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El único que parecía incansable era Mohammed.

En el valle de Linar, fuera de los pueblos nunca se habían cruzado con nadie, pero allí se toparon con algunos viajeros, casi todos cubiertos de túnicas y turbantes blancos. Los nuristaníes miraban con curiosidad a los dos occidentales pálidos y extenuados, pero saludaban a Mohammed con un cauteloso respeto, sin duda debido al Kalashnikov que colgaba de su hombro.

Mientras marchaban penosamente montaña arriba siguiendo el curso del río Nuristán, los alcanzó un joven de barba renegrida y ojos brillantes que llevaba diez pescados frescos colgados de un palo. Se dirigió a Mohammed en una mezcla de idiomas distintos – Jane reconoció un poco de dar! y alguna ocasional palabra pashto-, pero se entendieron lo suficiente como para que Mohammed le comprara tres pescados.

Ellis contó el dinero.

– Quinientos afganíes por pescado. ¿Eso cuánto significa? -Quinientos afganíes equivalen a cincuenta francos franceses, cinco libras.

– Diez dólares -calculó Ellis-. ¡Qué pescados tan caros!

Jane deseó que dejara de decir tonterías; ella tenía que concentrarse para seguir poniendo un pie delante del otro y él hablaba del precio de los pescados.

El joven, que se llamaba Halam, explicó que los había pescado en el lago Mundol, cerca del otro extremo del valle, aunque lo más probable fuera que los hubiese comprado, porque no tenía aspecto de pescador. Disminuyó la velocidad de su paso para caminar con ellos, conversando volublemente y, por lo visto, sin que le importara demasiado si comprendían o no lo que decía.

Igual que el Valle de los Cinco Leones, el de Nuristán era un cañón rocoso que se ensanchaba a intervalos de pocos kilómetros, convirtiéndose en pequeñas planicies cultivadas en terrazas. La diferencia más notable la marcaban los bosques de robles que cubrían las laderas de las montañas en forma tan espesa como cubre la lana el lomo de las ovejas, y que Jane consideraba un escondrijo ideal si todo lo demás fracasaba.

En ese momento avanzaban con mayor rapidez. Ya no existían esas enfurecedoras bifurcaciones del sendero que trepaba por la montaña, cosa que Jane agradecía profundamente. En un tramo encontraron el sendero bloqueado por un deslizamiento de tierra y rocas, pero esta vez Ellis y Jane pudieron trepar por él mientras Mohammed y la yegua vadeaban el río y volvían a unirse con ellos más adelante. Un poco después, cuando el sendero rodeaba el risco sobre un puente de madera tembloroso que la yegua se negó a cruzar, Mohammed volvió a resolver el problema vadeando el río con el animal.

Pero esta vez Jane se encontraba a un paso del colapso.

– ¡Necesito parar y descansar! -imploró cuando Mohammed se les unió después de haber cruzado el río.

– Ya casi hemos llegado a Gadwal -aseguró Mohammed. -¿A qué distancia estamos?

Mohammed conferenció con Halam en dar! y en francés.

– A media hora -contestó después.

Esa media hora le pareció eterna a Jane. Por supuesto que puedo caminar durante media hora, se dijo para sus adentros, y trató de no pensar en su dolor de espalda y su necesidad de recostarse.

Pero entonces, al doblar el siguiente recodo divisaron el pueblo.

Era un paisaje sorprendente y agradable a la vez: las casitas de madera se encontraban diseminadas por la abrupta ladera de la montaña como chicos subidos unos sobre las espaldas de los otros y daban la impresión de que si una de las casas de abajo se desmoronaba, todo el pueblo caería por la ladera para ir a parar al río.

En cuanto llegaron a la primera casa, Jane simplemente se detuvo y se dejó caer al suelo. Le dolían todos los músculos del cuerpo y apenas tuvo fuerzas para recibir a Chantal de los brazos de Ellis, quien se sentó a su lado con una rapidez que demostraba que él también estaba agotado. Un rostro curioso se asomó de la casa y Halam de inmediato empezó a hablar con la mujer, sin duda contándole todo lo que sabía acerca de Jane y Ellis. Mohammed condujo a Maggie hacia un lugar donde pudiera pastar junto al río y después volvió y se instaló al lado de Ellis.

– Debemos comprar pan y té -indicó.

Jane pensó que todos necesitaban una comida más sustancial.

– ¿Y el pescado? -preguntó.

– Tardaríamos demasiado en limpiarlo y cocinarle. Lo guardaremos para esta noche. No quiero quedarme aquí más de media hora.

– Está bien -contestó Jane, aunque no estaba segura de poder seguir caminando después de sólo media hora de descanso.

Tal vez un poco de comida consiga revivirme, pensó.

Halam los llamó. Jane levantó la mirada y vio que les hacía señas. La mujer hacía lo mismo, los estaba invitando a entrar en la casa. Ellis y Mohammed se pusieron en pie. Jane depositó a Chantal en el suelo, se levantó y después se inclinó para levantar a su hijita. De repente se le nubló la vista y perdió el equilibrio. Durante un instante luchó contra lo que le estaba sucediendo: sólo distinguía la carita de Chantal rodeada por una especie de niebla. Entonces se le doblaron las rodillas y cayó al suelo en medio de una oscuridad total.

Al abrir los ojos vio un grupo de rostros ansiosos que la observaban: Ellis, Mohammed, Halam y la mujer.

– ¿Cómo te sientes? -preguntó Ellis.

