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A medianoche, cuando Geever, el otro negro y la enfermera terminaron su turno, y el viejo de color, el señor Turkle, comenzó su guardia, McMurphy y Billy ya estaban levantados, tomando vitaminas, supuse. Salté de la cama, me eché una bata encima y me dirigí a la sala de estar, donde ya estaban charlando con el señor Turkle. Harding, Scanlon, Sefelt y algunos otros también fueron apareciendo. McMurphy le explicaba al señor Turkle lo que debía hacer si venía la chica; en realidad se lo recordaba, pues al parecer ya lo habían discutido todo de antemano un par de semanas atrás. McMurphy dijo que lo mejor era dejar entrar a la chica por la ventana, en vez de correr el riesgo de hacerla atravesar el vestíbulo, donde podría estar la supervisora de noche. Y que luego debía abrir el Cuarto de Aislamiento. Sí, ¿no os parece que será un buen nido para los tórtolos? Perfectamente aislado. («Ahhh, McM-m-m-murphy», no paraba de tartamudear Billy.) Y no encender las luces. Así la supervisora no podría ver nada desde fuera. Y cerrar las puertas del dormitorio y no despertar a todos los Crónicos babeantes del lugar. Y no hacer ruido; no debemos molestarles.

– Ah, vamos, M-M-Mac -dijo Billy.

El señor Turkle asentía y bamboleaba la cabeza, como si estuviera medio dormido. Cuando McMurphy dijo: -Supongo que eso es más o menos todo-, el señor Turkle replicó: -No… no del todo-, y se quedó sonriendo, con los ojos fijos en su blanco uniforme y la calva cabeza amarillenta flotando en el extremo del cuello, como un globo atado a un palito.

– Vamos, Turkle. No se arrepentirá. Traerá un par de botellas.

– Eso, eso -dijo el señor Turkle.

Su cabeza se balanceaba de un lado a otro. Parecía costarle un gran esfuerzo mantenerse despierto. Había oído decir que tenía otro empleo durante el día, en un hipódromo. McMurphy se volvió hacia Billy.

– Turkle quiere sacarse algo más, Billy. ¿Cuánto pagarías por no perderte tu pastel?

Antes de que Billy consiguiera dejar de tartamudear para responder, el señor Turkle meneó la cabeza.

– No es eso. No quiero dinero. Esa preciosidad traerá algo más que una botella ¿no es verdad? Vosotros os partiréis algo más que una botella ¿no?

Lanzó una sonrisa a los rostros que le rodeaban.

Billy casi explotó en su esfuerzo por tartamudear algo de que no Candy, ¡no su chica! McMurphy se lo llevó a un lado y le dijo que no debía preocuparse por la castidad de su chica… lo más probable era que para cuando Billy acabase ese viejo tonto estaría tan borracho y dormido que no conseguiría meter una zanahoria en un barreño.

La chica se retrasó otra vez. Nos sentamos en la sala de estar, en bata, y escuchamos cómo McMurphy y el señor Turkle contaban anécdotas del Ejército mientras se pasaban un cigarrillo del señor Turkle, que fumaba de un modo curioso, reteniendo el humo hasta que se le saltaban los ojos. En cierto momento, Harding preguntó qué clase de cigarrillo era ése con un olor tan provocativo y el señor Turkle dijo en voz alta procurando retener el humo:

– Sólo un cigarrillo cualquiera. Ji, ji, sí. ¿Quieres probar un poco?

Billy empezaba a ponerse nervioso, temeroso de que tal vez la chica no se presentase, temeroso de que pudiera presentarse. No paraba de preguntarnos por qué no nos íbamos a acostar en vez de quedarnos sentados en la oscuridad como perros al acecho de algún resto de comida de la cocina, y nosotros sólo le sonreíamos. Nadie tenía ganas de acostarse; no hacía nada de frío y resultaba agradable relajarse en la penumbra y escuchar los relatos de McMurphy y el señor Turkle. Nadie parecía tener sueño y ni siquiera parecía preocuparnos que ya fuesen más de las dos y la chica aún no hubiera aparecido. Turkle sugirió que tal vez se estaba retrasando tanto porque la galería estaba tan oscura que no lograba distinguir cuál era, y McMurphy dijo que era evidente, así que los dos empezaron a recorrer los pasillos y encendieron todas las luces del lugar, incluso estaban a punto de encender las grandes luces del dormitorio, que hacen las veces de despertador, cuando Harding les explicó que eso sólo conseguiría despertar a los demás, que luego querrían compartirlo todo. Aceptaron este argumento y en vez de ello encendieron todas las luces del despacho del doctor.

