– Debemos retirar algún privilegio. Y después de estudiar detenidamente las circunstancias de esta rebelión, hemos decidido que quizá sería justo quitarles el privilegio de la sala de baños que han venido utilizando para jugar a las cartas durante el día. ¿Creen que es injusto?
Su cabeza permaneció inmóvil. No levantó los ojos. Pero todos los demás lo observaron, uno a uno, allí sentado en su rincón. Hasta los viejos Crónicos, intrigados por el hecho de que todos se hubiesen vuelto en la misma dirección, estiraron sus huesudos cuellos de pájaro y miraron a McMurphy: todos los rostros estaban pendientes de él, llenos de una franca, temerosa esperanza.
Esa única nota aguda que resonaba en mi cabeza me recordaba el sonido de los neumáticos al patinar sobre el asfalto.
Seguía sentado muy erguido en su silla, mientras se rascaba lánguidamente la cicatriz que le surca la nariz. Sonrió a todos los que le miraban, asió la gorra por la visera y saludó gentilmente, luego volvió a mirar a la enfermera.
– Bien, si no hay objeciones a esta discusión, creo que ya casi es hora…
Hizo otra pausa y también le miró. Él se encogió de hombros y se palmeó las rodillas con ambas manos mientras emitía un sonoro suspiro, luego se levantó lentamente de la silla. Se desperezó, bostezó, volvió a rascarse la nariz y comenzó a cruzar la sala de estar en dirección al lugar donde ella estaba sentada, junto a la Casilla de las Enfermeras, sujetándose los pantalones con los pulgares mientras avanzaba. Comprendí que era demasiado tarde para impedirle hacer cualquier locura que pudiera habérsele ocurrido y me limité a observarle, al igual que todos los demás. Avanzaba a grandes pasos, demasiado largos, y se había metido otra vez los pulgares en los bolsillos. El hierro de los tacones de sus botas hacía saltar chispas de las baldosas. Volvía a ser el leñador, el jugador fanfarrón, el gran irlandés pelirrojo y peleón, el vaquero salido de la pantalla de la TV que avanzaba por el centro de la calle, dispuesto a hacer frente a cualquier provocación.
Los ojos de la Gran Enfermera se desorbitaron al ver que se le acercaba. No había previsto que hiciera nada. Ésa debía ser su victoria definitiva sobre él, debía dejar sentado su dominio de una vez para siempre. ¡Pero ahora él se acercaba y era grande como una casa!
La enfermera empezó a mover la boca y a buscar a sus negros con la mirada, con un miedo de muerte, pero él se detuvo antes de llegar a su lado. Se detuvo frente a su ventana y dijo en el tono más bajo y profundo de que era capaz, que suponía que le permitiría coger uno de los cigarrillos que había comprado esa mañana y luego atravesó el cristal con la mano.
El cristal saltó en pedazos como si fuera agua y la enfermera se llevó las manos a las orejas. El cogió uno de los cartones de cigarrillos que tenía escrito su nombre y sacó una cajetilla, luego volvió a dejarlo donde estaba y se volvió hacia la enfermera, sentada allí como una estatua de yeso, y se puso a sacudir muy suavemente los trocitos de cristal que habían caído sobre su cofia y sus hombros.
– Lo siento, señora -dijo-. Dios sabe que es cierto. Ese cristal estaba tan limpio que me olvidé por completo de que estaba ahí.
Todo ocurrió en cuestión de segundos. McMurphy dio media vuelta y la dejó allí sentada con el rostro tembloroso y desencajado y volvió a cruzar la sala de estar para sentarse en su silla y encender un cigarrillo.
Había cesado el zumbido que me taladraba la cabeza.
A partir de aquel día, las cosas le fueron bien a McMurphy durante bastante tiempo. La enfermera esperaba que se le ocurriese otra idea capaz de devolverle la iniciativa. Sabía que había perdido un importante asalto y que estaba perdiendo otro, pero no tenía prisa, porque, entre otras cosas, no tenía la menor intención de aconsejar que lo pusieran en libertad; la lucha duraría todo el tiempo que ella desease, hasta que él cometiera un error, hasta que, simplemente, acabara dándose por vencido o hasta que ella se ingeniara alguna nueva táctica que le permitiera aparecer como la vencedora indiscutible a los ojos de todos.
Pero antes de que lograra descubrir esa nueva táctica pasaron muchas cosas. Al acabar lo que podríamos considerar un breve período de descanso y anunciar su vuelta a las andadas rompiendo el cristal de la enfermera, McMurphy animó bastante el ambiente en la galería. Participaba en todas las reuniones, en todas las discusiones: con su tartajeo, sus guiños, sus mejores chistes, en un esfuerzo por arrancar una esmirriada risita de la boca de algún Agudo que no se atrevía ni a sonreír desde que tenía doce años. Reunió un grupo suficiente para formar un equipo de baloncesto y no sé cómo se las arregló para convencer al doctor de que le permitiese traer una pelota del gimnasio para ir entrenando al equipo. La enfermera se opuso, dijo que acabarían jugando al fútbol en la sala de estar y al polo en el pasillo, pero el doctor, por una vez, se mantuvo firme y dijo que los dejara hacer lo que quisieran.
– Varios jugadores han hecho grandes progresos desde que se organizó ese equipo de baloncesto, señorita Ratched; a mi entender, su valor terapéutico está probado.
