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Comienza a temblar de nuevo y se le doblan otra vez los hombros.

– No. No tiene necesidad de acusar. Es un genio para las insinuaciones. Durante la discusión de hoy, ¿la ha oído acusarme alguna vez? Sin embargo, es como si me hubieran acusado de un montón de cosas: de celos y de paranoia, de no saber satisfacer a mi mujer, de tener relaciones con amigos del sexo masculino, de sostener el cigarrillo con afectación, incluso -ésa es la impresión que tengo- me ha acusado de no tener sino una mata de vello entre las piernas; ¡y un vello sedoso y suave y rubio, por añadidura! ¿Capadora? ¡Oh, la está infravalorando!

Harding calla de improviso y se inclina para recoger la mano de McMurphy entre las suyas. Tiene el rostro curiosamente ladeado, aguzado, moteado de gris y de rojo, como una botella de vino rota.

– ¡Este mundo… es de los fuertes, amigo! El ritual de nuestra existencia se basa en el fortalecimiento del más fuerte a base de devorar al débil. Tenemos que aceptarlo. Es muy justo que así sea. Tenemos que aprender a reconocer que ésta es la ley natural de la existencia. Los conejos aceptan su papel en el ritual y reconocen que el lobo es el fuerte. Para defenderse, el conejo se vuelve cauto y huidizo y temeroso y cava agujeros y se esconde cuando se acerca el lobo. Y resiste, sigue adelante. Sabe cuál es su lugar. Desde luego, no desafía al lobo a un combate. Porque, ¿cree que eso sería prudente? ¿Lo sería?

Suelta la mano de McMurphy, se echa hacia atrás y cruza las piernas, da otra larga chupada al cigarrillo, lo extrae de la estrecha hendidura de su sonrisa y suelta otra vez aquella risa: iiii-iiii-iiii, semejante al chirrido de un clavo al ser arrancado de un tablón.

– Señor McMurphy… amigo mío… no soy un pollo, soy un conejo. El doctor es un conejo. Cheswick, ese de ahí, es un conejo. Billy Bibbit es un conejo. Todos los que estamos aquí somos conejos, de variada edad y condición, que vamos dando saltitos por nuestro mundo a lo Walt Disney. Oh, fíjese bien, no estamos aquí por ser conejos -siempre lo seremos, estemos donde estemos-, todos estamos aquí porque no conseguimos adaptarnos a nuestra condición de conejos. Necesitamos un buen lobo fuerte como la enfermera, que nos ponga en nuestro lugar.

– Tonterías. ¿No vas a decirme que piensas quedarte sentado y dejar que una vieja con el pelo azul te convenza de que eres un conejo?

– Convencerme no. Yo nací conejo. No tienes más que mirarme. Simplemente necesito a la enfermera para que me haga sentirme feliz con mi papel.

– ¡No eres un conejo, qué demonios!

– ¿No ves las orejas?, ¿la naricilla inquieta?, ¿la graciosa colita?

– Estás hablando como un lo…

– ¿Cómo un loco? Qué perspicaz.

– Maldita sea, Harding, no me refería a eso. No estás loco en ese sentido. Quería decir… diablos, me ha sorprendido comprobar lo cuerdos que estáis todos. A mi entender, no estáis más locos que cualquiera de los necios que corren por las calles…

– Ah sí, los necios de las calles.

– Pero no, ya me entendéis, locos como los que salen en las películas. Sólo estáis obsesionados y… un poco…

– Y un poco acoquinados como conejos, ¿no es eso?

– ¡Conejos, qué va! No os parecéis en nada a un conejo, córcholis.

– Señor Bibbit dé unos saltitos para que le vea el señor McMurphy. Señor Cheswick muéstrele su pelaje.

En el acto, Billy Bibbit y Cheswick se convirtieron ante mis propios ojos, en dos jorobados conejitos blancos, pero les da vergüenza hacer lo que les ha indicado Harding.