Apenas habían terminado de iluminar la galería como si fuese pleno día cuando se oyó un golpecito en la ventana. McMurphy acudió corriendo y apretó la cara contra el cristal, protegiéndose los ojos con las manos para poder ver. Se apartó y nos sonrió.

– Está preciosa, en la oscuridad -dijo. Cogió a Billy por la muñeca y lo arrastró hacia la ventana-. Déjela entrar, Turkle. Deje que este semental embravecido se lance sobre ella.

– Un momento, McM-M-M-M-M-Murphy, espera.

Billy se resistía como una mula.

– Nada de mamamamamurphys, Billy. Es demasiado tarde para echarse atrás. Tendrás que apechugar. ¿Sabes una cosa? Te apuesto cinco dólares a que dejas pasmada a esa mujer; ¿conforme? Abra la ventana, Turkle.

Dos chicas aparecieron en la oscuridad, Candy y la otra que no se había presentado el día de la excursión.

– Caramba -exclamó Turkle, mientras las ayudaba a saltar -habrá bastante para todos.

Todos queríamos echarles una mano: tuvieron que levantarse hasta arriba las faldas estrechas, para poder saltar por la ventana. Candy dijo: -Maldito McMurphy- y se lanzó a abrazarle con tanta fuerza que casi rompió las botellas que sostenía en las manos. Agitaba mucho las manos y el pelo empezaba a desprendérsele del moño que lucía en lo alto de la cabeza. Pensé que estaba mejor con la cola de caballo que llevaba el día de la excursión. Apuntó la botella en dirección a la otra chica que en ese momento entraba por la ventana.

– También ha venido Sandy. Acaba de dejar plantado a ese maníaco de Beaverton con quien se casó; ¿no es increíble?

La chica saltó de la ventana y besó a McMurphy y dijo: -Hola, Mac. Siento haberte dejado plantado. Pero eso ya pasó. Llega un momento en que una se harta de bromitas de ratoncitos blancos en la almohada y gusanos en la crema de belleza y ranas en los sostenes-. Movió la cabeza y se pasó la mano por los ojos como si quisiera borrar el recuerdo del amigo de los animales. -Jesús, qué maníaco.

Las dos llevaban falda y jersey y medias de nylon y los pies descalzos, las dos tenían las mejillas encendidas y se reían.

– Tuvimos que pararnos a preguntar el camino miles de veces -explicó Candy-, en cada bar que encontrábamos.

Sandy nos fue mirando uno por uno con los ojos muy abiertos.

– Huuy, Candy, ¿estamos dentro? ¿Será verdad? ¿Estamos en un manicomio? ¡Vaya!

Era más alta que Candy y debía tener unos cinco años más, y había intentado peinar su cabello color bayo en un artístico moño en la nuca, pero algunas mechas se habían desprendido y le enmarcaban los anchos pómulos de niña criada con leche y parecía más bien una vaqueriza que intentase dárselas de gran dama. Tenía los hombros, los senos y las caderas demasiado anchos y su sonrisa era demasiado franca y abierta para poder considerarla hermosa, pero era bonita, se la veía sana y llevaba colgada de un largo dedo el asa de una garrafa de vino tinto que balanceaba como si fuese un bolso.

– Candy, ¿cómo, cómo, cómo es posible que nos ocurran estas cosas?

Echó una segunda mirada general, y luego se detuvo con los pies descalzos muy separados, y soltó una risita.

– Estas cosas no ocurren -explicó solemnemente Harding, dirigiéndose a la chica-. Estas cosas son fantasías que uno imagina cuando yace despierto por las noches y luego no se atreve a contárselas al analista. En realidad no estás aquí. Este vino no es verdadero; nada de todo esto existe. Ahora, ya podemos empezar.

