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Pete estaba de pie ahí, en medio de la habitación y balanceaba aquella bola que le colgaba de un costado, completamente ladeado por su peso. Todos se habían quedado mirándole. Escudriñó al negro grande y luego al pequeño y cuando vio que no se acercarían más se volvió hacia los pacientes.

– Lo veis… pura farsa -les dijo-, pura farsa.

La Gran Enfermera se había deslizado de su silla y avanzaba cautelosamente hacia su cesto de mimbre que estaba apoyado contra la puerta.

– Sí, sí, señor Bancini -canturreó-, ahora, cálmese…

– Eso es, pura farsa.

Su voz perdió el vigor metálico y adquirió un tono forzado e imperioso como si no le quedara tiempo para acabar lo que deseaba decir.

– Fijaos bien, yo no puedo hacer nada, no puedo… no lo veis, yo nací muerto. Vosotros no. No nacisteis muertos. Ahhh, ha sido difícil…

Comenzó a llorar. Ya no lograba articular las palabras; abría y cerraba la boca para hablar, pero ya no podía organizar las palabras en frases. Agitó la cabeza para aclararse las ideas e hizo un guiño a los Agudos.

– Ahhh, yo… yo… os digo.

Comenzó a encogerse otra vez y su bola de hierro volvió a recuperar la forma de una mano. La extendía ahuecando la palma como si ofreciera algo a los pacientes.

– Yo no puedo hacer nada. Era un aborto cuando nací. Me insultaron tanto que morí. Nací muerto. No puedo hacer nada. Estoy cansado. Ya no quiero seguir luchando. Vosotros podéis hacer algo. Me insultaron tanto que nací muerto. Para vosotros es fácil. Nací muerto y la vida fue dura. Estoy cansado. Cansado de hablar y de dar la cara. Llevo cincuenta y cinco años muerto.

La Gran Enfermera le acertó desde el otro extremo de la habitación, a través del uniforme verde. Después del pinchazo, se apartó de un salto sin sacar la jeringa que se quedó colgando de los pantalones como una colita de vidrio y acero, mientras el viejo Pete se inclinaba cada vez más hacia adelante, no a resultas de la inyección sino por el esfuerzo; el último par de minutos le habían agotado total y definitivamente, para siempre: bastaba mirarle para comprender que estaba acabado.

Conque la inyección no era en realidad necesaria; su cabeza ya había comenzado a balancearse y tenía los ojos turbios. Cuando la enfermera se le acercó otra vez para recuperar la jeringa estaba tan inclinado que sus lágrimas caían directamente al suelo, sin mojarle la cara, e iban manchando una gran superficie, pues meneaba la cabeza de un lado a otro; salpicones, salpicones que formaban un dibujo regular sobre el piso de la sala de estar, como si lo estuviera bordando.

– Ahhhhh -dijo.

No se movió cuando le sacó la aguja.

Había revivido, tal vez un minuto, en una tentativa de decirnos algo, algo que ninguno de nosotros deseaba oír ni procuró entender, y el esfuerzo le había dejado seco. La inyección en la cadera fue tan inútil como si se la hubiera puesto a un cadáver: faltaba un corazón que la bombease, unas venas que la llevasen a su cabeza, un cerebro que, allí arriba, pudiera sufrir con su veneno. Tanto daría que se la hubieran inyectado a un viejo cadáver reseco.

– Estoy… cansado…

– Vamos. Chicos, creo que no os falta valor, el señor Bancini se acostará como un buen chico.

– … terri-ble cansado.

– Y el Ayudante Williams está volviendo en sí, doctor Spivey. Ocúpese de él, por favor. Mire. Se le ha roto el reloj y tiene un corte en el brazo.

