A veces se les presentaba una opción: el sendero se bifurcaba y mientras uno de los ramales subía, el otro bajaba. Ya que ninguno de ellos sabía qué ruta tomar, dejaban que Mohammed lo adivinara. La primera vez eligió el sendero descendente y resultó que tenía razón: los condujo a una pequeña playa donde tuvieron que vadear un riachuelo pero les ahorró mucho camino. Sin embargo, la segunda vez que tuvieron que elegir se decidieron por la orilla del río, pero en esa ocasión lo lamentaron: después de un par de kilómetros el sendero desembocaba directamente frente a un muro de roca viva, y la única posibilidad hubiera consistido en nadar. Cansados volvieron sobre sus pasos hasta la bifurcación y treparon por el sendero del risco.
En la siguiente encrucijada volvieron a bajar a la orilla del río. Esta vez el sendero los condujo a un saliente que corría a lo largo del muro del risco, aproximadamente a treinta metros de altura sobre el río. La yegua se puso nerviosa, posiblemente porque el sendero era terriblemente angosto. Jane estaba asustada. La claridad de las estrellas no era suficiente para iluminar el río que corría debajo, así que la hondonada parecía un negro precipicio sin fondo. Maggie se detenía constantemente y Mohammed tenía que tirar las riendas para obligarla a ponerse nuevamente en marcha.
Cuando el sendero se curvó bruscamente alrededor de un saliente del risco, Maggie se negó a doblar y se encabritó. Jane retrocedió, temerosa de las coces de la yegua. Chantal empezó a llorar, tal vez porque presentía el momento de tensión que todos estaban viviendo, o porque no había vuelto a dormirse después de su comida de las dos de la madrugada. Ellis entregó la niña a Jane y se adelantó para ayudar a Mohammed con la yegua.
Ellis ofreció hacerse cargo de las riendas, pero Mohammed se negó de mal modo. La tensión hacía presa de él. Ellis tuvo que contentarse con empujar a la bestia desde atrás y gritarle para alentarla. Jane estaba pensando que la situación era un poco graciosa, cuando Maggie retrocedió, Mohammed dejó caer las riendas y tropezó y la yegua chocó con Ellis, lo tiró al suelo y siguió retrocediendo.
Por suerte Ellis cayó sobre el lado izquierdo, contra el muro del risco. Cuando al seguir retrocediendo la yegua chocó con Jane, ella estaba mal colocada y con los pies apoyados sobre el borde del sendero. Entonces la muchacha se aferró con todas sus fuerzas a una de las bolsas atadas al arnés, por si el animal la empujaba hacia el costado y la arrojaba al precipicio.
– ¡Bestia estúpida! -gritó. Chantal, apretada entre Jane y el animal, también gritó. Jane fue arrastrada varios metros, temerosa de perder su punto de apoyo. Después, arriesgándose, se soltó de la bolsa, extendió la mano derecha, aferró la rienda y se apoyó sobre sus pies con firmeza, pasó junto al flanco de la yegua para quedar de pie junto a la cabeza del animal. Tiró con fuerza de las riendas y le gritó:
– ¡Basta!
Y, para su sorpresa, Maggie se detuvo.
Jane se volvió. Ellis y Mohammed se estaban poniendo de pie. -¿Estáis bien? -les preguntó en francés.
– Un poco más y no lo contamos -contestó Ellis.
– Yo perdí la linterna -confesó Mohammed.
– Espero que esos malditos rusos tengan el mismo problema -deseó Ellis.
Jane comprendió que no se habían dado cuenta de que la yegua había estado a punto de arrojarla al precipicio. Decidió no decirlo. Le entregó las riendas a Ellis.
– Continuemos la marcha -dijo-. Más tarde podremos lamernos las heridas. -Pasó junto a Ellis y le dijo a Mohammed-: Tú abre la marcha.
Mohammed recobró su buen humor después de pasar unos minutos sin luchar con Maggie. Jane se preguntó si realmente necesitarían un caballo, pero decidió que sí: llevaban demasiado equipaje para transportarlo ellos mismos, y todo era esencial, en realidad hasta debieron haber llevado más comida.
Atravesaron sin hacer ruido un villorrio silencioso y dormido, que sólo consistía en un puñado de casas y una cascada. En una de las chozas un perro ladró histéricamente, hasta que alguien lo hizo callar lanzando una maldición. Entonces se encontraron nuevamente en la soledad de las montañas.
El cielo, antes tan negro, iba adquiriendo ahora un tono grisáceo, y las estrellas habían desaparecido; amanecía. Jane se preguntó qué estarían haciendo los rusos. Tal vez los oficiales estuvieran despertando a los soldados, gritando para que los oyeran y propinando puntapiés a los que no salían con bastante rapidez de sus sacos de dormir. Un cocinero estaría preparando café, mientras el comandante estudiaba el mapa. O tal vez se hubieran levantado más temprano, hacía ya una media hora, mientras todavía reinaba la oscuridad y emprendieron el camino a los pocos minutos, marchando en fila india a lo largo del río Linar; quizá no se equivocaran en ninguna de las bifurcaciones del camino y en ese momento podían estar pisándoles los talones.
Jane apresuró el paso.
El camino serpenteaba a lo largo del risco y después descendía hasta la orilla del río. No había señales de cultivos pero las laderas de las montañas estaban cubiertas de espesos bosques, y a medida que la luz aumentaba Jane pudo identificar los árboles: eran robles. Se los señaló a Ellis.
