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Me deslicé de entre las sábanas y empecé a andar descalzo sobre las frías baldosas, entre las camas. Al tocar las baldosas con los pies me pregunté cuántos miles de veces había pasado la fregona por ese mismo suelo, sin llegar a sentir nunca su tacto. Tanto fregar me parecía un sueño, como si no pudiera creer que realmente me había pasado todos estos años haciéndolo. En ese momento lo único verdaderamente real era ese piso frío bajo mis pies.

Caminé entre los muchachos amontonados en largas hileras blancas como bancos de nieve, procurando no tropezar con nadie, hasta que conseguí llegar a la pared de las ventanas. Avancé a lo largo de la fila de ventanas, hasta llegar a una en la cual las sombras se asomaban y desaparecían suavemente con la brisa, y apoyé la frente contra la tela metálica. El metal tenía un tacto frío y cortante, restregué la cabeza contra él para poder sentirlo en las mejillas, y aspiré la brisa. Pronto llegará el otoño, pensé, percibo el olor a melaza amarga del heno, un olor que permanece suspendido en el aire como el tañido de una campana: un olor como si alguien hubiera estado quemando hojas y hubiese dejado que se consumieran durante la noche porque estaban demasiado verdes.

Se acerca el otoño, seguí pensando, el otoño está próximo; como si fuese la cosa más extraña del mundo. El otoño. Hace poco, ahí fuera era primavera, luego vino el verano y ahora, el otoño… curiosa idea, sin duda.

Advertí que aún tenía los ojos cerrados. Los había cerrado al acercar la cara a la tela metálica, como si tuviese miedo de mirar afuera. Ahora debía abrirlos.

Miré por la ventana y por primera vez pude ver que el hospital estaba en medio del campo. La luna estaba baja en el cielo, sobre las tierras de pastoreo; tenía la cara llena de arañazos y rasguños como si acabara de desprenderse de una maraña de jaras y madroños, allí, en el horizonte. Las estrellas próximas a la luna tenían un brillo pálido; éste se hacía más intenso cuanto más apartadas se hallaban del círculo de luz donde enseñoreaba la gigantesca luna. Recordé que había observado exactamente lo mismo una vez que salí de caza con Papá y los tíos y estaba allí tendido, envuelto en las mantas tejidas por la Abuela, un poco apartado de los hombres que se habían sentado en cuclillas en torno al fuego y pasaban de mano en mano una jarra de aguardiente de cacto, sin decir palabra. Observé cómo la gran luna de las praderas de Oregón que estaba sobre mi cabeza hacía palidecer a todas las estrellas que la rodeaban. Me quedé despierto mirándola, para comprobar si la luna empalidecía o las estrellas adquirían mayor brillo, hasta que el rocío comenzó a mojar mis mejillas y tuve que cubrirme la cabeza con la manta.

Algo se movió en el suelo bajo la ventana y proyectó una larga araña de sombra en la hierba mientras corría hasta perderse de vista tras el seto. Cuando volvió a situarse en un lugar donde podía verle mejor, comprobé que era un perro, un joven perro callejero que había salido a hurtadillas de casa para descubrir qué sucedía después de caer la noche. Olfateaba cuevas de ardillas zapadoras, no con la idea de atrapar una, sino con la sola intención de averiguar qué hacían a esas horas. Introducía el hocico en un agujero, con el trasero levantado y meneando la cola, luego corría a investigar el siguiente. La luna refulgía a su alrededor sobre la hierba húmeda y al correr dejaba huellas que parecían manchas de pintura oscura sobre el resplandor del prado. Galopó de un agujero interesante a otro hasta que quedó tan cautivado con lo que ocurría a su alrededor -la luna allí arriba, la noche, la brisa llena de salvajes olores que lo embriagaban- que no tuvo más remedio que echarse de espaldas y rodar por la hierba. Empezó a contorsionarse y agitarse como un pez, con el lomo arqueado y el vientre al aire y cuando se puso en pie y se sacudió, esparció un halo de gotitas, como escamas plateadas bajo la luna.

Olfateó de nuevo todos los agujeros en rápido recorrido, para absorber bien los olores, y, de pronto, se quedó inmóvil, con una pata en el aire y la cabeza levantada, a la escucha. Yo también agucé el oído, pero no pude oír nada excepto el chasquido de la persiana. Estuve largo rato escuchando. Entonces, desde muy lejos, me llegó un agudo graznido cantarín, muy débil, que se iba acercando. Patos del Canadá que emigraban al Sur para pasar el invierno. Recordé todas las cacerías y las veces que me había arrastrado sobre el vientre al intentar cazar un pato, sin conseguirlo jamás.

Quise seguir la dirección de la mirada del perro para ver si conseguía descubrir la bandada, pero estaba demasiado oscuro. El graznido se fue acercando más y más hasta que parecía que volaran en el dormitorio, por encima de mi cabeza. Entonces pasaron por delante de la luna: un negro collar ondulante que el ganso guía dirigía en forma de V. Por un instante, el ganso guía estuvo justo en el centro del círculo, destacándose mayor que los otros, como una gran cruz negra que se abría y se cerraba, luego siguió arrastrando su V por el cielo, hasta perderse de vista.