Pete nunca volvió a intentar nada parecido, ni volverá a hacerlo jamás. Ahora, cuando comienza a alborotar durante una reunión y procuran calmarlo, siempre calla. Sigue levantándose de vez en cuando para menear la cabeza y comunicarnos su cansancio, pero ya no lo hace en son de queja ni de excusa ni de advertencia, eso terminó; es como un viejo reloj que con las manecillas torcidas y sin números en la esfera y con la campana herrumbrada y silenciosa, ni nos dice la hora ni acaba de pararse, un viejo e inútil reloj de pared que sigue tictaqueando sin sentido alguno.

Cuando dan las dos, el grupo continúa despedazando al pobre Harding.

A las dos, el doctor comienza a agitarse en su silla. El doctor se siente incómodo en las reuniones, a menos que pueda hablar de su teoría; preferiría pasar el tiempo en su oficina y dibujar gráficas. Se agita y por último carraspea; entonces la enfermera mira su reloj y nos ordena que volvamos a traer las mesas de la sala de baños y que mañana proseguirá la discusión. Los Agudos salen en el acto, de su trance, miran un momento en dirección a Harding. Tienen la cara encendida de vergüenza como si acabaran de comprender que les han tomado el pelo una vez más. Algunos se dirigen a buscar las mesas a la sala de baños, en el otro extremo del pasillo, otros se acercan a los anaqueles de revistas y manifiestan gran interés por los números atrasados de McCall's, pero el verdadero propósito de todos ellos es evitar a Harding. Nuevamente han sido manipulados y han acosado a uno de sus amigos como si fuese un criminal y todos ellos han ejercido funciones de fiscal, juez o jurado. Han estado despedazando a un hombre durante cuarenta y cinco minutos, casi como si fuera un placer, y lo han bombardeado a preguntas: ¿Por qué cree que no logra complacer a su dama? ¿Por qué insiste en afirmar que ella nunca ha tenido nada que ver con otros hombres? ¿Cómo espera poder curarse si no responde con sinceridad? Preguntas e insinuaciones que ahora les atormentan; y no desean que su proximidad les haga sentirse aún más incómodos.

Los ojos de McMurphy observaron todos estos movimientos. No se mueve de su silla. Otra vez parece desconcertado. Se queda un rato ahí sentado y contempla a los Agudos mientras con la baraja se rasca la roja perilla, luego acaba por levantarse del sillón, bosteza, se despereza, se rasca el ombligo con el borde de una carta, y después se guarda la baraja en el bolsillo y se acerca al rincón donde Harding se ha quedado solo, como pegado a su silla.

McMurphy se queda mirando a Harding un minuto, luego posa su manaza sobre el respaldo de una silla de madera próxima a él, la hace girar de modo que el respaldo quede frente a Harding y se sienta a horcajadas como si montara un diminuto caballo. Harding no se ha dado cuenta de nada. McMurphy se palpa los bolsillos hasta dar con sus cigarrillos, saca uno y lo enciende; lo sostiene frente a sus ojos y hace un gesto de desagrado al ver la punta mal encendida, se chupa el índice y el pulgar y rectifica el encendido.

Ambos hombres parecen no prestarse atención. Ni siquiera sabría decir si Harding ha advertido la presencia de McMurphy. Harding tiene los delgados hombros muy doblados, como alas verdes, y permanece sentado muy tieso en el borde de la silla, con las manos apretadas entre las rodillas. Mira fijo ante sí y canturrea para sus adentros, procurando mostrarse sereno; pero se muerde los carrillos y ello le presta una curiosa mueca de calavera, que no indica serenidad ni mucho menos.

McMurphy vuelve a encajarse el cigarrillo entre los dientes, cruza las manos sobre el respaldo de la silla y, al tiempo que cierra un ojo para evitar el humo, apoya la barbilla sobre ellas.

– ¿Dime, amigo, es así como funcionan habitualmente estas reuniones?

– ¿Habitualmente?

Harding interrumpe su canturreo. Ya no se muerde los carrillos, pero sigue con la mirada ante sí, por encima del hombro de McMurphy.

– ¿Es éste el procedimiento habitual de estas funciones de Terapia de Grupo? ¿Un hatajo de gallinas en una orgía de picoteos?

