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– Y bien, se la manda al carajo otra vez. Se los manda a todos al carajo. De momento, no te han hecho nada.

Los Agudos comienzan a apiñarse a su alrededor. Esta vez el que responde es Fredrickson.

– Muy bien, le dices eso y te clasifican como Potencialmente Agresivo y te mandan arriba a la galería de los Perturbados. A mí me pasó eso. Tres veces. Esos pobres tipos de ahí arriba ni siquiera pueden salir de la galería para ir a ver la película del sábado por la tarde. No tienen ni televisión.

– Y, óyelo bien, si continúas manifestando actitudes hostiles, como esa tendencia a mandar a la gente al carajo, te ponen en lista para la Sala de Chocs, o tal vez incluso para algo más grave, una operación, un…

– Maldita sea, Harding, ya le he dicho que no entiendo esta jerga.

– La Sala de Chocs, señor McMurphy, quiere decir la máquina de TES, Terapia de Electrochoc. Un artilugio que es como un compendio de la pastilla para dormir, la silla eléctrica y el potro de torturas, todo en uno. Es un buen truco, simple, rápido, apenas doloroso, tan rápido es; pero nadie quiere pasar por eso, nunca.

– ¿Cuáles son sus efectos?

– Atan al paciente a una mesa con los brazos en cruz -es curioso- y con una corona de electrodos en vez de espinas. Le conectan unos alambres a ambos lados de la cabeza y – ¡zap! -. Una corriente eléctrica que cuesta cuatro chavos le atraviesa el cerebro y, así, de una sola vez, uno recibe un tratamiento y un castigo por su hostil actitud de mandar a la gente al carajo, aparte de que le dejan fuera de combate por un período que oscila entre seis horas y tres días, según los casos. Incluso después de recuperar el conocimiento, uno continúa desorientado varios días. Imposible recordar nada. Si los tratamientos son frecuentes, el tipo puede acabar como el señor Ellis, colgado ahí de la pared. Un idiota babeante que, a los treinta y cinco años, se mea en los calzones. O puede convertirse en un organismo que come y elimina y grita «joder a la mujer», como Ruckly. O si no fíjese en el Jefe Escoba agarrado a su apodo ahí detrás de usted.

Harding me señala con el cigarrillo, no tengo tiempo de apartarme. Finjo no advertirlo. Sigo moviendo mi escoba.

– He oído decir que, hace años, cuando eso estaba realmente de moda, al Jefe le aplicaron más de doscientos tratamientos de electrochoc. Figúrese el efecto que eso puede producir sobre una mente ya un poco ida. Mírelo: un criado gigante. Ahí tiene al Americano en Vías de Extinción, una máquina de barrer de dos metros de altura, asustado hasta de su propia sombra. Ésa es la amenaza que pesa sobre nosotros, amigo mío.

McMurphy se me queda mirando un momento, luego se vuelve otra vez hacia Harding.

– ¡Caramba! Pero, ¿cómo toleráis algo semejante? ¿Y todo ese rollo de la galería democrática que me endilgó el doctor? ¿Por qué no lo ponéis a votación?

Harding le lanza una sonrisa y da otra lenta chupada al cigarrillo.

– ¿Votar qué, amigo? ¿Votar que la enfermera no pueda hacer más preguntas en las Reuniones de Grupo? ¿Votar que no nos mire de esa manera? ¿Podría decirme, señor McMurphy, qué íbamos a votar?

– A mí qué me importa. Voten algo. ¿No comprende que para demostrar que todavía son hombres tienen que hacer algo? ¿No comprende que no pueden permitir que acabe por dominarlos a todos? Mire a su alrededor: dice que el Jefe está asustado de su propia sombra, pero en mi vida había visto semejante hatajo de cobardes.

– ¡Yo no estoy asustado! -dice Cheswick.

– Tú no lo estarás, viejo, pero los demás hasta tienen miedo de reír libremente. Sabéis una cosa, lo primero que me sorprendió de este lugar es que nadie se reía. ¿Me creeréis si digo que no he oído ni una sola verdadera carcajada desde que crucé esa puerta? Cuando uno no es capaz de reírse pierde terreno. Un tipo que deja que su mujer le insulte hasta que pierde la capacidad de reírse, se queda sin una de sus mejores cartas. De entrada, empieza a creer que ella es más fuerte que él y…

– Ah. Parece que nuestro amigo comienza a comprender, compañeros conejos. ¿Dígame, señor McMurphy, cómo enseñarle a una mujer quién es el que manda aparte de reírse de ella? ¿Cómo hacerle ver quién lleva los pantalones? Un tipo como usted tendría que ser capaz de decírnoslo. No es cosa de pegarle, ¿verdad que no? Acudiría a los tribunales. Tampoco se trata de perder los estribos y gritarle; ella le derrotaría con sus esfuerzos por calmar a su irritado muchachote: «¿Mi hombrecito se ha vuelto quisquilloso! ¿Ahhhh?» ¿Ha intentado mantenerse firme ante tamaño comentario alguna vez? Conque ya ve, amigo, es más o menos como usted ha dicho: el hombre sólo posee un arma realmente efectiva contra el bastión del matriarcado moderno, pero desde luego no es la risa. Una sola arma, en esta penetrante sociedad en la que se estudian todas las motivaciones, cada año que pasa aumenta el número de gente capaz de inutilizar esa arma y de dominar a los que hasta el momento habían dominado…

– Cielo santo, Harding, vaya rollo -dice McMurphy.

– … y, pese a todas sus pretendidas capacidades psicopáticas, ¿se cree capaz de emplear con eficacia su arma contra nuestra campeona? ¿Cree que podría blandiría ante la señorita Ratched, McMurphy? ¿Cree que podría?

