1982
El río descendía de la línea de hielo, frío y claro y siempre impetuoso, y llenaba el valle con su estruendo mientras burbujeaba a lo largo de las hondonadas y pasaba a toda velocidad por los trigales en su carrera hacia las tierras bajas. Durante casi un año, ese sonido había estado constantemente en los oídos de Jane: a veces resonaba con fuerza, cuando ella iba a bañarse o cuando recorría los senderos serpenteantes que llevaban de un pueblo a otro, y otras veces era suave, como ahora, cuando se encontraba en lo alto de los cerros y el río de los Cinco Leones no era más que un destello y un murmullo en la distancia. Pensó que cuando le llegara el momento de abandonar el valle, el silencio le pondría los nervios de punta, como les sucedía a los habitantes de la ciudad que salían a veranear al campo y que no podían dormir por exceso de silencio. Al escuchar con atención oyó algo más y comprendió que ese nuevo sonido le había hecho tomar conciencia del anterior. Alzándose sobre el coro del río llegaba el tono de barítono de un avión.
Jane abrió los ojos. Era un Antonov, el lento y rapaz avión de reconocimiento cuyo incesante gruñir constituía el heraldo habitual de aviones a reacción más rápidos y ruidosos en una incursión de bombardeo. Jane se sentó y miró ansiosamente el valle.
Se encontraba en su refugio secreto, una cornisa ancha y chata a mitad de camino de la cima de un risco. Sobre su cabeza, las rocosas salientes la ocultaban de la vista de todos sin bloquearle el sol, y salvo que se tratara de un alpinista, disuadirían a cualquiera de intentar descender. Debajo, el camino a su refugio era inclinado, rocoso y desnudo de toda vegetación: nadie podía trepar hasta allí sin ser oído o visto por Jane. De todos modos no existía ningún motivo para que alguien quisiera llegar hasta allí. Jane encontró el lugar sólo porque se alejó del sendero y se perdió. El hecho de que fuese un sitio privado era importante, porque iba allí para tomar el sol, y los afganos eran tan modestos como monjas: si la llegaban a ver desnuda la lincharían.
A su derecha, la ladera polvorienta descendía abruptamente. A sus pies, donde el terreno era más llano cerca del río, se encontraba el pueblo de Banda, cincuenta o sesenta casas que pendían de un terreno desigual y rocoso, el cual era imposible sembrar. Las casas estaban construidas en piedra gris y ladrillos de adobe, y sus techos eran planos. junto a la pequeña mezquita de madera había un grupito de casas derruidas: un par de meses antes uno de los bombarderos rusos les había arrojado una bomba directamente en el blanco. Jane alcanzaba a ver el pueblo claramente, aunque se encontraba a veinte minutos de camino. Observó los techos, los patios rodeados de muros y los senderos de tierra, para ver si por allí andaba algún niño, pero afortunadamente no vio ninguno: bajo el caluroso cielo azul, Banda se encontraba desierta.
A su izquierda, el valle se ensanchaba. Las pequeñas praderas rocosas estaban marcadas con cráteres de bombas, y en las laderas inferiores de las montañas se habían desmoronado varias de las antiquísimas paredes.
El trigo estaba maduro, pero nadie lo cosechaba.
Más allá de los campos, al pie del risco que formaba el extremo más lejano del valle, corría el río de los Cinco Leones: profundo en algunos sitios, pero caudaloso en otros; por momentos ancho y por momentos angosto, pero siempre de corriente rápida y lecho rocoso. Jane lo escudriñó en toda su extensión. No vio mujeres bañándose ni lavando ropa, ni chiquillos en la orilla, ni hombres vadeándolo con caballos o con mulas.
Jane consideró la posibilidad de vestirse, abandonar el refugio y trepar más alto, hasta las grutas de la ladera. Allí se encontraban los habitantes del pueblo. Los hombres dormían después de haber trabajado toda la noche en sus campos; las mujeres cocinaban e intentaban impedir que los niños deambularan por los alrededores; las vacas estaban encerradas en los corrales, las cabras, atadas, y los perros peleando por desperdicios de comida. Probablemente ella se encontraba completamente a salvo allí, pues los rusos bombardeaban los pueblos, no las colinas desnudas; pero siempre existía la posibilidad de que fuese alcanzada por alguna bomba perdida y una gruta la protegería de todo peligro, con excepción de un ataque directo.
Antes de que se hubiera decidido, oyó el rugir de los reactores. Entrecerró los ojos y miró hacia el sol tratando de divisarlos. El ruido atronó el valle cuando pasaron sobre ella rumbo al nordeste, volando alto pero descendiendo, uno, dos, tres, cuatro asesinos plateados, el máximo ingenio del hombre utilizado para mutilar campesinos analfabetos, destruir casas de adobe y retornar a sus bases a mil kilómetros por hora.
En un minuto desaparecieron. Banda se había salvado, por lo menos por ese día. Jane se relajó lentamente. Los reactores la aterrorizaban. El verano anterior Banda se había librado de ser bombardeada y durante el invierno todo el valle gozó de un respiro; pero los bombardeos comenzaron con saña esa primavera y Banda fue blanco de varios ataques, uno de ellos justo en el centro del pueblo. Desde entonces, Jane odiaba los reactores.