– Hola, Billy -dijo Candy.

– Fijaos en eso -dijo Turkle.

Candy le tendió desmañadamente una botella a Billy.

– Te he traído un regalo.

– ¡Estas cosas son fantasías como las del Thorne Smith [9] ! -declaró Harding.

– ¡Cielos! -exclamó la chica llamada Sandy-. ¿Dónde nos hemos metido?

– Sssst -dijo Scanlon y miró preocupado a su alrededor-. Despertará a todos los demás, si habla tan alto.

– ¿Qué te pasa, tacaño? -dijo Sandy burlona, mientras reanudaba otra vez su inspección-. ¿Tienes miedo de que no haya bastante para todos?

– Sandy, debí adivinar que traerías ese horrible vino barato.

– ¡Cielos! -Sandy interrumpió su inspección para observarme-. Me gusta éste, Candy. Todo un Goliat…

El señor Turkle dijo: «Caramba», y echó el cerrojo de la ventana, y Sandy volvió a repetir: «Cielos». Todos nos habíamos reunido en un grupito desmañado en el centro de la sala de estar, nos dábamos empujoncitos y decíamos cualquier cosa, por la simple razón de que nadie sabía aún qué hacer -nunca habíamos estado en una situación parecida- y no sé cuándo hubiera acabado ese excitado e incómodo parloteo, salpicado de risitas y evoluciones por la sala de estar, si no hubiéramos oído tintinear la puerta de la galería bajo el toque de una llave que la abrió de par en par, en el otro extremo del pasillo… todos nos sobresaltamos como si hubiera sonado una alarma.

– ¡Oh, Dios mío! -dijo el señor Turkle, llevándose la mano a la calva-, es la supervisora, ha venido a despedirme de una patada.

Todos corrimos a escondernos en el lavabo, apagamos la luz y permanecimos en la oscuridad, alertas a los suspiros de los demás. Oíamos a la supervisora que recorría la galería y llamaba al señor Turkle con un fuerte susurro algo asustado. Su voz sonaba dulce y preocupada y subía de tono la última sílaba cada vez que gritaba:

– ¿Señor Tur-kell? ¿Señor Tur-kell?

– ¿Dónde demonios está? -murmuró McMurphy-. ¿Por qué no le contesta?

– No te preocupes -dijo Scanlon-. No mirará en el urinario.

– ¿Pero, por qué no le contesta? A lo mejor está demasiado drogado.

– Pero, ¿qué dices? No me drogo con un petardito como ése.

Era la voz del señor Turkle desde algún rincón del lavabo.

– Cielos, Turkle ¿qué hace aquí? -McMurphy intentaba hablar con severidad, esforzándose al mismo tiempo en no soltar una carcajada-. Salga a ver qué quiere. ¿Qué pensará si no le encuentra?

– Nuestro fin está próximo -dijo Harding y se sentó-. Alá, ten piedad de nosotros.

Turkle abrió la puerta, salió sin hacer ruido y fue a su encuentro por el pasillo. La supervisora había venido a averiguar qué significaban todas aquellas luces encendidas. ¿Por qué había tenido que encender todas las lámparas de la galería sin olvidarse ni una? Turkle replicó que no todas estaban encendidas; que las luces del dormitorio estaban apagadas y también las del retrete. Ella dijo que eso no explicaba que lo estuvieran las demás; ¿qué motivo podía haber para encender tantas luces? Turkle no supo qué responder a esto y se produjo una larga pausa en la que sólo se oyó el rumor de la botella que pasaba de mano en mano en la oscuridad. Ella volvió a repetir la pregunta en el pasillo y Turkle le explicó que, bueno, que sólo estaba haciendo limpieza, pasando revista a todas las zonas. Ella quiso saber por qué, entonces, estaba a oscuras el lavabo, el único lugar que tenía el deber expreso de limpiar. Y la botella hizo otra ronda mientras esperábamos a ver qué respondería. Me llegó el turno y bebí un trago. Lo necesitaba. Desde allí podía oír a Turkle tragar saliva en el pasillo y deshacerse en mmmms y ahhhhs en busca de algo que decir.

[9] Un conocido atlas. (N. del T.)


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