– Atontada -contestó-. ¿Qué me pasó?

– Te desmayaste.

Ella se sentó muy erguida.

– Ya estoy bien.

– No -contestó Ellis-. Hoy ya no podrás seguir caminando. La cabeza de Jane se iba aclarando. Sabía que Ellis tenía razón. Su cuerpo ya no daba más de sí y ningún esfuerzo de voluntad podría modificar ese hecho. Empezó a hablar en francés para que Mohammed le entendiera.

– Pero los rusos sin duda llegarán hoy aquí.

Tendremos que ocultarnos -decidió Ellis.

– Mira esa gente. ¿Los crees capaces de guardar un secreto? -preguntó Mohammed.

Jane miró a Halam y a la mujer. Los observaban y estaban pendientes de la conversación, aunque no pudieran comprender una sola palabra de lo que se decía. La llegada de extranjeros era probablemente el acontecimiento más excitante del año. En pocos minutos, el pueblo entero estaría allí. Estudió a Halam. Decirle que no hablara sería lo mismo que decirle a un perro que no ladrara. Al anochecer, el escondrijo que eligieran sería conocido por todo Nuristán. ¿Sería posible alejarse de esa gente y llegar a un valle lateral sin que nadie los observara? Tal vez. Pero no podrían vivir indefinidamente sin la ayuda de los pobladores locales, en algún momento se les acabaría la comida y eso sería más o menos cuando los rusos se dieran cuenta de que ellos habían detenido la marcha y empezaran a buscarlos por los bosques y los desfiladeros. Ellis tenía razón al asegurar que la única esperanza que les quedaba era llevarles la delantera a sus perseguidores.

Mohammed aspiró profundamente el humo de su cigarrillo, con aspecto pensativo.

– Tú y yo tendremos que seguir y no habrá más remedio que dejar a Jane atrás.

– ¡No! -contestó Ellis, tajante.

– El papel que tienes en tu poder, con la firma de Masud, Kamil y Azizi es más importante que la vida de cualquiera de nosotros. Representa el futuro de Afganistán, la libertad por la que murió mi hijo.

Jane comprendió que Ellis tendría que seguir adelante solo. Por lo menos él podría salvarse. Se avergonzó de sí misma por la terrible desesperación que le causaba el solo pensamiento de perderle. Debería estar tratando de imaginar la forma de ayudarlo, en lugar de preguntarse cómo hacer para mantenerlo a su lado. De repente se le ocurrió una idea.

– Yo podría engañar a los rusos -explicó-. Podría dejar que me capturaran y luego, después de dar muestras de gran renuencia, podría suministrarle a Jean-Pierre toda clase de informaciones falsas con respecto al camino que habéis tomado y la forma en que viajáis, Si consiguiera encaminarlo en una dirección completamente equivocada, es posible que pudierais ganar varios días de ventaja, ¡los necesarios para salir sanos y salvos del país!

Empezó a entusiasmarse con la idea, a pesar de que en el fondo de su corazón pensaba: ",¡No me dejéis! ¡Por favor, no me dejéis!

Mohammed miró a Ellis.

– Es la única solución, Ellis -aseguró.

– ¡Olvídala! -contestó Ellis -. No estoy dispuesto a aceptarla.

– Pero, Ellis…

– ¡No la voy a aceptar! -repitió Ellis-. ¡Olvídala!

Mohammed decidió callar.

– Entonces, ¿qué vamos a hacer? -preguntó Jane.

– Los rusos no nos alcanzarán hoy -contestó Ellis-. Todavía les llevamos cierta ventaja, porque esta mañana nos levantamos muy temprano. Esta noche nos quedaremos aquí, y mañana volveremos a salir temprano. Recordad que nada termina hasta que realmente se acaba del todo. Puede suceder cualquier cosa. Hasta es posible que en Moscú alguien decida que Anatoly se ha vuelto loco y ordene suspender la búsqueda.

– ¡No digas imbecilidades! -comentó Jane en inglés; pero contra toda razón y coherencia, interiormente se alegraba de que él se hubiese negado a seguir solo.

– A mí se me ocurre otra alternativa -dijo Mohammed-. Seré yo el que regrese a confundir a los rusos.

El corazón de Jane dio un respingo dentro del pecho. ¿Sería posible?

– ¿Cómo? -preguntó Ellis.

– Me ofreceré como guía intérprete y los conduciré hacia el sur del valle Nuristán, alejándolos de vosotros hasta llegar al lago Mundol.

A Jane se le ocurrió un inconveniente, y se volvió a deprimir.

– Pero ya deben de tener un guía -objetó.

– Tal vez sea un hombre del Valle de los Cinco Leones que se haya visto forzado a ayudar a los rusos contra su voluntad. En ese caso, hablaré con él y arreglaré las cosas.

– ¿Y si se negara a ayudarte?

Mohammed lo consideró.

– Entonces no será un buen hombre que se ha visto obligado a ayudarlos, sino un traidor que colabora voluntariamente con el enemigo para obtener alguna ganancia personal; en ese caso, lo mataré.

– No quiero que nadie muera por mi causa -contestó Jane con rapidez.

– No sería por ti -aclaró Ellis en tono duro-. Sería por causa mía. Yo soy el que me he negado a seguir sin ti.

Jane calló.

Ellis pensaba en cosas prácticas.

– No estás vestido como los habitantes de Nuristán -hizo notar a Mohammed.

– Intercambiaré de ropa con Halam.

– Tampoco hablas bien el idioma local.

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