Después permaneció tanto rato callado que creí que se había dormido. Quería darle las buenas noches. Lo miré y se había vuelto de espaldas a mí. Tenía el brazo fuera del embozo y vislumbré con dificultad los haces y los ochos del tatuaje. Es grande, pensé, un brazo grande como eran los míos cuando jugaba al rugby. Deseaba extender la mano y tocarle el tatuaje, para comprobar si seguía vivo. Está terriblemente quieto, me dije, debería tocarlo para comprobar si aún vive…
Es mentira. Sé que vive. No es por eso que quiero tocarlo.
Quiero tocarlo porque es un hombre.
También es mentira. Hay otros hombres aquí. Podría tocarlos a ellos.
¡Quiero tocarlo porque soy un marica de esos!
Pero también es mentira. Un temor encubre al otro. Si fuese un marica querría hacer otras cosas con él. Sólo quiero tocarlo porque es quien es.
Pero cuando estaba a punto de tender la mano hacia su brazo, me dijo:
– Oye, Jefe -y se volvió en la cama, dio un tirón a las mantas y se me quedó mirando-. Oye, Jefe, ¿por qué no vienes de pesca con nosotros mañana?
No respondí.
– Vamos, ¿qué te parece? Yo me ocuparé de que lo pasemos en grande. ¿Has oído hablar de esas dos tías mías que van a venir a buscarnos? Bueno, no son tías, ni mucho menos; son dos bailarinas y busconas de Portland que yo conozco. ¿Qué te parece?
Le dije que yo era uno de los de Beneficencia.
– ¿Eres qué?
– No tengo ni un centavo.
– Oh -dijo-. Ya; no había pensado en eso.
Volvió a quedarse muy callado, mientras se rascaba la cicatriz de la nariz con un dedo. El dedo se detuvo. Se incorporó y me miró.
– Jefe -dijo muy lentamente, mientras me miraba de arriba abajo-, cuando eras alto, cuando medías, es un decir, uno noventa y cinco o dos metros y pesabas unos ciento veinte kilos… ¿hubieras sido capaz de levantar el panel de mandos de la sala de baños, por ejemplo?
Pensé cómo era el panel. Probablemente no pesaría más que los barriles de petróleo que levantaba en el Ejército. Le dije que seguramente hubiera podido hacerlo en mi época.
– Y si recuperaras tus antiguas dimensiones, ¿podrías levantarlo?
Le contesté que suponía que sí.
– Al demonio tus suposiciones; quiero que me digas si eres capaz de prometer que lo levantarás si recuperas tus antiguas dimensiones. Si me lo prometes no sólo te daré clases especiales de cultura física por nada sino que, además, ¡podrás venir gratis a la excursión! -Se pasó la lengua por los labios y se recostó-. Y apuesto que también me dará suerte.
Y empezó a reírse muy bajito de alguna ocurrencia suya. Cuando le pregunté cómo pensaba arreglárselas para hacerme recuperar mi tamaño normal, me hizo callar llevándose un dedo a los labios.
– Viejo, no podemos permitir que nadie descubra este secreto. No he dicho que te explicaría cómo, ¿verdad? Anda macho, conseguir que alguien recupere su tamaño normal es un secreto que no puede compartirse con cualquiera, sería peligroso si cayera en manos de un enemigo. Tú mismo no notarás lo que está pasando. Pero te doy mi palabra de honor de que, con mi programa de adiestramiento, lo conseguirás.