Ella se quedó mirándolo sorprendida. Así que también él estaba haciendo sus pinitos. Tomó nota de su tono de voz para posteriores ocasiones, para cuando los vientos volvieran a serle favorables, asintió fríamente y volvió a sentarse en su casilla a juguetear con los mandos de su equipo. Los conserjes habían colocado un cartón en el marco de la ventana, frente a su mesa de trabajo, en espera de que llegase el nuevo cristal, y ella se instalaba a diario tras el cartón como si éste no existiera, como si pudiera ver perfectamente la sala de estar a través de él. Sentada allí, detrás del cartón, producía la impresión de un cuadro puesto de cara a la pared.
Seguía esperando, sin decir nada, mientras McMurphy correteaba por los pasillos todas las mañanas, sin más vestido que sus calzoncillos con ballenas blancas o jugaba a la rayuela con monedas en los dormitorios, o corría para arriba y para abajo del pasillo tocando un silbato de arbitro, mientras enseñaba a los Agudos a hacer una salida rápida desde la puerta de la galería hasta el Cuarto de Aislamiento, en el otro extremo del pasillo, y la pelota rebotaba con un ruido como de bala de cañón mientras McMurphy gritaba como un sargento:
– ¡Tirad, cobardicas, tirad!
Cuando se dirigían el uno al otro, tanto McMurphy como la enfermera, empleaban un tono muy educado. Él le dijo con toda amabilidad si por favor podría usar su pluma para redactar una solicitud pidiendo Autorización para Salir sin Escolta, la escribió ante sus propios ojos, sobre su mesa de trabajo, y se la entregó junto con la pluma y con un «Gracias» muy gentil; ella examinó la solicitud y le respondió con igual amabilidad que «lo discutiría con el resto del equipo médico» -lo cual no le llevó más de tres minutos-, y regresó para decirle que lo sentía pero que, en opinión del equipo, una Autorización no sería terapéutica en esos momentos. Él volvió a agradecérselo, salió de la Casilla de las Enfermeras, sopló su silbato con una fuerza capaz de romper todos los cristales en varias millas a la redonda y bramó:
– Seguid practicando, machos, a por esa pelota, os quiero ver sudar.
Ya llevaba un mes en la galería, un período de tiempo suficiente para insertar un escrito en el tablón de anuncios del pasillo solicitando que se discutiese en una reunión de grupo la posibilidad de concederle una Autorización para Salir Acompañado. Se dirigió al tablón de anuncios empuñando la pluma de la enfermera y escribió bajo el epígrafe, en compañía de: «Una chica de Portland, amiga mía, llamada Candy Starr», y de paso destrozó la plumilla. La solicitud se discutió en la reunión de grupo algunos días más tarde, el mismo día en que los encargados colocaron un cristal nuevo en la ventana situada frente a la mesa de trabajo de la Gran Enfermera, y cuando su solicitud fue rechazada alegando que la señorita Starr no parecía ser la persona más adecuada para confiarle la custodia de un paciente, él se encogió de hombros y dijo que suponía que así era la vida y se levantó de la silla para dirigirse a la Casilla de las Enfermeras, se plantó junto al cristal que aún lucía la etiqueta de la cristalería en una esquina y volvió a atravesarlo con el puño (mientras la sangre manaba de sus dedos, le explicó a la enfermera que creía que habían quitado el cartón y que el marco estaba vacío).
– ¿Cómo pusieron este maldito cristal sin que nadie los viera? ¡Vaya imprudencia! La enfermera le vendó la mano y Scanlon y Harding recuperaron el cartón de la basura y volvieron a colocarlo en la ventana, adhiriéndolo con el mismo esparadrapo que la enfermera estaba utilizando para vendarle los dedos. McMurphy estaba sentado en una banqueta y musitaba cosas terribles con una sonrisa mientras le curaban sus heridas al tiempo que hacía muecas a Scanlon y Harding por encima del hombro de la enfermera. El rostro de ésta mostraba una expresión serena y vacía como esmaltada, pero la tensión se empezaba a manifestar en otros detalles, como en su manera de apretar el esparadrapo tanto como pudo, clara muestra de que su indiferente paciencia distaba mucho de ser lo que era.
Nos permitieron ir al gimnasio a presenciar el encuentro entre nuestro equipo de baloncesto -Harding, Billy Bibbit, Scanlon, Fredrickson, Martini y McMurphy, cuando su mano herida no le impedía participar en el juego- y un equipo de enfermeros. Los dos negros grandotes de nuestra galería jugaban con los enfermeros. Eran los mejores jugadores del encuentro, corrían arriba y abajo, siempre juntos como un par de sombras con calzones rojos, y marcaron un tanto tras otro con mecánica precisión. Nuestros jugadores eran demasiado bajos y excesivamente lentos, Martini no paraba de hacer pases a jugadores que sólo él podía ver, y los enfermeros nos ganaron por veinte puntos. Pero ocurrió algo que influyó en que la mayoría saliésemos de allí con la sensación de haber conseguido una victoria relativa, a pesar de todo: en una carrera tras la pelota, nuestro negro grandote, Washington, recibió un codazo, y su equipo tuvo que sujetarlo porque intentaba lanzarse sobre McMurphy, que se había sentado sobre la pelota sin prestar la menor atención al negro que se retorcía y sangraba por su gran narizota, con el negro pecho todo manchado como si alguien hubiera embardurnado una pizarra de pintura, al tiempo que gritaba a los que le sujetaban:
– ¡Se lo ha buscado! ¡El muy cerdo se lo ha buscado!