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He oído tantas veces esa teoría de la Comunidad Terapéutica que soy capaz de repetirla del derecho y del revés: que un tipo primero tiene que aprender a desenvolverse en un grupo y sólo después será capaz de funcionar en una sociedad normal; que el grupo puede ayudar al tipo dándole a entender cuáles son sus fallos; que la sociedad es la que decide quién está cuerdo y quién no y, por tanto, es preciso pasar la prueba. Cuánta verborrea. Cada vez que llega un nuevo paciente a la galería, el doctor se lanza de lleno a exponer la teoría; de hecho ésas son las únicas ocasiones en que toma las riendas y se pone al frente de la reunión. Explica que la Comunidad Terapéutica tiene por objeto conseguir una galería democrática, completamente gobernada por los pacientes y por sus votos, y que se esfuerza por formar unos ciudadanos dignos, capaces de volver a salir a la calle, al Exterior. Cualquier pequeño problema, cualquier queja, cualquier cosa que uno quiera modificar, dice, debe ser expuesta al grupo y discutida en vez de dejar que nos corroa por dentro. Uno también debería sentirse lo suficientemente seguro como para discutir con franqueza sus problemas emocionales en presencia de los pacientes y el equipo médico. Hablar, dice, discutir, confesar. Y si durante las conversaciones cotidianas uno oye a un amigo decir algo interesante, debe anotarlo en el cuaderno de bitácora para conocimiento del equipo. No es «chivarse», como dicen en las películas, es ayudar a un semejante. Sacar a relucir esos viejos pecados para poder lavarlos a la vista de todos. Y participar en la Discusión de Grupo. Ayudarse y ayudar a los amigos a hurgar en los secretos del subconsciente. No debería haber secretos entre amigos.

Nuestro propósito, suele decir a guisa de conclusión, es que este sitio se parezca lo más posible a sus propios barrios, libres y democráticos, que sea un pequeño mundo en el Interior, prototipo a escala reducida del gran mundo Exterior en el que algún día volverá a ocupar su lugar.

Es posible que desee añadir algo, pero la Gran Enfermera suele hacerle callar cuando llega más o menos a este punto y el bueno de Pete que se había sosegado se levanta y menea esa cabeza que parece un abollado cacharro de cobre y comienza a explicar a todo el mundo cuan cansado está, y la enfermera indica a alguien que también le haga callar para que pueda proseguir la reunión, y en general Pete cierra la boca y continúa la reunión.

Que yo recuerde, sólo una vez, hará cuatro o cinco años, las cosas ocurrieron de otro modo. El doctor había concluido su discurso y la enfermera dijo sin más preámbulos:

– Bueno. ¿Quién empieza? Suelten todos sus viejos secretos.

Y todos los Agudos cayeron en un trance cuando se quedó veinte minutos sentada sin decir palabra después de la pregunta, inmóvil como una alarma eléctrica dispuesta a sonar en cualquier momento, aguardando que alguien comenzase a explicar algo sobre sí mismo. Sus ojos iban de uno a otro con la regularidad de un faro. La sala de estar permaneció veinte minutos sumida en un tenso silencio, con todos los pacientes pasmados en sus sitios. Transcurridos esos veinte minutos, la enfermera miró su reloj y dijo:

– ¿Es que ninguno de ustedes ha cometido alguna vez un acto que aún no haya admitido? -Extendió la mano hacia el cesto para coger el cuaderno de bitácora-. ¿Quieren que repasemos el historial?

Eso puso en movimiento algún mecanismo, algún artilugio acústico instalado en las paredes, dispuesto para que se pusiera en marcha en el momento en que su boca pronunciara esas palabras. Los Agudos se irguieron. Abrieron la boca al mismo tiempo. Los ojos inquisidores de la enfermera se detuvieron en el primer hombre que atisbaron junto a la pared.

Su boca articuló:

– Robé la recaudación en una gasolinera.

Pasó al siguiente.

– Intenté acostarme con mi hermana pequeña.

Sus ojos señalaron al hombre que venía a continuación; todos fueron saltando como blancos de feria.

– U-na vez… quise acostarme con mi hermano.

– Maté a mi gato cuando tenía seis años. Oh, que Dios me perdone, lo maté a pedradas y dije que había sido el vecino.

– Mentí cuando dije que lo intenté. ¡Me acosté con mi hermana!

– ¡Yo también! ¡Yo también!

– ¡Y yo! ¡Y yo!

Había resultado mejor de lo que imaginara. Ahí estaban todos gritando y compitiendo a ver quién decía la mayor atrocidad, y seguían y seguían -imposible detenerlos- seguían contando cosas que luego les harían avergonzarse para siempre ante los demás. La enfermera iba haciendo gestos de aprobación a cada confesión y decía «Eso, eso, eso».

Después el viejo Pete se levantó de un salto.

– ¡Estoy cansado! -gritó, con un vigoroso, airado, tono metálico que nadie había oído hasta entonces en su voz.

Todos callaron. Se sentían un poco avergonzados. Como si de pronto el viejo hubiera dicho algo real y verídico y de importancia y hubiera dejado en ridículo todo su infantil griterío. La Gran Enfermera estaba furiosa. Dio media vuelta y le fulminó con la mirada, mientras la sonrisa le chorreaba barbilla abajo; todo iba tan bien.

– Que alguien se ocupe del pobre señor Bancini -dijo.

Se levantaron dos o tres. Intentaron tranquilizarlo, le dieron palmaditas en el hombro. Pero Pete no tenía intención de callar.

