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McMurphy escribía nuevas notitas que la enfermera descubría luego en el retrete con su espejito. Redactó largas fantasías sobre su propia persona en el cuaderno de bitácora y las firmó con el nombre de Antón. Algunos días se quedaba durmiendo hasta las ocho. Ella le reprendía, sin alterarse en absoluto, él se quedaba escuchándola de pie, sin interrumpirla, y luego le destrozaba toda la escena al preguntarle algo así como, me pregunto si usa sostenes de la talla B o C, ¿o es que a lo mejor no usa?

Los demás Agudos comenzaban a seguir su ejemplo. Harding empezó a coquetear con todas las jóvenes estudiantes de enfermera y Billy Bibbit no volvió a escribir lo que solía llamar sus «observaciones» en el cuaderno de bitácora, y cuando colocaron por segunda vez el cristal en la ventana frente a la mesa de trabajo de la enfermera, con una gran X pintada con cal para que McMurphy no pudiera fingir que desconocía su existencia, Scanlon lo rompió sin querer con la pelota antes de que la X tuviera tiempo de secarse. La pelota se reventó y Martini la recogió del suelo como un pájaro muerto y la llevó a la casilla para entregársela a la enfermera que se había quedado mirando la nueva rociada de cristales rotos sobre su mesa, y le dijo si ¿por favor podría arreglarla con un poco de esparadrapo o algo? Sin decir palabra, ella se la arrancó de la mano y la arrojó al cubo de la basura.

Así que, una vez concluida, según todos los indicios, la temporada de baloncesto, McMurphy decidió que había llegado el momento de dedicarse a la pesca. Solicitó otro pase, después de explicarle al doctor que tenía unos amigos en la bahía de Siuslaw, en Florence, que estarían dispuestos a llevarse a ocho o nueve pacientes a pescar en alta mar, si el equipo médico no se oponía, y en esta ocasión escribió en la solicitud que le acompañarían «dos encantadoras tías solteronas de un pueblecito cercano a Oregon City». En la reunión le fue concedido un pase para el siguiente fin de semana. Cuando terminó de consignar oficialmente el pase en su diario, la enfermera metió la mano en el cesto de mimbre que tenía a sus pies, extrajo un recorte del periódico de aquella mañana y leyó en voz alta que si bien era un buen año para la pesca en las costas de Oregon, el salmón se había retrasado un poco y el mar estaba agitado y peligroso. Y sugirió que tal vez los hombres deberían pensárselo dos veces.

– Buena idea -dijo McMurphy. Cerró los ojos e inspiró profundamente, apretando los dientes-. ¡Sí, señor! El olor salino del mar embravecido, el crujido de la quilla al cortar las olas, la lucha contra los elementos, momentos en que los hombres son hombres y las barcas, barcas. Señorita Ratched, me ha convencido. Alquilaré una barca esta misma noche. ¿La apunto a usted también?

Por toda respuesta, ella se dirigió al tablón de anuncios y clavó el recorte de periódico.

Al día siguiente McMurphy comenzó a apuntar a los que querían ir y disponían de los diez dólares necesarios para contribuir a pagar el alquiler de la barca, y la enfermera inició una constante aportación de recortes de periódicos que hablaban de naufragios y de súbitas tormentas en la costa. McMurphy se mofaba de ella y de sus recortes y explicaba que sus dos tías habían pasado la mayor parte de su vida meciéndose sobre las olas en uno u otro puerto con tal o cual marinero, y que ambas habían asegurado que el viaje no presentaba el menor riesgo, que era más inocuo que un pastel casero y que no había motivo para preocuparse. Pero la enfermera conocía bien a sus pacientes. Los recortes de periódico los asustaron más de lo que supusiera McMurphy. Había imaginado que se apresurarían a apuntarse, pero tuvo que hablar mucho y convencer pacientemente a los pocos que finalmente lo hicieron. El día antes de la excursión aún le faltaba conseguir un par de inscripciones para poder pagar el alquiler de la barca.

Yo no tenía dinero, pero no dejaba de darle vueltas a la idea de apuntarme. Y cuanto más hablaba él de la pesca del salmón, mayores eran mis deseos de unirme al grupo. Sabía que era una locura; apuntarme equivaldría a manifestar públicamente que no era sordo. Si había estado escuchando todas aquellas palabras sobre barcas y pesca, demostraría que lo había oído todo durante esos diez años. Y si la Gran Enfermera lo descubría, si se enteraba de que había oído todos los complots y las traiciones que habían estado tramando cuando ella creía que nadie los oía, me perseguiría con una sierra eléctrica, me ajustaría las tuercas hasta tener la certeza de haberme dejado sordo y mudo. Por grandes que fueran mis deseos de unirme al grupo, me divertía un poco pensar que tenía que seguir haciéndome el sordo si quería continuar oyendo.

La noche antes de la excursión me quedé despierto en la cama y pasé revista a todo, a mi sordera y a todos los años que había pasado procurando que nadie supiera que oía lo que decían, y me preguntaba si sería capaz de actuar de otra forma. Pero recordé una cosa: no fui yo quien empezó la comedia de la sordera; fue la gente que empezó a comportarse como si yo fuese demasiado estúpido para ser capaz de oír, ver o decir nada.

