuviera echando tierra sobre una tumba. Levantó la mirada al techo.

– Dios todo misericordioso, acepta a estos dos pecadores en tu seno. Y no cierres la puerta que pronto llegaremos todo el resto, porque éste es el fin, el absoluto, irrevocable, fantástico fin. Por fin he comprendido lo que está sucediendo. Es nuestra última cana al aire. Estamos definitivamente condenados. Tendremos que armarnos de todo nuestro valor y afrontar el destino que nos aguarda. Todos seremos fusilados al amanecer. Cien centímetros cúbicos por cabeza. La señorita Ratched nos pondrá en fila contra la pared, todos deberemos hacer frente a la bocaza de un fusil que ella habrá cargado con ¡Miltowns! ¡Toracinas! ¡Libriums! ¡Stelacinas! ¡Bajará la espada y bluuuf! Nos tranquilizará hasta mandarnos a mejor vida.

Se desplomó contra la pared y se fue deslizando hasta el suelo, esparciendo pastillas en todas direcciones, cual escarabajos rojos, verdes y anaranjados.

– Amén -dijo, y cerró los ojos.

La chica que estaba en el suelo se arregló la falda sobre las largas y hacendosas piernas y miró a Sefelt que seguía sonriendo y temblando a su lado, bajo las luces, y dijo:

– En toda mi vida no había tenido una experiencia que pudiera ni compararse.

Aún sin despejarlos por completo, el discurso de Harding al menos les hizo comprender la gravedad de lo que estábamos haciendo. La noche iba avanzando y era preciso pensar un poco en lo que ocurriría cuando llegase el personal por la mañana. Billy Bibbit y su chica comentaron que eran más de las cuatro y que, si les parecía bien, si nadie se oponía, deseaban que el señor Turkle les abriera el Cuarto de Aislamiento. Salieron bajo un arco de linternas y los demás nos fuimos a la sala de estar a discutir cómo podíamos organizar la limpieza. Cuando volvió del Cuarto de Aislamiento, Turkle estaba prácticamente ido y tuvimos que conducirle a la sala de estar en una silla de ruedas.

61
{"b":"94238","o":1}