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Esperaba que la enfermera se enfureciese, pero no; se limita a echarle una mirada como diciendo «ya veremos» y añade:

– No he dicho que sea un cobarde, señor Gideon; oh, no. Lo único que sucede es que le tiene mucho apego a alguien. Como psicópata que es, le tiene demasiado apego a un tal señor Randle Patrick McMurphy y no lo expondrá a ningún riesgo innecesario. -No me cabe la menor duda de que la sonrisa que le lanza al chico apagará definitivamente su pipa-. No tenemos más que esperar un poco y nuestro héroe… ¿cómo dicen los estudiantes?… ¿Bajará del burro? ¿Es eso?

– Pero podrían pasar semanas… -objeta el muchacho.

– Disponemos de tantas semanas como queramos -dice ella. Se levanta, con el aire más complacido que le he visto desde que McMurphy ingresó y empezó a crearle problemas hace una semana-. Disponemos de semanas, meses, e incluso años. No olvide que el señor McMurphy está internado. El período de tiempo que pase en este hospital depende absolutamente de nosotros. Ahora, si nadie tiene nada más que añadir…

La actuación tan confiada de la Gran Enfermera en esa reunión me tuvo preocupado durante algún tiempo, pero no hizo la menor mella en McMurphy.

El fin de semana, y toda la semana siguiente, se mostró con ella y sus negros tan duro como siempre, y los pacientes estaban encantados. Había ganado su apuesta; había hecho perder los estribos a la enfermera tal como prometiera y había cobrado, aunque eso no le impidió continuar con la misma actitud y comportarse como lo hiciera desde un principio, bramando arriba y abajo por el pasillo, burlándose de los negros, haciendo malas jugadas a todo el personal y llegando incluso hasta el punto de acercarse un día a la Gran Enfermera en el pasillo y preguntarle si no le importaría decirle cuál era exactamente el contorno de los grandiosos pechos que tanto se esforzaba en ocultar aunque no lo consiguiera jamás. Ella continuó su camino sin mirarlo, ignorándolo del mismo modo que había decidido ignorar esos desmesurados signos de feminidad con que la había dotado la naturaleza, como si estuviera por encima de él, y del sexo, y de todo lo que fuera débil y estuviera relacionado con la carne.

Cuando colocó en el tablón de anuncios la lista de las tareas asignadas a cada uno y McMurphy comprobó que le había mandado a los retretes, se dirigió a su despacho, golpeó en la ventana donde ella está apostada siempre, le agradeció personalmente ese honor y le dijo que pensaría en ella cada vez que vaciase un orinal. Ella le contestó que no era necesario; bastaba con que cumpliera con su obligación, gracias.

Lo máximo que hizo en los retretes fue pasar un par de veces el cepillo por cada taza, mientras cantaba una tonada a todo pulmón, marcando el compás; después echó un poco de Clorex y se acabó.

– Con eso basta -le decía al negro que venía a atosigarle por hacer su trabajo tan a la ligera-, es posible que algunas personas consideren que no están suficientemente limpios, pero por mi parte sólo pienso mear ahí, no comer en ellos.

Y cuando la Gran Enfermera accedió a las súplicas del negro y acudió a revisar personalmente el trabajo de limpieza realizado por McMurphy, llevó consigo un espejo de bolsillo y lo colocó bajo el reborde de las tazas. Salió moviendo la cabeza, al tiempo que decía: -Qué vergüenza… qué vergüenza… -, después de revisar cada taza. Y McMurphy la seguía, frunciendo la nariz y comentando: -No; no es una vergüenza, es una taza de retrete… una taza de retrete.

Pero ella no volvió a perder el control, ni siquiera dio señales de que pudiera suceder. Continuó atosigándolo con la cuestión de los retretes, haciendo acopio de la misma terrible, lenta, paciente presión que empleaba con todos los demás, mientras él estaba de pie frente a ella, como un niño al que le echan una regañina, con la cabeza gacha y la punta de una bota sobre la otra, y decía:

– Yo ya lo intento, señora, pero creo que nunca llegaré a destacar entre los mierdosos.

Una vez escribió algo en un trocito de papel, con una curiosa escritura que parecía un alfabeto extranjero, y lo pegó con un trozo de goma de mascar bajo el reborde de la taza de un retrete; cuando ella inspeccionó ese retrete con el espejo, casi se atraganta al leer lo que reflejaba, y de la impresión se le cayó en la taza. Pero no perdió la serenidad. Su cara y su sonrisa de muñeca siguieron fraguadas en un gesto de confianza en sí misma. Se incorporó y le lanzó una mirada como para despellejar a uno y le dijo que su obligación era limpiar los retretes, no ensuciarlos.

En realidad, poca cosa se limpiaba esos días en la galería. En cuanto llegaba la hora de la tarde en que el horario establecía que debíamos comenzar la limpieza, también llegaba la hora en que transmitían los partidos de béisbol por la televisión y todos empezaban a colocar las sillas frente al aparato y no se movían de allí hasta la hora de la cena. Poco importaba que hubieran cortado la corriente en la Casilla de las Enfermeras y que no pudiéramos ver más que la apagada pantalla gris, porque McMurphy nos hacía pasar el rato con su charla y sus anécdotas, como esa vez que ganó mil dólares en un mes conduciendo un camión para una empresa maderera y luego perdió hasta el último centavo en una competición de arrojar el hacha en la que fue derrotado por un canadiense; o cuando con otro compinche convenció a un tipo para que montase un toro bravo en un rodeo, en Albany, y que lo hiciera con una venda sobre los ojos: «No el toro, quiero decir que el que llevaba los ojos vendados era el tipo.» Le dijeron que la venda le ayudaría a no marearse cuando el toro comenzase a dar vueltas; luego, después de taparle los ojos con un pañuelo que no le dejaba ver nada, lo sentaron sobre el toro, mirando hacia atrás. McMurphy lo contó un par de veces y no dejaba de golpearse el muslo con la gorra y de reír a carcajadas sólo de recordarlo.