El coraje de sus habitantes era sorprendente. Cada familia había organizado un segundo hogar en lo alto de las cavernas y todas las mañanas trepaban la montaña para pasar el día allí, y regresaban al crepúsculo, porque de noche no se producían bombardeos. Ya que era poco seguro trabajar en los campos durante el día, los hombres lo hacían por la noche, o más bien los que lo hacían eran los más viejos, porque los jóvenes se encontraban ausentes todo el tiempo, luchando contra los rusos en el extremo sudeste del valle y aún más allá. Ese verano los bombardeos habían sido más intensos que nunca en todas las zonas rebeldes de acuerdo a lo que los guerrilleros comentaron a Jean-Pierre. Si los afganos de todo el país se parecían a los del valle, eran perfectamente capaces de adaptarse y sobrevivir: ellos salvaban algunas preciadas posesiones de entre los escombros de las casas bombardeadas, volvían a sembrar incansablemente las huertas arruinadas, curaban a los heridos y enterraban a los muertos y enviaban adolescentes cada vez más jóvenes a unirse a los líderes de la guerrilla. Jane estaba convencida de que los rusos jamás lograrían vencer a ese pueblo, a menos que convirtieran todo el país en un desierto radiactivo.
En cuanto a la posibilidad de que los rebeldes consiguieran vencer a los rusos, ésa era otra cuestión. Eran bravos e indomables, y controlaban el interior del país, pero las tribus rivales se odiaban unas a otras casi tanto como odiaban a los invasores, y sus rifles eran inútiles contra los bombarderos a reacción y los helicópteros blindados.
Jane hizo un esfuerzo para no pensar en la guerra. Era la hora más calurosa del día, la hora de la siesta, cuando le gustaba estar sola y relajarse. Metió la mano en una bolsa de piel de cabra llena de manteca y empezó a engrasar la piel de su enorme vientre, preguntándose cómo habría sido tan tonta como para quedar embarazada en Afganistán.
Llegó con un abastecimiento de píldoras anticonceptivas para dos años, un diafragma y un cartón entero de gelatina espermaticida; y, sin embargo, a las pocas semanas se olvidó de recomenzar a tomar las píldoras después de la menstruación y luego, varias veces, olvidó ponerse el diafragma.
– ¿Cómo pudiste cometer semejante error? -preguntó Jean-Pierre indignado, y ella no supo qué contestarle.
Pero ahora, acostada al sol, feliz de saberse embarazada, con hermosos pechos hinchados y un permanente dolor de espalda, comprendía que el suyo había sido un error deliberado, una especie de trampa tendida por su inconsciente. Deseaba tener un bebé, y sabía que Jean-Pierre no, así que inició su embarazo accidentalmente.
¿Por qué tendría tanta necesidad de tener un hijo?, se preguntó para sus adentros, y en el acto surgió la respuesta: Porque se sentía muy sola.
– ¿Será cierto eso? -dijo en voz alta.
Sería una ironía. Nunca se sintió sola en París donde vivía independientemente, haciendo las compras para una sola persona y conversando con su imagen reflejada en el espejo; pero ahora, casada, cuando pasaba todas las noches con su marido, además de trabajar a su lado casi todo el día, comenzó a sentirse aislada, atemorizada y sola.
Se casaron en París, justo antes de emprender el viaje a Afganistán. De alguna manera parecía parte natural de la aventura, otro desafío, otro riesgo, otra emoción. Todo el mundo comentó lo felices, hermosos y valientes que eran y lo enamorados que estaban, y era cierto.
Sin duda, ella esperaba demasiado. Supuso que el amor y la intimidad entre ella y Jean-Pierre serían cada vez mayores. Creyó que se enteraría de quién había sido el amor adolescente de su marido, y cuáles eran las cosas a las que él realmente temía, y si era cierto que después de orinar los hombres se sacudían el pene para secarlo. Ella a su vez le contaría que su padre había sido un alcohólico, que su fantasía habitual era la de ser violada por un negro y que a veces, cuando se encontraba ansiosa, se chupaba el pulgar. Pero por lo visto Jean-Pierre creía que después de casados la relación entre ambos debía continuar siendo la misma de antes. La trataba con cortesía, la hacía reír cuando estaba en vena, caía indefenso en sus brazos cuando estaba deprimido, le hablaba de política y de la guerra, le hacía el amor expertamente una vez por semana con su cuerpo delgado y sus manos fuertes y sensibles de cirujano y, en todo sentido, se comportaba más como un amigo que como un marido. Ella todavía se sentía imposibilitada de contarle detalles tontos y aparentemente poco importantes de su vida, como el hecho de que los turbantes le hicieran parecer más larga la nariz y lo furiosa que seguía estando porque una vez le dieran una paliza por volcar tinta roja en la alfombra de la sala de su casa cuando en realidad lo había hecho su hermana Pauline. Se moría de ganas de poder preguntarle a alguien: ¿Es así como debería ser el matrimonio o irá mejorando con el tiempo? Pero sus amigos y su familia estaban muy lejos y las mujeres afganas hubiesen considerado que sus expectativas eran ultrajantes. Resistió a la tentación de enfrentar a Jean-Pierre con su desilusión, en parte porque sus quejas eran demasiado vagas e imprecisas, y en parte porque la atemorizaba pensar en lo que él podía llegar a contestarle.
Pensando retrospectivamente, comprendía que la idea de tener un hijo le rondaba desde mucho antes, desde la época en que salía con Ellis Thaler. En ese año voló de París a Londres para asistir al bautismo del tercer hijo de su hermana Pauline, algo que normalmente no hubiera hecho, porque le desagradaban reuniones familiares formales. También empezó a trabajar como niñera para una pareja que vivía en el mismo edificio que ella, un anticuario histérico y su aristocrática esposa, y gozaba más que nunca cada vez que el bebé lloraba y se veía obligada a cogerlo en brazos para consolarlo.