– Ah, son vergonzosos, McMurphy. ¿Encantadores, verdad? O, a lo mejor, están incómodos porque no se han portado como buenos amigos. Tal vez sientan remordimientos por haber permitido que ella les hiciera actuar de interrogadores. Ánimo, amigos, no hay motivo para avergonzarse. Así son las cosas. Los conejos no deben ser fieles a sus amigos. Sería una tontería. No, habéis obrado prudentemente, como unos cobardes, pero prudentemente.

– Oye, Harding -dice Cheswick.

– No, no, Cheswick. No te irrites al oír la verdad.

– Óyeme bien; yo mismo he dicho alguna vez lo mismo que McMurphy ha estado diciendo ahora de la vieja señora Ratched.

– Sí, pero lo dijiste con gran sigilo y después te retractaste de todo. Tú también eres un conejo, no intentes rehuir la verdad. Por eso no te guardo rencor por las preguntas que me has hecho durante la reunión de hoy. No has hecho más que desempeñar tu papel. Si te hubiese tocado el turno a ti, o a ti, Billy, o a ti, Fredrickson, yo os hubiera atacado con la misma crueldad con que lo habéis hecho vosotros. No debemos avergonzarnos de nuestro comportamiento; así deben actuar los pequeños animalillos.

McMurphy da media vuelta sobre la silla y mira de arriba abajo a los demás Agudos.

– No estoy muy seguro, pero creo que deberían avergonzarse. En mi opinión, su manera de conchabarse con ella contra usted fue bastante rastrera. Por un instante he creído que volvía a encontrarme en un campo de prisioneros de los chinos rojos…

– McMurphy, por el amor de Dios -dice Cheswick-, escúcheme un momento.

McMurphy vuelve la cabeza y escucha, pero Cheswick no sigue adelante. Cheswick nunca sigue adelante; es uno de esos tipos que, como si estuviesen a punto de lanzarse al ataque, arman, gritan, se abalanzan, saltan arriba y abajo unos minutos, avanzan un par de pasos, y abandonan. McMurphy lo mira, desconcertado otra vez, después de tan gallarda entrada en escena, y le dice:

– Es casi una copia perfecta de los campos de prisioneros chinos.

Harding levanta las manos instando a la calma.

– Oh, no, no, no es cierto. No debe culparnos, amigo. No. La verdad es que…

Veo que los ojos de Harding se encienden de nuevo; me parece que va a echarse a reír, pero en vez de eso se quita el cigarrillo de la boca y lo blande en dirección a McMurphy; el cigarrillo en el extremo de su mano parece uno más de aquellos delgados y blancos dedos, sólo que echa humo por la punta.

– … también usted, señor McMurphy, pese a sus bravuconadas de vaquero y a su fanfarronería de vía estrecha, y muy probablemente bajo esa apariencia encallecida, también usted es tan sensible y melindroso y conejil como nosotros.

– Claro, seguro. Yo tengo una colita de algodón. ¿En qué me parezco a un conejo, Harding? ¿Por mis inclinaciones psicópatas? ¿Por mi inclinación a la pelea o por mi inclinación a las mujeres? ¿Por lo de las mujeres, verdad? Todo ese taca-taca-gracias-hasta-otra. Sí, el taca-taca, probablemente por eso soy un conejo…

– Un momento; creo que ha planteado una cuestión que debe ser discutida. Los conejos son famosos por determinada característica, ¿verdad? En realidad, su capacidad reproductora es notoria. Sí. Mmm. Pero, en cualquier caso, lo que usted ha dicho sólo indica que es un conejo sano, bien adaptado y perfectamente funcional, mientras que la mayoría de los que estamos aquí ni siquiera poseemos la habilidad sexual suficiente para clasificarnos entre los conejos normales. Unos fracasados, eso somos: débiles, raquíticas, amedrentadas criaturas de una raza canija. Conejos, sin taca-taca; una imagen patética.