– Con los ojos vendados y mirando hacia la cola… Que me aspen si no resistió hasta el final y ganó el premio. Yo quedé segundo; si se hubiese caído, yo me hubiera llevado el primer lugar y un buen fajo de billetes. Os aseguro que la próxima vez que haga una jugada de estas le pondré la venda al maldito toro.

Se palmeó la pierna, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a soltar carcajada tras carcajada, mientras iba hundiendo el dedo en las costillas de todos los que tenía cerca, en un intento de hacerles reír también.

Esa semana hubo momentos en que al oír esa risa contundente y contemplar cómo se rascaba la barriga y se desperezaba, bostezaba y levantaba la cabeza para hacerle un guiño a cualquiera que fuera dirigida la broma, con la misma naturalidad con que respiraba, dejé de preocuparme de la Gran Enfermera y el Tinglado que la apoyaba. Momentos en que pensaba que le bastaría seguir siendo fiel a sí mismo para resistir y no desmoronarse corno ella deseaba. Momentos en que pensé que tal vez realmente era una persona fuera de lo corriente. Que era lo que era, eso es. Que tal vez mostrarse tal como era ya le daba la fuerza necesaria para resistir. Si el Tinglado no había conseguido atraparlo en todos estos años, ¿qué le hacía suponer a la enfermera que ella lo lograría en cuestión de semanas? Él no permitiría que lo doblegasen y lo manipulasen.

Y más tarde en el retrete, escondido de los negros, miraba mi imagen en el espejo y me preguntaba cómo era posible que alguien hubiese logrado algo tan fantástico como llegar a ser lo que él era. Veía mi rostro en el espejo, fuerte, moreno, con grandes pómulos salientes, como si el hueso que había debajo hubiese sido tallado con un hacha, con unos ojos completamente negros y una mirada dura y amenazadora, igual que los ojos de Papá y los de todos esos valerosos indios amenazadores que uno ve en la televisión, y pensaba: ése no soy yo, ésa no es mi cara. Ni siquiera era yo cuando intentaba parecerme a esa cara. Ni siquiera entonces era realmente yo mismo; no hacía más que mostrarme tal como los demás me veían, tal como querían verme. Creo que nunca he sido yo mismo. ¿Cómo puede McMurphy ser como es?

Lo veía de un modo distinto a como lo vi cuando llegó aquí; veía en él algo más que sus manazas, las patillas rojas y su burlona nariz rota: lo había visto hacer cosas que no casaban con su rostro y con sus manos, cosas como pintar un dibujo en Terapia Ocupacional, con colores de verdad, en un papel blanco sin líneas ni números que le indicasen dónde debía pintar, o escribir cartas a alguien con una letra bonita y fluida. ¿Cómo era posible que un hombre con su aspecto pintase cuadros o escribiese cartas a la gente, o se mostrase conmovido y preocupado como lo vi una vez cuando le devolvieron una carta? Eran cosas que uno esperaría de Billy Bibbit o de Harding. Las manos de Harding parecían hechas para dibujar, aunque nunca lo hacía; Harding aprisionaba sus manos y las obligaba a serrar tablones para construir casillas para perros. McMurphy no era así. No había permitido que su aspecto determinase su vida en uno u otro sentido, lo mismo que no había permitido que el Tinglado lo manipulase hasta colocarlo en el lugar donde ellos quisieran que estuviese.

Empezaba a ver muchísimas cosas de un modo distinto. Supuse que la máquina de hacer niebla empotrada en las paredes se había estropeado cuando la forzaron demasiado para la reunión del viernes, de modo que ahora no podían insuflar niebla y gas y deformar la apariencia de las cosas. Por primera vez en muchos años volvía a ver a la gente sin ese contorno negro que solían presentar, y una noche incluso conseguí mirar por la ventana.

Como ya he dicho, casi todas las noches me daban una pastilla antes de mandarme a la cama, me dejaban seco y fuera de circulación. Y si algo fallaba con la dosis y me despertaba, tenía los ojos llenos de legañas y el dormitorio estaba saturado de humo, los cables de las paredes estaban cargados a tope, se retorcían y lanzaban chispas mortíferas y llenas de odio que inundaban el aire; todo eso era demasiado para mí, por lo que enterraba la cabeza bajo la almohada y procuraba volverme a dormir. Cada vez que echaba un vistazo fuera, me encontraba con el olor a pelo chamuscado y un ruido parecido al que hacen las chuletas sobre un asador caliente.

Pero aquella noche en concreto, algunos días después de la gran reunión, me desperté y encontré el dormitorio despejado y callado; el silencio era total, a excepción del suave respirar de los hombres y el traqueteo de piezas sueltas bajo las frágiles costillas de los dos viejos Vegetales. Había una ventana abierta, el aire del dormitorio estaba despejado y tenía un regusto que me hizo sentir como aturdido y un poco embriagado y despertó en mí un súbito impulso de bajar de la cama y hacer algo.

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