Y agita una mano en dirección a la casilla de cristal. Todas las cabezas se vuelven en el mismo sentido. Ella está allí, mirando por la ventana, tiene una grabadora escondida en algún sitio fuera del alcance de nuestra vista y lo está grabando todo, y planea la forma de incorporarlo al informe.

La enfermera advierte que todos la están mirando y hace un gesto con la cabeza y todos apartan la vista. McMurphy se quita el gorro y se pasa los dedos por el rojo pelo. Ahora, todos le observan a él; esperan que haga algo y él lo sabe. Se siente un poco acorralado. Vuelve a encasquetarse la gorra y se frota la señal de la nariz.

– Bueno, si queréis saber si se me levantaría con esa vieja urraca, no, me parece que no…

– No es tan fea como todo eso, McMurphy. Tiene una cara bastante atractiva y bien conservada. Y pese a todos sus esfuerzos para ocultarlos tras esa indumentaria asexuada, todavía se ven trazas de unos pechos más bien abundantes. Debe de haber sido bastante bonita de joven. Además -es sólo una suposición-, ¿cree que se le levantaría si ella no fuera vieja, si fuera joven y hermosa como Elena de Troya?

– No sé quién es esa Elena, pero ya veo adonde quieres ir a parar. Y tienes razón, válgame Dios. No se me levantaría con esa cara de palo, ni que tuviera la belleza de Marilyn Monroe.

– Ahí tiene. Ella gana.

Ya está. Harding se recuesta en la silla y todos esperan a ver qué dirá McMurphy ahora. Éste comprende que está acorralado. Se queda mirando un momento todas esas caras, luego se encoge de hombros y se levanta de la silla.

– Bueno, qué diablos, no es asunto mío.

– Tiene razón, no es asunto suyo.

– Y desde luego no tengo el menor deseo de que una enfermera enfurecida venga a por mí con esos tres mil voltios. Sobre todo cuando no puedo ganar nada, excepto la experiencia de la aventura.

– No. Tiene razón.

Harding ha vencido en la discusión, pero nadie parece alegrarse mucho. McMurphy se mete los pulgares en los bolsillos e intenta reír.

– No señor, jamás he visto ofrecer una recompensa por atrapar a una capadora.

Todos hacen una mueca al oír esto, pero no parecen contentos. Me alegra que, a fin de cuentas, McMurphy demuestre cierta cordura y que no se deje arrastrar a un terreno que no es el suyo, pero comprendo cómo se sienten los muchachos; yo tampoco estoy muy contento. McMurphy enciende otro cigarrillo. Todos siguen aún en el mismo sitio. Continúan ahí de pie, y sonríen, incómodos. McMurphy se rasca otra vez la nariz y aparta los ojos del ramillete de caras que le rodea, mira otra vez a la enfermera y se muerde el labio.

– ¿Pero decíais que… no os manda a esa otra galería a menos que os haga perder los estribos? ¿A menos que de algún modo consiga excitaros hasta el punto de maldecirla o de romper una ventana o algo por el estilo?

– A menos que uno haga una cosa de ese tipo.

– ¿Estáis seguros? Porque se me está ocurriendo una manera de ganarme una fortunita a costa vuestra. Pero no quiero hacer el tonto. Me costó mucho salir de aquel otro agujero; no quiero saltar de la sartén para caer en las brasas.

– Perfectamente seguros. No puede hacer nada a menos que uno haga algo que francamente aconseje un traslado a la otra galería o una sesión de electrochoc. Si uno resiste a las provocaciones, ella no puede hacer nada.

– ¿O sea que si me porto bien y no la insulto…

– Ni insultas a los ayudantes.

– … ni insulto a los ayudantes ni armo ningún alboroto no puede hacer nada?

– Ésas son las reglas del juego. Naturalmente, siempre gana ella, amigo, siempre. Ella es invulnerable y, con el concurso del tiempo, siempre acaba por descubrir las intenciones de los demás. Por eso está considerada como la enfermera del hospital y puede actuar con tanta libertad; es maestra en el arte de poner al descubierto la libido temblorosa…

– Me importa un carajo. Lo que quiero saber es si no corro peligro jugando al mismo juego que ella. ¿Si me muestro amable con ella, no se enfurecerá y me hará electrocutar, aunque insinúe algo?

– Estarás a salvo, a condición de que no pierdas el control. Si no te exasperas y no le das un verdadero motivo para solicitar tu confinamiento en la Galería de Perturbados o la aplicación terapéutica del electrochoc, estarás a salvo. Pero la primera y principal condición es no exasperarse. ¿Y tú? ¿Con tu pelo rojo y tus antecedentes? No nos engañemos.

– Muy bien. De acuerdo – McMurphy se frota las manos-. Os diré lo que se me ha ocurrido. Vosotros parecéis convencidos de que ella es el no va más, ¿verdad? Que es una – ¿cómo dijisteis? – una mujer inexpugnable. Lo que quiero saber es cuántos están dispuestos a apostar algo.

Apostar…

– Eso dije: ¿hay algún listorro que quiera apostar algo contra estos cinco dólares a que -en menos de una semana- soy capaz de dejar en pelotas a esa mujer sin que ella me haga nada? Una semana, y si no consigo desconcertarla hasta que no sepa por dónde va, os quedáis con los cinco dólares.

– ¿Eso apuestas?

Cheswick salta ora sobre un pie ora sobre el otro y comienza a frotarse las manos igual que McMurphy.

– Como lo oyes.

Harding y unos cuantos más dicen que no lo entienden.

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