Harding vuelve con brusquedad la cabeza y mira fijamente a McMurphy, como si acabara de enterarse de que tiene a alguien sentado delante. Vuelve a morderse los carrillos y, en el centro de la cara, se le marca un surco que podría inducir a pensar que sonríe. Endereza los hombros, se acomoda mejor en la silla y procura mostrarse relajado.

– ¿Una «orgía de picotazos»? Me temo que conmigo su singular manera de hablar le servirá de poco, no tengo la menor idea de a qué se refiere.

– Se lo explicaré. -McMurphy alza el tono de voz; aunque parece no prestar atención a los demás Agudos, que escuchan a sus espaldas sus palabras, en realidad van dirigidas a ellos-. El gallinero descubre una mancha de sangre en el plumaje de algún pollo y todos se lanzan a picotearlo, comprende, hasta que dejan al pobre pollo convertido en un montón de huesos, plumas y sangre. Pero lo normal es que con el barullo se manchen otros pollos y entonces les toca a ellos. Y otros se manchan a su vez y son picoteados hasta morir, y así sucesivamente. Oh, una orgía de picotazos puede diezmar a todo un gallinero en cuestión de horas, amigo, lo he visto con mis propios ojos. Un espectáculo terrible. La única manera de evitarlo -tratándose de gallinas- es vendarles los ojos. Para que no vean.

Harding se enlaza una rodilla con sus largos dedos y la atrae hacia sí, mientras se recuesta en la silla.

– Una orgía de picotazos. Una hermosa analogía, sin duda, amigo.

– Para ser sincero, exactamente eso me ha recordado la reunión que acabo de presenciar, compañero. Me ha recordado un corral de sucias gallinas.

– ¿Y yo sería el pollo con la mancha de sangre, verdad?

– Así es, compañero.

Siguen lanzándose sonrisas, pero han bajado tanto la voz que tengo que ponerme a barrer más cerca de ellos para poder oírles. Los otros Agudos van aproximándose también.

– ¿Y quiere saber algo más, amigo? ¿Quiere saber quién da el primer picotazo?

Harding espera que siga hablando.

– Ella, la enfermera.

Por encima del silencio se oye un gemido de terror. Oigo cómo se encasquilla la maquinaria de las paredes y cómo luego, sigue funcionando. A Harding le cuesta lo suyo mantener quietas las manos, pero sigue procurando mostrarse sereno.

– Conque eso es -dice-, un procedimiento tan estúpidamente sencillo. Lleva seis horas en nuestra galería y ya ha logrado simplificar toda la obra de Freud, Jung y Maxwell Jones y la ha sintetizado en una analogía: es una «orgía de picotazos».

– No estoy hablando de Fred, Yong y Maxwell Jones, amigo, sólo estoy hablando de esa asquerosa reunión y de lo que esa enfermera y esos desgraciados acaban de hacerte. Y con saña.

– ¿Lo que me han hecho?

– Eso es, lo que te han hecho. Te han hecho todo lo que han podido. Por delante y por detrás. Algo debes haber hecho tú para ganarte tal caterva de enemigos en un lugar como éste, amigo, porque lo que está claro es que son muchos los que te tienen manía.

– Pero, es increíble. ¿No tiene en cuenta para nada, absolutamente para nada, que lo que los chicos han hecho hoy es por mi propio bien? ¿Que todos los problemas o discusiones que plantean la señorita Ratched o el resto del equipo obedecen a una finalidad exclusivamente terapéutica? No debe haber escuchado ni una palabra de la teoría del doctor Spivey sobre la Comunidad Terapéutica y si lo hizo, su poca formación no le permitió comprenderla. Me ha decepcionado, amigo, oh, me ha decepcionado mucho. Nuestra charla de esta mañana me había hecho suponer que era más inteligente: tal vez algo patán, un vulgar fanfarrón con menos sensibilidad que un ganso, sin duda, pero a pesar de todo inteligente. Sin embargo, aunque suelo ser observador y perspicaz, a veces también me equivoco.

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