– ¿Por qué no nos escondemos en los bosques? -preguntó.
– Lo podríamos hacer como último recurso -contestó él-. Pero los rusos se darían cuenta muy pronto de que nos hemos detenido, porque interrogarían a los pobladores, quienes les asegurarían que no hemos pasado por sus pueblos y entonces volverían sobre sus pasos y empezarían a buscarnos intensivamente.
Jane asintió, resignada. Simplemente buscaba excusas para detenerse.
justo antes de la salida del sol doblaron en un recodo del camino y se detuvieron en seco: una avalancha de tierra y piedras sueltas había cubierto el desfiladero bloqueándolo por completo.
Jane tuvo ganas de estallar en llanto. Habían caminado cinco o seis kilómetros a lo largo de ese desfiladero tan angosto; volver sobre sus pasos significaba caminar doce kilómetros de más, incluyendo ese tramo angosto que tanto había atemorizado a Maggie.
Los tres permanecieron unos instantes inmóviles, contemplando los efectos del alud.
– ¿No podríamos trepar? -preguntó Jane.
– Nosotros sí, pero el caballo no -contestó Ellis.
Jane se enfureció con él por haber dicho algo tan obvio.
– Uno de nosotros podría volver atrás con la yegua -dijo con impaciencia-, y los otros dos descansarían un rato hasta que la yegua los alcanzara.
– No me parece prudente que nos separemos.
Jane se resintió ante el tono de voz de ésta -es-mi-decisión definitiva que Ellis acababa de usar.
– No tienes por qué suponer que todos haremos lo que a ti te parezca prudente -exclamó con aspereza.
El pareció sorprendido.
– Muy bien, pero también creo que ese montón de tierra y de piedras podría moverse si alguien tratara de trepar a él. Y en realidad prefiero decir desde ahora que no estoy dispuesto a intentarlo, sea cual fuere la decisión que toméis.
– Ya veo. Así que ni siquiera estás dispuesto a conversar sobre el asunto.
Furiosa, Jane giró sobre sus talones y empezó a desandar lo andado, dejando que los dos hombres la siguieran. ¿Por qué sería -se preguntó- que los hombres siempre adoptaban esa actitud mandona y de "yo-todo-lo-sé" cada vez que se presentaba un problema físico o mecánico?
Reflexionó que Ellis también tenía sus defectos. A veces sus ideas eran bastante confusas: a pesar de todos sus discursos con respecto a ser un experto en antiterrorismo, trabajaba para la CÍA, que posiblemente fuera el grupo más importante de terroristas del mundo entero. Era innegable que una faceta de su personalidad gozaba con el peligro, la violencia y la traición. Si lo que buscas es un hombre que te respete, no elijas a un macho romántico, pensó.
Una cosa que podía decir en favor de Jean-Pierre era que él jamás hablaba de las mujeres con superioridad. Tal vez la descuidara a una, o la engañara o la ignorara, pero nunca se mostraba condescendiente. Quizá fuese porque era más joven.
Pasó por el lugar donde Maggie había retrocedido. No esperó a los hombres: que esa vez ellos se encargaran solos de la maldita yegua.
Chantal se quejaba, pero Jane decidió que tendría que esperar. Siguió caminando hasta que llegó a un punto donde le pareció que había un sendero que conducía a la cima del risco. Allí se sentó y decidió por su cuenta que descansaría un rato. Ellis y Mohammed la alcanzaron un par de minutos después. Mohammed sacó del equipaje un poco de la torta de moras y nueces y la repartió. Ellis no le dirigió la palabra.
Después del descanso, subieron por la ladera de la montaña. Al llegar a la cima salieron a la luz del sol y Jane sintió que su enojo cedía un poco. Al cabo de un rato, Ellis le rodeó los hombros con un brazo.
– Te pido perdón por haber asumido el mando del grupo -pidió.
– Gracias -contestó Jane, muy tiesa.
– Pero, ¿no te parece que tal vez hayas reaccionado con un poquito de exageración?
– Sin duda. Lo siento.
– Ya lo sé. Déjame llevar a Chantal.
Jane le entregó a la pequeña. Al quitarse de encima el peso de la criatura, se dio cuenta de que le dolía la espalda. Chantal nunca le había parecido pesada, pero con la distancia recorrida el esfuerzo de llevarla se hacía sentir. Era como llevar a cuestas una bolsa de compra durante quince kilómetros.
El aire empezó a entibiarse a medida que el sol iba ascendiendo en el firmamento matinal. Jane se abrió la chaqueta y Ellis se quitó la suya. Mohammed siguió con su capote de uniforme ruso puesto, con la característica indiferencia de los afganos hacia todo cambio de temperatura que no fuese sumamente severo.
Cerca del mediodía salieron de la angosta hondonada del Linar y desembocaron en el amplio valle de Nuristán. Allí el sendero estaba nuevamente marcado con suma claridad, y era casi tan bueno como el camino que corría por el Valle de los Cinco Leones. Giraron hacia el norte, río arriba y cuesta arriba.
Jane se sentía terriblemente cansada y descorazonada. Después de levantarse a las dos de la madrugada había caminado durante diez horas, pero sólo había logrado recorrer seis o siete kilómetros. Ellis quería seguir caminando otros quince kilómetros ese día. Era el tercer día consecutivo de marcha para Jane, y estaba segura de que le sería absolutamente imposible seguir caminando hasta el anochecer. Hasta Ellis tenía esa expresión malhumorada que Jane conocía tan bien y que era señal de su cansancio.