Se sentó en el borde de la cama con las manos apoyadas en las rodillas. La pálida luz de la Casilla de las Enfermeras se reflejó sobre sus dientes y sobre el ojo que me miraba fijamente por encima de la nariz. La voz monótona del subastador hizo vibrar suavemente el dormitorio:
– Y allí estarás. El Gran Jefe Bromden baja por el paseo… hombres, mujeres y niños levantan la cabeza a su paso: bien, bien, bien, vaya gigante. ¿Habéis visto? Da pasos de tres metros y tiene que agacharse para no rozar los hilos del teléfono. Atraviesa la ciudad como un ciclón, sólo se detiene un instante junto a las vírgenes, las demás pierden el tiempo si sus pechos no son verdaderos melones y no tienen largas y fornidas piernas blancas capaces de abrazar su poderosa espalda y una tacita de almíbar caliente, jugoso y dulce como miel y mantequilla…
Y siguió parloteando en la oscuridad, desgranando el relato de lo que ocurriría, cómo se asustarían todos los hombres y todas las jóvenes bonitas me perseguirían anhelantes. Luego dijo que se iba a apuntar en el acto mi nombre en la lista de tripulantes. Se levantó, cogió la toalla que tenía sobre la mesilla de noche y se la enrolló en torno a las caderas, luego se encasquetó la gorra y se inclinó sobre mi cama.
– Vamos, viejo, te lo digo yo, te lo digo yo, las mujeres se abalanzarán sobre ti y acabarán dejándote para el arrastre.
Y, de pronto, extendió la mano y, de un golpe me quitó las sábanas y me dejó allí tendido, desnudo.
– Mira, Jefe. Uauu. ¿Qué te decía? Ya has crecido más de quince centímetros.
Y se alejó riendo entre las camas, hacia el pasillo.
¡Dos prostitutas vendrían de Portland para llevarnos a pescar en alta mar! Resultaría difícil estarse en la cama hasta que se encendiesen las luces del dormitorio, a las seis y media.
Fui el primero en levantarme y en seguida corrí a mirar la lista colgada en el tablón de anuncios, junto a la Casilla de las Enfermeras, para comprobar si realmente figuraba mi nombre en ella. apuntarse para la excursión de pesca habían escrito arriba, con grandes letras de molde, luego seguía la firma de McMurphy, que encabezaba la lista, a continuación figuraba Billy Bibbit, el primero después de McMurphy, el tercero era Harding y el cuarto Fredrickson, y continuaba la lista hasta llegar al número diez, que aún seguía vacante. Mi nombre estaba allí, en último lugar, junto al número nueve. Era cierto que saldría del hospital para ir de pesca con dos prostitutas; tenía que repetírmelo una y otra vez para poder creerlo.
Los tres negros se pusieron delante de mí y repasaron la lista con sus dedos grises, descubrieron mi nombre y se volvieron a mirarme con una sonrisa burlona.
– ¿Pero quién creéis que puede haber apuntado al Jefe Bromden para esta barrabasada? Los indios no saben escribir.
– ¿Y de dónde has sacado que saben leer?
Tan de mañana, el almidón aún estaba fresco y conservaba toda su rigidez y sus brazos crujían en los blancos uniformes, como si fuesen alas de papel. Me hice el sordo a sus burlas, como si no me enterase de que se estaban riendo, pero cuando sacaron una escoba para que les hiciera la limpieza del pasillo, les volví la espalda y regresé al dormitorio, diciéndome para mis adentros: ¡Que se vayan al cuerno! Un tipo que va a salir de pesca con dos prostitutas de Portland no tiene por qué aguantar esas guarradas.
Me asustaba un poco la idea de darles la espalda, pues era la primera vez que me rebelaba contra una orden de los negros. Me volví y vi que venían detrás de mí con la escoba. Probablemente me hubieran seguido hasta el dormitorio y hubieran conseguido acorralarme, de no ser por McMurphy; estaba armando tal alboroto, corriendo entre las camas y golpeando con una toalla a los que debían salir de excursión, que los negros decidieron que tal vez resultase demasiado arriesgado hacer una incursión en el dormitorio por el simple hecho de conseguir alguien para barrer un pequeño tramo de pasillo.