– ¡Cansado! ¡Cansado! -seguía repitiendo.

Finalmente, la enfermera hizo que uno de los negros lo retirara a la fuerza de la sala de estar. Sin acordarse de que los negros no ejercían ningún control sobre tipos como Pete.

Pete es un Crónico congénito. Aunque no llegó al hospital hasta mucho después de cumplidos los cincuenta, siempre fue un Crónico. Su cabeza presenta dos grandes incisiones, una a cada lado, donde el médico que asistía a su madre en el parto le pinzó en un intento de ayudarle a salir. Pete ya había echado un vistazo y, al ver todos los aparatos que le esperaban en la sala de partos, había comprendido, en cierto modo, en qué mundo iba a nacer y se había aferrado con todas sus fuerzas, en un intento de eludir el nacimiento. El doctor metió la mano y le agarró por la cabeza con un triste par de pinzas de hielo, y le sacó de un tirón, convencido de que todo estaba resuelto. Pero Pete aún tenía la cabeza demasiado tierna, y blanda como la arcilla, y cuando se le endureció, allí estaban las dos señales que le habían hecho las pinzas. Y ello le dejó atontado hasta el punto de que ahora tenía que poner todo su empeño, concentración y fuerza de voluntad para hacer cosas que un crío de seis años podía realizar sin dificultad.

Pero tenía una ventaja: su simpleza de espíritu le salvó de las garras del Establecimiento. No pudieron ponerlo en un molde. Conque le permitieron ejercer una tarea simple en los ferrocarriles, donde se limitaba a permanecer sentado en una casucha de madera, campo adentro, en un cruce poco transitado y a agitar una lámpara roja al paso de los trenes cuando las agujas estaban en una posición, una lámpara verde cuando estaban en la otra, y una amarilla cuando había un tren un poco más adelante. Y lo hizo con una fuerza vital, visceral, que no lograron eliminar de su cabeza, ahí, solo en aquel cruce. Y nunca le instalaron ningún control.

Por esa razón el negro no tenía ninguna autoridad sobre él. Pero al pronto el negro no pensó en ello, como tampoco se le ocurrió a la enfermera cuando ordenó que sacaran a Pete de la sala de estar. El negro se le acercó sin rodeos y al igual que se tira de las riendas de un caballo de labor para hacerle dar la vuelta, le retorció el brazo, dirigiéndose a la puerta.

– Venga, Pete. Vamos al dormitorio. Estás molestando a todo el mundo.

Pete se zafó.

– Estoy cansado -dijo en tono de advertencia.

– Venga, hombre, estás armando un follón. Vamos, a la cama y a portarse bien.

– Cansado…

– ¡He dicho al dormitorio!

El negro le retorció otra vez el brazo y Pete dejó de menear la cabeza. Se puso muy tieso y sus ojos destellaron con viveza. Pete suele tener los ojos entrecerrados y muy nublados, como si estuvieran llenos de leche, pero en ese momento aparecieron despejados como un neón azul. Y la mano comenzó a hinchársele en el extremo del brazo que sujetaba el negro. El personal y la mayoría de los pacientes estaban charlando entre sí, sin prestar la menor atención a aquel viejo y su conocida cantinela de que estaba cansado, suponían que se había calmado como de costumbre y que pronto continuaría la reunión. No vieron cómo en el extremo del brazo se iba hinchando la mano mientras el viejo abría y cerraba el puño. Sólo yo lo vi. Contemplé cómo se hinchaba y cómo se cerraba el puño, la vi fluir ante mis ojos, aflojarse, endurecerse. Una gran bola de hierro oxidado en el extremo de una cadena. Me quedé mirándola y esperé, mientras el negro le retorcía otra vez el brazo a Pete, empujándolo hacia el dormitorio.

– Oye, dije que debías…

Vio la mano. Intentó esquivarla, al tiempo que decía: -Eres un buen chico, Pete-, pero era un segundo demasiado tarde. Pete hizo oscilar aquella bola de hierro desde la altura de sus rodillas. El negro cayó redondo contra la pared y se quedó allí aplastado, luego resbaló hasta el suelo como si la pared estuviera engrasada. Oí explosiones y cortocircuitos en los tubos instalados en el interior de esa pared y el estucado se resquebrajó justo en el lugar del golpe.

Los otros dos -el enano y el otro negro grande- se quedaron estupefactos. La enfermera chasqueó los dedos y los negros, en un gesto de reflejo, se pusieron en movimiento. El pequeño al lado del otro, como su imagen en un espejo reductor. Casi habían llegado junto a Pete cuando, de pronto, advirtieron lo que debió haber sabido el otro, que Pete no estaba conectado al sistema de control como todos los demás, que no iba a someterse simplemente porque le dieran una orden o le retorcieran el brazo. Si querían llevárselo deberían domeñarlo como si fuese un oso o un toro salvaje y ahora que uno de ellos yacía inconsciente en el suelo, los otros dos negros no querían arriesgarse.

Los dos pensaron lo mismo y al mismo tiempo y se quedaron paralizados, el negro grande y su diminuta imagen, exactamente en la misma posición, con el pie izquierdo en el aire, la mano derecha extendida, a medio camino entre Pete y la Gran Enfermera. Entre aquella bola de hierro que se balanceaba delante y la blanca ira nívea detrás, comenzaron a temblar y a echar humo y pude oír un crujido de engranajes. Podía verles temblar de confusión, como máquinas lanzadas a todo gas pero con el freno puesto.

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