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– Y bien, George, ¿qué decías?

– Los gusanos rojos -estaba diciendo-. La verdad es que no creo que sirvan… no para el salmón.

– ¿Síi? -dijo McMurphy-. ¿Gusanos rojos? Es posible que esté de acuerdo contigo, George, si me explicas de qué gusanos rojos me estás hablando.

– Creo que hace poco le oí decir que el señor Bromden había ido a buscar gusanos rojos para el anzuelo.

– Tienes razón, viejo, ya lo recuerdo.

– Y yo le digo que esos gusanos no le traerán buena suerte. Este es el mes de los grandes salmones… no lo dude. Necesitan arenque. No lo dude. Cojan unos cuantos arenques y pónganlos en el anzuelo y eso les dará buena suerte.

Levantaba la voz al final de cada frase -suerte- como si estuviera haciendo una pregunta. La gran barbilla, que esa mañana se había fregoteado hasta arrancarse la piel, hizo un par de gestos afirmativos frente a McMurphy y luego le obligó a dar media vuelta y le hizo avanzar hasta el último extremo de la cola, al final del pasillo. McMurphy le dijo que volviera.

– Un momento, George, hablas como si entendieras bastante de pesca.

George dio media vuelta y se acercó otra vez a McMurphy, arrastrando los pies y con la cabeza tan inclinada hacia atrás que parecía como si los pies se le hubiesen deslizado por debajo.

– Ya lo creo, no lo dudes. Trabajé veinticinco años en la pesca del salmón, desde Half Moon Bay hasta Puget Sound. Veinticinco años… hasta que empecé a ensuciarme de ese modo.

Extendió las manos para que viésemos cuan sucias estaban. Todos se acercaron a mirar. Yo no vi mugre pero sí vi las profundas cicatrices grabadas en las blancas palmas de tanto tirar miles de kilómetros de sedal al mar. Nos dejó mirar un momento, luego cerró las manos y las escondió rápidamente bajo la chaqueta del pijama como si nuestras miradas pudiesen ensuciarlas, y se quedó allí, sonriéndole a McMurphy con unas encías blancas como tocino salado.

– Tenía un buen pesquero; de apenas doce metros, pero de tres metros y medio de calado y de buena madera de teca y de roble. -Empezó a balancearse con tal convicción que casi le hacía dudar a uno de que el piso estuviera recto-. ¡Un buen pesquero, ya lo creo!

Iba a marcharse, pero McMurphy volvió a retenerle.

– Diablos, George, ¿por qué no nos dijiste que eras pescador? He estado hablando de este viaje como si fuera el Viejo del Mar, pero, y que quede entre tú y yo y esa pared de ahí, debo decirte que el único barco que he pisado fue el acorazado Missouri y todo lo que sé de pesca es que prefiero comer el pescado a limpiarlo.

– Limpiar es fácil, si alguien te explica cómo.

– Válgame Dios, George, serás nuestro capitán; seremos tu tripulación.

George retrocedió, al tiempo que movía la cabeza.

– Esos barcos están terriblemente sucios ahora… todo está terriblemente sucio.

– No te preocupes por eso. Tenemos un barco especialmente esterilizado, tan limpio como los dientes de un mastín. No te ensuciarás, George, porque tú serás el capitán. No tendrás que poner la carnada en el anzuelo; te limitarás a ser el capitán y a darnos órdenes a los estúpidos destripaterrones… ¿te va?

Por la manera como se retorcía las manos debajo de la camisa, advertí que a George le atraía la idea, pero seguía diciendo que no podía correr el riesgo de ensuciarse. McMurphy hizo todo lo posible por convencerle, pero George aún seguía moviendo la cabeza cuando la llave de la Gran Enfermera se introdujo en la cerradura del comedor y su figura apareció por la puerta con su gran cesto de mimbre lleno de sorpresas, recorriendo la fila con una sonrisa automática y un buenos días para cada uno. McMurphy advirtió que George se echaba hacia atrás y fruncía el ceño a su paso. Cuando estuvo lejos, McMurphy volvió la cabeza y lanzó una intensa mirada hacia George.

