1983
Mientras caminaba por la calle suburbana y se acomodaba en el asiento del acompañante en el coche de Ellis, Jane se sentía satisfecha. Había sido una tarde satisfactoria. Las pizzas habían estado riquísimas y a Petal le encantó Flash Dance. Ellis estaba tenso ante la necesidad de presentar a su hija y a su madre, pero a Petal le fascinó la niñita de seis meses que era Chantal y todo resultó extremadamente fácil. Ellis se sintió tan bien al respecto que, cuando regresaron a dejas a Petal, sugirió que Jane fuera con él a la casa para saludar a Gill. Esta los invitó a pasar y le hizo grandes fiestas a Chantal, así que en una misma tarde Jane conoció a la ex esposa y a la hija de su amante.
Ellis – Jane no se acostumbraba al hecho de que su verdadero nombre fuese John, y había decidido seguir llamándolo Ellis- colocó a Chantal en el asiento trasero y ocupó el asiento del conductor, al lado de Jane.
– Bueno, ¿qué te pareció? -preguntó él, al arrancar. -Nunca me comentaste lo bonita que era -dijo Jane. -¿Te refieres a lo bonita que es Petal? -Me refiero a Gill -contestó Jane con una carcajada. -Sí, es bonita.
– Son personas excelentes y no merecen andar mezclados con alguien como tú.
Bromeaba, pero Ellis asintió con aire sombrío.
Jane se inclinó y le tocó el muslo.
– ¡No quise decir eso!
– Sin embargo, es cierto.
Siguieron en silencio durante un rato. Ese día se cumplían exactamente seis meses desde la fecha en que habían logrado huir de Afganistán. De vez en cuando Jane, sin motivo aparente, estallaba en llanto, pero ya no sufría pesadillas en las que disparaba una y otra vez sobre Jean -Pierre. Aparte de ella y de Ellis, nadie conocía la verdad de lo sucedido. Ellis incluso había mentido a sus superiores sobre la forma en que Jean-Pierre encontró la muerte. Y Jane decidió que le diría a Chantal que su papá había muerto en Afganistán, durante la guerra; nada más.
En lugar de encaminarse de regreso a la ciudad, Ellis tomó una serie de calles laterales y por fin detuvo el coche en un lugar desde el que se veía el río.
– ¿Qué vamos a hacer aquí? -preguntó Jane-. ¿Arrumacos? -Si quieres. Pero yo necesito hablar contigo.
– Muy bien.
– Fue un buen día.
– Sí.
– Hoy Petal estuvo más relajada conmigo de lo que estuvo en toda su vida.
– Me pregunto por qué.
– Tengo una teoría -explicó Ellis-. Por ti y por Chantal. Ahora formo parte de una familia. Ya no soy una amenaza para su hogar y su estabilidad. Por lo menos creo que es eso.
– Me parece sensato. ¿De eso querías hablarme? -No. -Vaciló-. Me retiro de la Agencia. Jane asintió.
– ¡Me alegro muchísimo! -exclamó con fervor.
Hacía tiempo que esperaba algo así. Ellis saldaba sus cuentas y cerraba los libros.
– Mi compromiso con la misión en Afganistán prácticamente ha terminado -siguió diciendo-. El programa de entrenamiento de Masud está en pleno desarrollo y ya han recibido la primera remesa de armas. En este momento Masud es tan poderoso que ha negociado una tregua de invierno con los rusos.
– ¡Espléndido! -exclamó Jane-. Apoyo cualquier cosa que signifique un cese del fuego.
– Mientras yo estaba en Washington y tú en Londres, me ofrecieron otro trabajo. Se trata de algo que realmente quiero hacer y que, además, es bien remunerado.
– ¿Qué es? -preguntó Jane, intrigada.
– Trabajar con un nuevo grupo de fuerza del presidente que se dedicará a combatir el crimen organizado.
Jane sintió una punzada de miedo en el corazón.
– ¿Es peligroso?
– En mi caso, no. Ya soy demasiado viejo para la tarea de agente secreto. Mi labor consistirá en dirigir a los agentes secretos.
Jane se dio cuenta de que Ellis no era completamente franco con ella.
– ¡Dime la verdad! pequeño cretino! -le pidió.
– Bueno, es mucho menos peligroso de lo que he hecho hasta ahora. Pero tampoco es tan seguro como enseñar en un jardín de infancia.
Ella le sonrió. Sabía adónde iría a parar, y eso la hacía feliz. -Además, tendré mi base de operaciones aquí, en Nueva York -agregó Ellis.
Eso la tomó de sorpresa.
– ¿En serio?
– ¿Por qué te sorprende tanto?
– Porque yo he presentado una solicitud de trabajo en las Naciones Unidas. Aquí, en Nueva York.
– ¡No me dijiste que pensabas hacerlo! -exclamó él, herido. -Tú tampoco me hablaste de tus planes -contestó ella, indignada.
– Te los estoy contando ahora.
– Y yo te los estoy contando ahora.
– Pero, ¿me habrías abandonado?
– ¿Por qué tenemos que vivir donde tú trabajas? ¿Por qué no podemos vivir donde trabajo yo?
– En el mes que estuvimos separados me olvidé por completo de lo malditamente susceptible que eras -confesó él.
– Es cierto.
Hubo un silencio.
Al rato, Ellis volvió a hablar.
– Bueno, de todos modos, ya que los dos estaremos en Nueva York…
– ¿Podríamos compartir una casa?
– Sí -contestó él, vacilante.
De repente ella lamentó haber perdido los estribos. En realidad Ellis no era desconsiderado, sino sólo tonto. Allá en Afganistán estuvo a un tris de perderlo y ahora nunca podría estar enojada con él demasiado tiempo, porque siempre recordaría lo que la aterró el pensamiento de que los separarían para siempre, y tampoco olvidaría hasta qué punto se alegró cuando lograron sobrevivir y pudieron permanecer juntos.
– Bueno -contestó en un tono de voz más suave-. Compartamos la casa.
– En realidad, yo estaba pensando en la posibilidad de convertirlo en algo oficial. Claro, si lo deseas.
Eso era lo que ella había estado esperando.
– ¿Oficial? -repitió, como si no lo entendiera.
– Sí -contestó él incómodo-. Quiero decir que podríamos casarnos. Siempre que tú también lo desees.
Ella lanzó una carcajada de puro placer.
– ¡Hazlo bien, Ellis! -protestó-. ¡Declárate!
El le tomó la mano.
– Te amo, Jane, querida mía. ¿Quieres casarte conmigo?
– ¡Sí! ¡Sí! -exclamó ella-. ¡En cuanto sea posible! ¡Mañana!
¡Hoy!
– Gracias -dijo él.
Ella se inclinó y lo besó.
– Yo también te amo.
Entonces se quedaron en silencio, cogidos de la mano y mirando la puesta de sol. Es gracioso -pensó Jane-, pero ahora Afganistán me parece una cosa irreal, algo así como un mal sueño, vívido pero ya no aterrorizante. Recordaba bien a su gente: Abdullah, el mullah y Rabia, la partera, el apuesto Mohammed, la sensual Zahara y la fiel Fara, pero las bombas y los helicópteros, el miedo y las penurias se iban borrando de su memoria. Tenía la sensación de que ésta era la verdadera aventura: casarse, criar a Chantal y convertir el mundo en un lugar mejor donde ella pudiera vivir.
– ¿Vamos? -preguntó Ellis.
– Sí. -Le dio un apretón final a la mano de Ellis y luego la soltó-. Tenemos mucho que hacer.
El puso en marcha el coche e iniciaron el viaje de regreso a la ciudad.