Los oí desvanecerse hasta que sólo quedó mi recuerdo del rumor. El perro siguió oyéndoles mucho después que yo. Continuaba allí de pie con la pata levantada; no se había movido ni había ladrado cuando volaron sobre nosotros. Cuando también él dejó de oírlos, comenzó a correr en la misma dirección que los ánades y se alejó hacia la carretera con un trote acompasado y solemne como si tuviera una cita. Contuve el aliento y puede oír el redoble de sus grandes patas sobre la hierba, mientras se alejaba, luego oí un coche que tomaba velocidad en una curva. Los faros asomaron sobre el peralte y a continuación iluminaron el tramo de carretera. Observé que el perro y el coche iban a convergir en el mismo punto del asfalto.

El perro casi había alcanzado la valla que bordea el recinto cuando oí que alguien se deslizaba a mis espaldas. Dos personas. No me volví, pero sabía que serían el negro llamado Geever y la enfermera con la mancha en la piel y el crucifijo. Sentí que se formaba un zumbido de temor en mi cabeza. El negro me cogió por el brazo y me hizo dar media vuelta.

– Yo me encargaré de él -dice.

– Hace frío aquí junto a la ventana, señor Bromden -me explica la enfermera-. ¿No cree que sería mejor volver a su camita calentita?

– No puede oírla -le explica el negro-. Yo me encargaré de él. Siempre se libra de la sábana y se pone a vagabundear por ahí.

Yo hago un movimiento y ella retrocede un paso y dice:

– Sí, ocúpese de él, por favor -dirigiéndose al negro. Comienza a juguetear con la cadena que lleva colgada del cuello. Cuando llega a su casa, se encierra en el cuarto de baño, donde nadie puede verla, se desnuda y se frota ese crucifijo por toda la superficie de la mancha que le baja por el cuerpo en una estrecha franja, desde la comisura de su boca, por encima de los hombros y los pechos. Frota y frota e invoca a la Virgen María, pero la mancha sigue allí. Se mira en el espejo y la ve más intensa aún que antes. Por fin, coge un cepillo de cerdas de acero, como los que se usan para rascar la pintura vieja de las barcas, y se frota la mancha hasta hacerla desaparecer, se pone un camisón sobre la supurante piel en carne viva y se arrastra hasta la cama.

Pero está toda llena de ese mejunje. Mientras duerme, comienza a subirle por la garganta, hasta la boca, y va chorreándole por la comisura de los labios como una baba encarnada y le corre garganta abajo, extendiéndose por todo el cuerpo. Por la mañana, comprueba que vuelve a estar manchada y por algún motivo cree que la mancha no procede realmente de ella -imposible ¿una buena católica como ella?- y supone que se debe a que se pasa las noches rodeada de una galería llena de gente como yo. Es culpa nuestra y nos lo hará pagar aunque sea lo último que haga en su vida. Quisiera que McMurphy se despertase y me ayudara.

– Átele a la cama, señor Geever; yo iré a preparar la medicina.

En las reuniones de grupo salieron a relucir agravios que llevaban tanto tiempo enterrados que el motivo que los causara ya había cambiado. Ahora que contaban con el apoyo de McMurphy, los chicos comenzaron a soltar todo lo que no les gustaba de lo ocurrido en la galería.

– ¿Por qué tienen que cerrar con llave los dormitorios los fines de semana? -preguntaba Cheswick o algún otro-. ¿Es que uno no puede pasar los fines de semana como le plazca?

– Sí, señorita Ratched -añadía entonces McMurphy-. ¿Porqué?

– Si los dejásemos abiertos, como hemos comprobado por experiencias anteriores, todos volverían a acostarse después del desayuno.

– ¿Y es acaso un pecado mortal? La gente normal está acostada hasta más tarde los fines de semana.

– Ustedes están en este hospital -intervenía ella, como si lo repitiese por centésima vez-, debido a su demostrada incapacidad para adaptarse a la vida en sociedad. El doctor y yo opinamos que cada minuto que pasen en compañía de los demás, con algunas excepciones, es terapéutico, en tanto que cada minuto a solas no hace más que aumentar su distanciamiento.

– ¿Por eso tienen que reunirse al menos ocho tipos antes de salir de la galería para dirigirse a Terapia Ocupacional o Terapia Física o cualquier otra de esas Terapias?

– Así es.

– ¿Quiere decir que es pernicioso querer estar a solas?

– No he dicho eso…

– ¿Quiere decir que cuando voy al retrete a hacer mis necesidades debería ir acompañado de al menos siete compañeros para que no se me ocurra ponerme a meditar sentado en la taza?

Antes de que consiguiera dar con una respuesta apropiada, Cheswick se había puesto de pie de un salto y le gritaba:

– Sí, ¿es eso lo que quería decir? -y los otros Agudos presentes en la reunión coreaban-: Sí, sí, ¿es eso?

Ella esperaba que se calmasen y que el grupo recobrara el silencio, para luego comentar, sin alterarse:

– Si son capaces de tranquilizarse un poco y comportarse como un grupo de adultos en una discusión, en lugar de actuar como niños en un patio de juegos, podríamos preguntarle al doctor si cree aconsejable revisar las normas al respecto. ¿Doctor?

Todos sabían cuál sería la respuesta del doctor, e incluso antes de que tuviese oportunidad de abrir la boca, Cheswick ya estaba soltando otra queja.

– ¿Y qué hay de nuestros cigarrillos, señorita Ratched?

– Sí, qué nos dice a eso -refunfuñaron los Agudos.

McMurphy se volvió hacia el doctor y le planteó la pregunta directamente a él sin darle una oportunidad de responder a la enfermera.

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