– George, todo eso que la enfermera ha estado diciendo de la mala mar y de los enormes peligros de la excursión… ¿qué me dices de eso?

– El mar puede ponerse muy malo, sin duda, puede embravecerse mucho.

McMurphy miró a la enfermera que desaparecía en la casilla, luego posó otra vez los ojos en George. Éste se retorcía las manos bajo la camisa más frenéticamente que nunca, observando los rostros que le contemplaban en silencio.

– ¡Qué diablos! -gritó de pronto-. ¿Creéis que ella podrá asustarme con sus cuentos del mar? ¿Eso creéis?

– Ah, yo no diría eso, George. Pero, he pensado que si no nos acompañas y por casualidad hay una terrible tormenta, lo más probable es que no sepamos qué hacer en alta mar, ¿te das cuenta? Ya he dicho que no sé nada de navegación y te diré otra cosa: ¿sabes esas dos mujeres que van a venir a buscarnos? ¿Sabes que le dije al doctor que eran dos tías mías, viudas de pescadores? Bueno, ninguna ha navegado más que sobre el asfalto. Resultarán de tan poca utilidad como yo si hay problemas. Te necesitamos, George. -Sacó un cigarrillo y preguntó-: ¿Tienes diez dólares, por casualidad?

George movió negativamente la cabeza.

– No, ya me parecía a mí. Bueno, qué demonios, ya hace días que perdí la esperanza de ganar algo con esto. Ahí va. -Se sacó un lápiz del bolsillo de su chaqueta verde, lo frotó contra la manga para limpiarlo y se lo tendió a George-. Si aceptas ser nuestro capitán, te dejaremos venir por cinco.

George nos miró de nuevo, mientras fruncía pensativo el entrecejo. Por fin, mostró las encías en una desteñida sonrisa y cogió el lápiz.

– ¡Maldita sea! -dijo y salió, lápiz en ristre, para apuntarse en el último lugar de la lista.

Después del desayuno, McMurphy se detuvo en el pasillo y escribió C-A-P-T junto al nombre de George.

Las prostitutas se retrasaron. Todos pensábamos que no se presentarían ya, cuando McMurphy dio un grito desde la ventana y todos nos abalanzamos a mirar. Dijo que allí estaban, pero sólo se veía un coche, en vez de los dos que esperábamos, y sólo una mujer. Cuando llegó al aparcamiento, McMurphy la llamó a través de la tela metálica y ella se acercó cruzando el césped.

Era más joven y más bonita de lo que nadie esperaba. Todos se habían enterado de que las chicas eran prostitutas en vez de tías, y se habían imaginado toda suerte de cosas. Algunos de los más religiosos no estaban nada contentos con la perspectiva. Pero, al verla cruzar el césped a paso ligero con sus ojos verdes fijos en la galería y su pelo atado en una larga cola de caballo que se balanceaba a cada paso como un muelle de cobre reluciente bajo el sol, lo único que pensamos fue que era una chica, una hembra que no iba vestida de blanco de pies a cabeza como si la hubiesen bañado en hielo, y lo de menos era cómo se ganaba la vida.

Corrió directamente hacia la ventana donde estaba apostado McMurphy tras la tela metálica, introdujo los dedos en la rejilla y se apretó contra ella. La carrera la había hecho jadear y cada vez que respiraba parecía que fuera a estallar la tela metálica. Lloriqueó un poco.

– McMurphy, oh, maldito McMurphy…

– Tranquila. ¿Dónde está Sandra?

– Tiene problemas, chico, no puede venir. Pero tú, maldita sea, ¿estás bien?

– ¡Tiene problemas!