McMurphy se había calado la gorra en la frente, imitando a un capitán de barco, los tatuajes que asomaban bajo las mangas de su camiseta se los habían hecho en Singapore. Se paseaba de un lado a otro dando voces como si estuviera sobre la cubierta de un barco y silbando con la mano ahuecada.
– ¡A cubierta, marineros, a cubierta, si no queréis que os despelleje vivos!
Golpeó con los nudillos la mesilla de noche situada junto a la cama de Harding.
– Son las seis y todo va bien. Ni un bandazo. A cubierta. Pies en tierra y manos fuera.
Advirtió mi presencia, junto a la puerta, y fue a darme una palmada en la espalda como si fuese un tambor.
– Mirad al Gran Jefe; todo un ejemplo de buen marinero y gran pescador: en pie antes del alba en busca de gusanos rojos para el anzuelo. Haríais bien en seguir su ejemplo, hatajo de destripaterrones. ¡Ha llegado el gran día! ¡Tirad las mantas y hagámonos a la mar!
Los Agudos comenzaron a gruñir y a debatirse contra los embates de su toalla, y los Crónicos se despertaron y miraron a su alrededor con los rostros azules por la falta de sangre, que les llegaba difícilmente a causa de las sábanas demasiado apretadas sobre su pecho; sus ojos recorrieron el dormitorio y finalmente todos quedaron fijos en mi persona, echándome débiles y acuosas miradas de viejo, con el rostro anhelante y curioso. Se quedaron mirando cómo me ponía ropas de abrigo para el viaje, mientras yo me sentía incómodo y también algo culpable. Comprendían que yo era el único Crónico escogido para tomar parte en la excursión. Me miraban -todos esos viejos que llevaban años soldados a sus sillas de ruedas, con catéteres que les corrían piernas abajo, como raíces que los fijaban para siempre al lugar donde estaban, me miraban, e instintivamente sabían que yo también saldría. Y eran capaces de sentirse un poco celosos por no figurar entre los escogidos. Lo sabían porque el hombre ya estaba tan desarraigado de su persona que había dado paso a los viejos instintos animales (algunas noches, los viejos Crónicos se despiertan de pronto, antes de que nadie haya advertido que ha muerto alguien en el dormitorio, levantan la cabeza y aúllan), y eran capaces de sentirse celosos porque aún tenían lo suficiente de hombres como para recordar.
McMurphy salió a echar un vistazo a la lista y al volver intentó conseguir que se apuntase otro Agudo; recorrió la hilera de camas con tipos aún acostados, con la cabeza bajo las sábanas, y empezó a golpearles y a explicarles la fantástica experiencia que sería encontrarse entre las olas y las embestidas de un mar viril con un yo-hi-ho y una botella de ron [7] .
– Arriba, holgazanes, me falta un tripulante, necesito otro maldito voluntario…
Pero no consiguió convencer a nadie. La Gran Enfermera los había asustado con sus descripciones de los recientes temporales y de los muchos barcos que habían naufragado; ya parecía que no conseguiríamos ese último tripulante cuando, media hora más tarde, George Sorensen se acercó a McMurphy en la cola del desayuno, mientras esperábamos a que abrieran el comedor.
Era un gran sueco nudoso y desdentado que los negros llamaban George Rub-a-Dub, debido a su manía por la higiene; avanzó por el pasillo arrastrando los pies, mientras escuchaba lo que ocurría detrás de él, de modo que los pies avanzaban más deprisa que la cabeza (siempre se inclinaba hacia atrás de este modo, a fin de mantener la cara lo más apartada posible de su interlocutor), se detuvo frente a McMurphy y murmuró algo tapándose la boca con la mano. George era muy tímido. Resultaba imposible verle los ojos, de tan hundidos que estaban bajo su frente, y se cubría casi todo el resto de la cara con su manaza. Su cabeza se balanceaba como un nido de cuervos en lo alto de su espina dorsal, que más bien parecía un mástil. Siguió mascullando, tras su mano, hasta que McMurphy se la apartó para dar paso a las palabras.