– Alto ahí; siempre tergiversas lo que digo…

– No. Tenía razón. Fue usted quien nos hizo notar hacia dónde iban dirigidos los picotazos de la enfermera. ¿Recuerda? Tenía razón. No hay aquí un solo hombre que no tema estar perdiendo o haber perdido ya su potencia. Somos unas ridículas criaturas incapaces incluso de demostrar virilidad en un mundo de conejos, hasta ahí llega nuestra flaqueza y nuestra ineptitud. Eeey. ¡Yo diría que somos los conejos de los conejos!

Se inclina otra vez hacia adelante y de su boca comienza a brotar la forzada risa estridente que yo esperaba, sus manos revolotean a su alrededor, su rostro se retuerce.

– ¡Harding! ¡Cierra ese maldito pico!

Es como una bofetada. Harding calla, para en seco con la boca todavía abierta en una tensa mueca, las manos le cuelgan en medio de una azulada nube de humo de tabaco. Se queda un segundo así inmóvil; luego sus ojos se cierran hasta dejar tan sólo una taimada rendija y los mueve lentamente hacia McMurphy, habla tan bajo que tengo que arrastrar la escoba hasta su silla para poder oír lo que dice.

– Amigo… usted… tal vez sea un lobo.

– Maldita sea, no soy ningún lobo y usted no es un conejo. Anda, nunca había oído tamaña…

– Gruñe usted como un lobo.

McMurphy suspira con un sonoro silbido y se aparta de Harding para dirigirse al resto de los Agudos que les rodean.

– A ver, muchachos. ¿Qué demonios os pasa? No estáis tan locos, no creéis que os parecéis a un animal, ¿verdad?

– No -dice Cheswick y se sitúa junto a McMurphy-. No, cielo santo, yo no. No soy un conejo, faltaría más.

– Así me gusta, Cheswick. ¿Y los demás? Aclaremos las cosas. Os habéis visto, intentando convenceros unos a otros de que esa cincuentona es un ser temible. Al fin y al cabo, ¿qué puede haceros?

– Sí, ¿qué? -dice Cheswick y fulmina al resto con la mirada.

– No os puede azotar. No os puede quemar con hierros ardientes. No puede ataros al potro. Ahora hay leyes que prohíben estas cosas; no estamos en la Edad Media. No puede haceros absolutamente na…

– ¡Usted ha vi-vis-to lo que pu-pu-puede hacernos! En la reu-u-unión.

Observo que Billy Bibbit ya no tiene aspecto de conejo. Se inclina sobre McMurphy, procura seguir hablando con la boca llena de baba y el rostro encendido. Luego da media vuelta y se aleja de él.

– Ah, es i-i-i-i-imposible. Debería ma-ma-ma-tarme.

McMurphy le grita mientras se aleja.

– ¿En la reunión? ¿Qué he visto yo en la reunión? Repámpanos, lo único que le he visto hacer ha sido un par de preguntas y preguntas sencillas, amables, por lo demás. Las preguntas no hacen daño, no son palos ni piedras.

Billy le mira otra vez.

– Pero la ma-ma-manera de hacerlas…

– No tienes por qué contestarle, ¿verdad?

– Si u-u-uno no contesta, ella sólo sonríe y to-to-toma nota en su libreta y después, después, ¡oh, no!

Scanlon se acerca a Billy.

– Si uno no le contesta, Mac, se está delatando con su mismo silencio. Es el truco de esos bribones del gobierno para atraparnos a todos. No hay salida. La única solución es volar todo el tinglado de esta cochina tierra… volarlo todo.

– Bueno, cuando hace una de esas preguntas, ¿por qué no la mandáis a freír espárragos?

– ¿Y de qué serviría, Mac? Se limitaría a replicar con un «¿Por qué parece alterarle tanto esa pregunta concreta, Paciente McMurphy?».

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