– La verdad es que… -la chica se sonó la nariz y soltó una risita-…la pobre Sandra se ha casado. ¿Te acuerdas de Artie Gilfillian, de Beaverton? ¿El que siempre se presentaba en las fiestas con alguna cosa asquerosa en el bolsillo, una culebra o un ratón blanco o algo por el estilo? Un perfecto maníaco…

– ¡Oh, válgame Dios! -masculló McMurphy-. ¿Y cómo voy a meter a diez tipos en un solo cochino Ford, Candy, cariño? ¿Cómo creen que voy a arreglármelas Sandra y esa culebra de Beaverton?

La chica parecía pensar una respuesta cuando el altavoz dio un chasquido y la voz de la Gran Enfermera anunció a McMurphy que si deseaba hablar con su amiga lo mejor sería que ésta se presentase en la puerta principal, como era debido, en vez de molestar a todo el hospital. La chica se apartó de la ventana y salió rumbo a la puerta principal, y McMurphy se separó de la tela metálica y se dejó caer en una silla, con la cabeza gacha.

– ¡Que me aspen! -dijo.

El negro bajito le abrió a la chica la puerta de la galería y se olvidó de echarle la llave otra vez (seguro que más tarde ello le valdría una buena regañina), y la chica avanzó ondulante por el pasillo, pasó frente a la Casilla de las Enfermeras, donde todas habían aunado esfuerzos para petrificar sus meneos con una mirada glacial colectiva, y entró en la sala de estar, seguida a pocos pasos por el doctor. Éste, que se dirigía a la Casilla de las Enfermeras con unos papeles, levantó los ojos hacia la chica, volvió a hundirlos en los papeles, luego los fijó otra vez en ella, y se puso a buscar las gafas con ambas manos.

Cuando llegó al centro de la sala de estar, la chica se detuvo, y entonces advirtió que la rodeaba un círculo de cuarenta hombres vestidos de verde con los ojos desorbitados, el silencio era tan grande que se podía oír el gruñido de las tripas y, a lo largo de la hilera de los crónicos, se oía el sonido, pop, de los catéteres al desprenderse.

Se quedó quieta un minuto, mientras buscaba a McMurphy con la mirada, y todos pudimos contemplarla a placer. Una nube de humo azul pendía del techo sobre su cabeza; creo que los aparatos sufrieron un cortocircuito en toda la galería, al querer adaptarse a su súbita aparición: hicieron sus cálculos electrónicos y descubrieron que, simplemente, no estaban preparados para encargarse de semejante fenómeno en la galería y se quemaron, como un suicidio mecánico.

Llevaba una camiseta blanca como la de McMurphy, pero mucho más pequeña, zapatillas de tenis blancas y pantalones Levis cortados más arriba de las rodillas, sería para que la sangre pudiera circular hasta sus pies, y la tela parecía muy insuficiente, teniendo en cuenta todo lo que tenía que cubrir. Un número mucho mayor de hombres debía haberla visto con bastante menos ropa, pero, dadas las circunstancias, se agitó nerviosa como una colegiala en un escenario. Nadie habló mientras la contemplábamos. Martini susurró que se veía la fecha de las monedas que tenía en el bolsillo de los Levis, tan apretados los llevaba, pues estaba más cerca y podía verla mejor que los demás.

Billy Bibbit fue el primero en levantar la voz, aunque no exactamente para emitir una palabra, sino un bajo, casi doloroso silbido que la describía mejor que cualquier frase. Ella rió y le dio las gracias, y él se puso tan encarnado que ella también se ruborizó, en señal de simpatía, y volvió a reír. Esto desencadenó una gran actividad. Todos los Agudos se acercaron e intentaron hablarle a la vez. El doctor tiró a Harding de la chaqueta, preguntándole quién era. McMurphy se levantó de su silla y se le acercó, abriéndose paso entre la muchedumbre, y cuando ella lo vio se echó en sus brazos y dijo: -McMurphy, bribón-, y luego se sintió cohibida y se ruborizó una vez más. Cuando se ruborizaba no parecía tener más de dieciséis o diecisiete años, lo juro.

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