Y tampoco se remontaba a mi llegada al hospital; ya mucho antes, la gente había empezado a hacer ver que yo no era capaz de oír ni hablar. En el Ejército, me trataban de ese modo todos los que tenían mayor graduación que yo. Imaginaban que ésa era la forma de proceder con alguien como yo. Recuerdo que incluso en el colegio la gente ya decía que parecía que no escuchaba y, en consecuencia, dejaron de escuchar lo que yo les decía. Tendido en la cama, intenté recordar la primera ocasión en que advertí que esto sucedía. Creo que aún vivíamos en el poblado junto al río Columbia. Era verano…

… yo tengo unos diez años y estoy sentado frente a la choza, salando el salmón que luego colgarán de los bastidores detrás de la casa, cuando veo que un coche se sale de la carretera y avanza ruidosamente por los baches entre la salvia, arrastrando tras sí una carga de rojo polvo, tan compacta como una fila de furgones.

Observo el coche que trepa por la ladera y se detiene a corta distancia de nuestro patio, y el polvo que sigue avanzando, se estrella contra la parte trasera del coche y sale disparado en todas direcciones hasta depositarse sobre la salvia y el quillay que adquieren la apariencia de rojos, humeantes escombros. El coche permanece allí, reluciente bajo el sol, mientras el polvo se va sedimentando. Sé que no son turistas con cámaras fotográficas porque nunca se acercan tanto al poblado. Cuando quieren comprar pescado, lo hacen junto a la carretera; no se acercan al poblado, pues probablemente creen que seguimos cortando cabelleras y quemando a la gente en la hoguera atada a un poste. No saben que algunos de los nuestros son abogados en Portland; lo más probable es que no me creyeran si se lo dijese. Uno de mis tíos llegó a ser abogado de verdad y Papá dice que lo hizo con el mero propósito de demostrar que era capaz de ello, pero que hubiera preferido mil veces pescar salmón en la cascada. Papá dice que, si no estamos alerta la gente nos obliga de un modo u otro a hacer lo que ellos creen que deberíamos hacer, o bien a ponernos tercos y hacer exactamente lo contrario, por puro despecho.

En seguida se abren las puertas del coche y bajan tres personas, dos del asiento delantero y una del trasero. Comienzan a subir por la ladera en dirección al poblado y veo que los dos que van delante llevan trajes azules y el de atrás, el que salió del asiento trasero, es una mujer ya mayor, con los cabellos blancos y un vestido tan rígido y pesado que parece una armadura. Cuando llegan al final de los matorrales y entran en nuestro pelado patio los tres están jadeantes y sudorosos.

El primero se detiene y echa un vistazo al poblado. Es bajo y rechoncho y lleva un sombrero blanco de vaquero. Mueve la cabeza ante la destartalada aglomeración de bastidores para secar el pescado, automóviles de segunda mano, gallineros, motocicletas y perros.

– ¿Han visto algo parecido en su vida? ¿Lo han visto? Voto a… ¿habían visto jamás algo así?

Se quita el sombrero y se seca con un pañuelo la roja pelota de goma que tiene por cabeza, con gran cuidado, como si temiera ajar una cosa u otra: o bien el pañuelo o bien el húmedo mechoncito de fibroso pelo.

– ¿Comprenden que haya gente que quiera vivir de este modo? ¿Tú lo entiendes, John?

Habla muy alto, pues no está acostumbrado al rumor de la cascada.

John está a su lado, luce un poblado bigote gris, muy apretado contra la nariz para protegerse del olor del salmón que yo estoy salando. El sudor le chorrea por el cuello y las mejillas y le ha empapado toda la espalda del traje azul. Está tomando notas en una libreta y da vueltas sin parar mientras observa nuestra cabaña, nuestro jardincito, los vestidos rojos, verdes y amarillos que mamá se pone los sábados por la noche y que están tendidos a secar en un trozo de cuerda. Sigue dando vuelta hasta completar todo un círculo y llegar otra vez hasta mí; se me queda mirando como si me viese por primera vez, y eso que estoy a menos de dos metros de distancia. Se agacha en mi dirección, frunce el entrecejo y se aprieta nuevamente el bigote contra la nariz, como si el que oliese fuese yo y no el pescado.

– ¿Dónde crees que estarán sus padres? -pregunta John-. ¿En la cabaña? ¿O en las cataratas? Podríamos hablar de ello con el hombre, ya que estamos aquí.

– Por mi parte, no pienso entrar en esa covacha -dice el gordo.

– Esa covacha -replica John a través de su bigote- es la morada del Jefe, Brickenridge, el hombre con quien hemos venido a negociar, el noble dirigente de estas gentes.

– ¿A negociar? Yo no, no es mi trabajo. Me pagan para informar, no para confraternizar.

Ello provoca una carcajada de John.

– Sí, tienes razón. Pero alguien debería informarles de los planes del gobierno.

– Pronto lo sabrán, si no se han enterado ya.

– No nos costaría nada entrar y hablar con él.

– ¿En esa chabola? Vamos, te apuesto lo que quieras a que está infestada de arañas venenosas. Dicen que estas chozas de adobe siempre albergan toda una fauna en las rendijas de los muros. Y hará calor, válgame Dios, cómo te diría yo. Te apuesto a que es un verdadero horno. Mira, mira qué cocido está este pequeño Hiawatha. Jo. Está prácticamente quemado.

Se ríe y se frota suavemente la cabeza, y cuando la mujer lo mira corta en seco sus carcajadas. Carraspea, escupe sobre el polvo, avanza unos pasos y se sienta en el columpio que Papá construyó para mí en el enebro y se queda allí meciéndose suavemente y abanicándose con el sombrero.

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